Ayer
estuve en la cárcel. Me había invitado mi amigo Alejandro, psicólogo del
centro, para que diera una charla a varios internos e internas que están
realizando un taller de lectura dentro de las actividades destinadas a su
reinserción social. No tengo nada contra los que están recluidos en los centros
penitenciarios. Gente tan valiosa como Miguel Hernández, Giordano Bruno y mi
propio padre padecieron esta clase de privación de libertad, por diversos
motivos atribuibles todos a la mala suerte. Generalmente, los reclusos de todas
las épocas son gente que estuvo en el peor momento y en el lugar más inadecuado,
o que se desenvolvieron en ambientes de los que fueron más víctimas que otra
cosa. En un mundo perfecto, seguramente, no habría leyes que transgredir ni
personas que corregir. Así que no quiero saber, no me interesan los motivos por
los que mis nuevos amigos de Font Calent están ahí, sin Internet, sin teléfono
móvil, sin libertad para desplazarse a dónde quieran y hacer lo que les
dé la gana. No discuto la justicia o la presunta injusticia de su situación.
Estoy convencido de que, entre mis conceptos filosóficos no hay sitio para la
culpabilidad, al menos, tal como se concibe en nuestro mundo tan dado a
considerar indiscutible la ley de la causa y el efecto, y el libre albedrío. Ya
lo he dicho: No me importa. Solo sé que me encontré con un grupo de hombres y
mujeres, la mayoría jóvenes, que me recibieron cordialmente, como a un buen amigo
que venía a visitarlos y a animarles a escribir sin vergüenzas, sin miedos, sin
timideces; porque tienen muchas cosas que contar y mucho tiempo para
escribirlas. Por mi parte, les relaté mi experiencia de cuando yo también me vi
privado de libertad durante 17 meses de servicio militar, en un puesto
fronterizo de las montañas de Sidi Ifni; y donde, de hecho, aprendí a escribir,
a romper mi soledad entregando a los demás mis sentimientos, mis impresiones,
mis anhelos… Les había mandado varios cuentos de los que escribo para mi
tertulia literaria y ayer les llevé un ejemplar de mi libro “Los viajes del
padre Pinzón” que cuenta las singladuras de Colón y Magallanes por los océanos
del mundo. Va destinado a la biblioteca del centro, para que todos los que lo
quieran leer, crucen conmigo las luminosas aguas de este planeta y sus velas se
llenen del viento glorioso de la libertad. Vi en muchos ojos de mis nuevos
amigos el brillo de la esperanza y les deseé mucha suerte en los azares de su
vida futura; les deseé con toda el alma que sepan disfrutar su futura libertad,
que aprovechen bien sus potencialidades y que se libren para siempre de la
racha de mala fortuna que sin duda los ha llevado a Font Calent.
Fue
una tarde inolvidable que agradezco a Alejandro y a mis nuevos amigos y amigas
que voy a tener siempre muy presentes en mi ánimo. Los buenos contactos humanos
son los que enriquecen a ambas partes y, al menos yo, salí enriquecido de este
encuentro.
Gracias.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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