Mañana me levantaré muy temprano, me ducharé deprisa y
desayunaré lo indispensable.
Porque estaré deseando salir a la calle y respirar con ansia
el aire fresco
de la madrugada.
Seguramente, me cruzaré con el gato indiferente y gris que reina
en las aceras.
Escucharé los ladridos de un perro lejano que reclama la luz
del día,
y las impertinentes respuestas que le den las
gaviotas.
Y me acercaré al mar, que me recibirá con pausadas ondas
azules, bajo el Sol naciente.
Si hay nubes, la gloria asomará por sus resquicios como un
abanico de rayos brillantes.
Avanzaré sobre el rompeolas, con la remota isla de Tabarca quebrando
el horizonte.
Y alguna vela lejana me compensará de la pesada y parda silueta
de un carguero
anclado en la bahía.
Entonces, el hombre negro que limpia las barandillas sonreirá
a mi sonrisa de buenos días.
Es mi cómplice de las madrugadas.
Y cuando me gire para regresar, la mole rojiza y enorme de
la roca Benacantil,
con su viejo
castillo por montera, me sorprenderá, como siempre.
Volveré luego sobre mis pasos, por retorcidas callejas
ahítas de Historia,
mientras la ciudad
comienza a despertarse.
A mi paso, se irán alzando las persianas metálicas.
Descubriré, entre ruinas, una flor rosa y añil que no me
llevaré, porque respeto la vida.
Y al entrar en casa, mi gato Kepler, blanco y canela, me
estará esperando,
como cada vez que vuelvo
de la calle.
Le rascaré la cabecita y él me saludará con sus ojos
amarillos y un ronroneo agradecido.
Y entonces, pasada el alba, comenzará realmente la jornada,
con sus afanes,
sus trabajos, sus compromisos
y, quizá, sus recompensas.
Y me desearé un día razonablemente bueno, tras la madrugada
que siempre es maravillosa.
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