domingo, 23 de agosto de 2020

EL GATO


Me siento como un gato, como mi gato Kepler. Solo en mi casa, solo en mi estudio, solo ante este ordenador, solo dentro de mí. Hace tiempo que se han acabado las reuniones con los amigos, las tertulias, las conversaciones. Soy un gato, soy como Kepler, huraño, solitario, con cada centímetro de mi casa, que es mi universo, en el mapa mental que existe dentro de mi cabeza. Apenas me trato con mi esposa, con mi familia, con mis vecinos, con nadie desde hace meses.
        Todo empezó cuando ese maldito virus llegó a estas tierras y el Gobierno decretó el aislamiento. Nunca había visto calles tan vacías, silencios tan espesos, gentes más extrañas y ajenas. Fue, y es aún, el reino de las mascarillas y los guantes de látex, de los termómetros de pistola, de la distancia de seguridad, de la emulación constante de Poncio Pilatos, jabón terco y gel alcohólico - gel borracho, ja, ja, ja -. Y a las 8 de la tarde, al principio ya de noche, después aún de día, desde los balcones, desde las terrazas, aplausos en honor de los heroicos sanitarios que nos habrían de cuidar si caíamos en las garras del enemigo invisible… Y así un día y otro. Salir solo a echar la basura, a comprar en la farmacia. Hacer compras por teléfono o Internet, y bajar a recogerlas al zaguán, con la mascarilla puesta y el dinero en la mano enguantada. Y otro día y otro, y los aplausos a las 8 y las ausencias y el silencio y el vacío.
            Y después vino la recuperación, la “desescalada”, o el invento de una nueva normalidad. Ya casi no se moría nadie, ¿verdad? Así que ya podíamos salir de casa y hasta podíamos vernos con amigos y reunirnos en casa de los familiares. Pero siempre con la mascarilla delante de la cara, por prudencia, por consideración a los amenazados. Que en los hospitales seguían muriendo algunos desgraciados. Que en las residencias había ocurrido una horrible mortandad de abuelitos, que no debía volverse a repetir. Pero sí se repitió, y volvieron a aumentar los contagios y las muertes. Pero no se podía prolongar por más tiempo el aislamiento general, pues la economía capitalista tenía que sobrevivir, o uno podía morirse de hambre a la puerta de un mercado repleto si no tenía dinero en el bolsillo, o en la cuenta bancaria. Y era inútil intentar remediarlo, pues los imbéciles continuaban su carrera gregaria hacia el contagio. Al fin y al cabo, son los pertenecientes a los grupos de riesgo – viejos, enfermos crónicos, predestinados – los que se mueren; y los imprudentes eran jóvenes y les importaba un bledo contagiar a los que iban a morir. De vez en cuando también se moría o sufría mazazos algún joven, pero eran tan pocos… Y los más racionales tuvimos que volver a extremar la prudencia. Nada de socializar en locales cerrados y mal ventilados. Las reuniones pocas, escuetas, al aire libre y con mascarilla. Esa era la norma obligada.
            Y regresaron los gatos. Yo fui otra vez Kepler. Me hubiera hecho mucha falta volver a mi tertulia, con mis amigos y amigas… Pero nuestra guarida es un lugar estrecho y mal ventilado. Los tertulianos, escasos, se reunían otra vez allí y mandaban fotos donde se les veía sin mascarilla, muy cerca unos de otros, con aspecto feliz, confiado, pero con el riesgo escondido, invisible, en el aire espeso de las tres horas de ingenio, tan vitales, tan necesarias. Evité ir, no por miedo a mi enfermedad – yo soy de los que habitan en un grupo de riesgo -, sino por miedo a la enfermedad de los míos, que yo pudiera contagiarles. Y me alejé de todo contacto. Incluso los mensajes de Wathsapp fueron escaseando por parte de mis antiguos contertulios. Quizá porque ya era un extraño para ellos. Publiqué un nuevo libro, que no pude presentar en público y cuyas ventas ignoro. Ni siquiera hay ya aplausos a las 8. Ahora la soledad no está en las calles, abarrotadas de estúpidos con la mascarilla colgando del codo, de la muñeca o de los huevos; no, la soledad está dentro, en la mente del gato en que me he convertido.
            Hay compañeros que prefieren arriesgarse y acuden a la tertulia, y forman un escaso y desvaído grupo supuestamente heroico. Y yo me pregunto por su insolidaridad. Yo iría con ellos si la reunión se hiciera al aire libre, si se respetaran las distancias, si las mascarillas solo se bajaran para beber y comer… Pero dentro del bar… Pienso que no tengo derecho a poner en peligro a los míos, ni a los que no lo son. No lo hago por mí, me repito, no sé si como una coartada, una excusa de gato solitario.
            Comprendo que haya quien defienda su negocio, porque se juega su pan. Comprendo que haya quien acuda porque no quiere sucumbir. Comprendo que haya quien no soporte claudicar a la realidad. Pero los gatos tenemos muy clara la evidencia de nuestro territorio y de nuestra soledad, y hasta nos gustan las calles solitarias.
            ¿Cuándo terminará este despropósito? ¿Cuándo seré manumitido por una de esas vacunas temerarias, cuyos efectos secundarios aún no han sido convenientemente estudiados? Me da igual. Acudiré a vacunarme, liberaré mi conciencia y entraré de nuevo en el bar de la vieja tertulia, donde ya no sé si seré bien recibido, con alegría o con mala conciencia; porque quizá mi presencia signifique para mis antiguos compañeros un reproche, una acusación de temeridad egoísta e insolidaria. Tampoco sé si regresaré con la dicha en la mirada, o si mis pupilas se habrán vuelto verticales y desconfiadas como las de un gato. Porque no sé si una persona que se ha convertido en felino puede regresar a su antigua condición de homo sapiens.
            Si al menos, las calles permanecieran desiertas y oscuras y a las 8 se oyeran aplausos en los balcones. Si uno no tuviera que ver a jilipoyas abarrotando las calles con la mascarilla colgando, escupiendo perdigones de saliva infecta en cuanto salimos a la calle. ¿Por qué me siento tan decepcionado del género humano? Quizá sería mejor no dejar nunca de ser como Kepler.

                                                                      Miguel Ángel Pérez Oca.

                                                           23 de agosto de 2020 (6º mes de pandemia

2 comentarios:

el sindrome de ulises el blog de eusebio perez oca dijo...

Tu análisis, tu forma de actuar, me parecen muy cabales. Más aún cuando te encuentras con supuestas autoridades judiciales, caso de Alcalá de Henares, en que un juez tira para atras un devreto para imponer medidas de precaución. Ahora los negacionistas y los IMBECILES, con mayusculas, tienen su rezonamiento. Seguimos en España. Hasta la judicatura tiene sus peculiaridades. Vergüenza. El petsonaje aboga por la libertad y los derechos personales. Y mi derecho a la salud? Cualquier día y apelando a dicha libertad personal nos quitan el código de circulación.

Eusebiet el enmascarado.

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo contigo Miguel Ángel. Gracias por el escrito.