Esta vez, el tema a desarrollar en la Tertulia de la Bodega Adolfo era "la sordera", así que de eso trata el relato que os ofrezco hoy. Por cierto, las piruletas de pato y el caldo gallego que nos sirvió Víctor estaban de rechupete.
EL SORDO.
Los ciegos dan
pena, pero los sordos dan risa. Todos se compadecen de un pobre ciego
y no se les ocurre reírse de él cuando tropieza con los muebles o
las paredes; pero cuando un sordo confunde una palabra con otra, y
responde que no está “gordo” cuando le han llamado sordo,
estalla la risa general. Y eso, precisamente, es lo que más me
incomoda y me aleja de mis semejantes: sus miradas burlonas, sus
conversaciones inalcanzables para mí y que nunca sé si son
inocentes o si me critican a sabiendas de que no puedo oírlas. Cómo
los odio a todos. Porque mi sordera es total, no oigo nada,
absolutamente nada. Estoy sordo como una tapia. Así que no me puedo
fiar de nadie, ni siquiera de Leocadia, mi jovencísima esposa. De
ella menos que de nadie; porque si quisiera engañarme con algún
jovencito, podría citarse con él en mi presencia sin temor a que
sorprendiera su lasciva conversación. Por eso, cada vez que la veo
platicar con algún hombre joven, se me llevan los diablos. Y por
eso, últimamente, he pintado tantos monstruos, tantos demonios y
brujas, tanto ser malvado con la boca abierta por donde surgen
obscenidades que nunca podré oír. Menos mal que las pinturas son
mudas y quienes las contemplan tampoco pueden escuchar los
improperios que les dirigen mis monstruos, los monstruos que sueña
la razón de este sordo atormentado.
Leocadia, a mi lado,
charla sin cesar con los demás pasajeros del coche que nos lleva a
Francia. Me solivianta esa conversación generalizada, esas risas que
me parecen insultantes y esos comentarios burlones acerca de mi
sordera, que yo sospecho o imagino. Sé del movimiento del vehículo
porque repercute en mi trasero y en mi espalda, a través del
asiento, por no percibo el más leve atisbo del chirriar de las
ruedas, el relinchar de los caballos y el restallar del látigo del
cochero, que adivino entre mis recuerdos de anteriores viajes, cuando
aún no me había atacado la enfermedad.
He conocido a muchos
sordos en mi vida, pero los peores fueron siempre los que no
escuchaban, no los que no oían. Cuántas veces me he desgañitado en
discusiones, intentado que un clérigo obtuso, un señorón
abotargado o un lacayo servil entendieran las virtudes de la libertad
y la democracia, que procuraba inculcarles mientras ellos hacían
oídos sordos a mis discursos. Y ahora siento haber sido tan
vehemente en mis opiniones, sobre todo después de que me pusiera del
lado de los liberales que forzaron a nuestro rey felón, tonto y
sátiro a jurar la Constitución. Bien que se los cargó después a
todos, a Torrijos, a Riego, al Empecinado, y me temo que seguirá la
purga con artistas, escritores y sabios denunciados por los borregos
que adoran las cadenas. Yo desprecio a ese rey fofo y lelo para el
que solo los toros y los culos merecen atención. Se deja aconsejar
por curas sebosos, toreros ignorantes, chulos de putas, monjas
milagreras, leguleyos de tercer orden y nuevos inquisidores; mientras
el pueblo padece y las mejores cabezas de España tienen que
exiliarse, como yo y como tantos otros.
Ahí delante está la
frontera. Los guardias nos han parado y exigen los salvoconductos. Un
sargento con cara de mala leche me conmina a no sé qué. Yo niego
desde mi sordera y Leocadia le hace un gesto señalándose la oreja
derecha. Le está diciendo que soy sordo y el muy cabrón se ríe.
Los demás pasajeros también le ríen la gracia. Claro, los sordos
damos risa, ¿verdad? Y yo los maldigo a todos, eso sí, en silencio,
no sea que me oigan, se enfaden conmigo y me delaten.
A veces creo que
preferiría ser ciego a sordo. Al menos provocaría respeto o,
incluso, solidaridad. Pero entonces no podría pintar y eso acabaría
conmigo. Me moriría de pena sabiendo cuál había sido mi última
obra; no como ahora que, aunque viejo y sordo, aún puedo esperar que
nazcan nuevos cuadros de la mano de este vuestro servidor Francisco
de Goya, pintor loco, exiliado, irascible y quizá cornudo…
¡Maldita
sordera!
Miguel Ángel Pérez Oca.
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