Me siento como un gato, como mi gato Kepler. Solo en mi casa, solo en mi estudio, solo ante este ordenador, solo dentro de mí. Hace tiempo que se han acabado las reuniones con los amigos, las tertulias, las conversaciones. Soy un gato, soy como Kepler, huraño, solitario, con cada centímetro de mi casa, que es mi universo, en el mapa mental que existe dentro de mi cabeza. Apenas me trato con mi esposa, con mi familia, con mis vecinos, con nadie desde hace meses.
Todo
empezó cuando ese maldito virus llegó a estas tierras y el Gobierno decretó el
aislamiento. Nunca había visto calles tan vacías, silencios tan espesos, gentes
más extrañas y ajenas. Fue, y es aún, el reino de las mascarillas y los guantes
de látex, de los termómetros de pistola, de la distancia de seguridad, de la
emulación constante de Poncio Pilatos, jabón terco y gel alcohólico - gel
borracho, ja, ja, ja -. Y a las 8 de la tarde, al principio ya de noche,
después aún de día, desde los balcones, desde las terrazas, aplausos en honor
de los heroicos sanitarios que nos habrían de cuidar si caíamos en las garras
del enemigo invisible… Y así un día y otro. Salir solo a echar la basura, a
comprar en la farmacia. Hacer compras por teléfono o Internet, y bajar a
recogerlas al zaguán, con la mascarilla puesta y el dinero en la mano
enguantada. Y otro día y otro, y los aplausos a las 8 y las ausencias y el
silencio y el vacío.
Y
después vino la recuperación, la “desescalada”, o el invento de una nueva
normalidad. Ya casi no se moría nadie, ¿verdad? Así que ya podíamos salir de
casa y hasta podíamos vernos con amigos y reunirnos en casa de los familiares.
Pero siempre con la mascarilla delante de la cara, por prudencia, por
consideración a los amenazados. Que en los hospitales seguían muriendo algunos
desgraciados. Que en las residencias había ocurrido una horrible mortandad de
abuelitos, que no debía volverse a repetir. Pero sí se repitió, y volvieron a
aumentar los contagios y las muertes. Pero no se podía prolongar por más tiempo
el aislamiento general, pues la economía capitalista tenía que sobrevivir, o
uno podía morirse de hambre a la puerta de un mercado repleto si no tenía
dinero en el bolsillo, o en la cuenta bancaria. Y era inútil intentar
remediarlo, pues los imbéciles continuaban su carrera gregaria hacia el
contagio. Al fin y al cabo, son los pertenecientes a los grupos de riesgo –
viejos, enfermos crónicos, predestinados – los que se mueren; y los imprudentes
eran jóvenes y les importaba un bledo contagiar a los que iban a morir. De vez
en cuando también se moría o sufría mazazos algún joven, pero eran tan pocos… Y
los más racionales tuvimos que volver a extremar la prudencia. Nada de
socializar en locales cerrados y mal ventilados. Las reuniones pocas, escuetas,
al aire libre y con mascarilla. Esa era la norma obligada.
Y
regresaron los gatos. Yo fui otra vez Kepler. Me hubiera hecho mucha falta
volver a mi tertulia, con mis amigos y amigas… Pero nuestra guarida es un lugar
estrecho y mal ventilado. Los tertulianos, escasos, se reunían otra vez allí y
mandaban fotos donde se les veía sin mascarilla, muy cerca unos de otros, con
aspecto feliz, confiado, pero con el riesgo escondido, invisible, en el aire
espeso de las tres horas de ingenio, tan vitales, tan necesarias. Evité ir, no
por miedo a mi enfermedad – yo soy de los que habitan en un grupo de riesgo -,
sino por miedo a la enfermedad de los míos, que yo pudiera contagiarles. Y me
alejé de todo contacto. Incluso los mensajes de Wathsapp fueron escaseando por
parte de mis antiguos contertulios. Quizá porque ya era un extraño para ellos. Publiqué
un nuevo libro, que no pude presentar en público y cuyas ventas ignoro. Ni
siquiera hay ya aplausos a las 8. Ahora la soledad no está en las calles,
abarrotadas de estúpidos con la mascarilla colgando del codo, de la muñeca o de
los huevos; no, la soledad está dentro, en la mente del gato en que me he
convertido.
Hay
compañeros que prefieren arriesgarse y acuden a la tertulia, y forman un escaso
y desvaído grupo supuestamente heroico. Y yo me pregunto por su insolidaridad.
Yo iría con ellos si la reunión se hiciera al aire libre, si se respetaran las
distancias, si las mascarillas solo se bajaran para beber y comer… Pero dentro
del bar… Pienso que no tengo derecho a poner en peligro a los míos, ni a los
que no lo son. No lo hago por mí, me repito, no sé si como una coartada, una excusa
de gato solitario.
Comprendo
que haya quien defienda su negocio, porque se juega su pan. Comprendo que haya
quien acuda porque no quiere sucumbir. Comprendo que haya quien no soporte
claudicar a la realidad. Pero los gatos tenemos muy clara la evidencia de
nuestro territorio y de nuestra soledad, y hasta nos gustan las calles
solitarias.
¿Cuándo
terminará este despropósito? ¿Cuándo seré manumitido por una de esas vacunas
temerarias, cuyos efectos secundarios aún no han sido convenientemente
estudiados? Me da igual. Acudiré a vacunarme, liberaré mi conciencia y entraré
de nuevo en el bar de la vieja tertulia, donde ya no sé si seré bien recibido,
con alegría o con mala conciencia; porque quizá mi presencia signifique para
mis antiguos compañeros un reproche, una acusación de temeridad egoísta e
insolidaria. Tampoco sé si regresaré con la dicha en la mirada, o si mis pupilas
se habrán vuelto verticales y desconfiadas como las de un gato. Porque no sé si
una persona que se ha convertido en felino puede regresar a su antigua
condición de homo sapiens.
Si
al menos, las calles permanecieran desiertas y oscuras y a las 8 se oyeran
aplausos en los balcones. Si uno no tuviera que ver a jilipoyas abarrotando las
calles con la mascarilla colgando, escupiendo perdigones de saliva infecta en
cuanto salimos a la calle. ¿Por qué me siento tan decepcionado del género
humano? Quizá sería mejor no dejar nunca de ser como Kepler.
Miguel Ángel Pérez Oca.
2 comentarios:
Tu análisis, tu forma de actuar, me parecen muy cabales. Más aún cuando te encuentras con supuestas autoridades judiciales, caso de Alcalá de Henares, en que un juez tira para atras un devreto para imponer medidas de precaución. Ahora los negacionistas y los IMBECILES, con mayusculas, tienen su rezonamiento. Seguimos en España. Hasta la judicatura tiene sus peculiaridades. Vergüenza. El petsonaje aboga por la libertad y los derechos personales. Y mi derecho a la salud? Cualquier día y apelando a dicha libertad personal nos quitan el código de circulación.
Eusebiet el enmascarado.
Estoy de acuerdo contigo Miguel Ángel. Gracias por el escrito.
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