La
verdad, me da miedo salir a la calle. Yo voy con mi mascarilla y las manos recién
lavadas con hidroalcohol, pero me cruzo con un montón de energúmenos sin protección,
o con la mascarilla en el codo, en la barbilla o en la muñeca, discutiendo a voz
en grito y repartiendo “perdigones” a su alrededor, sin respetar las
distancias, y me siento agredido y en peligro de ser invadido por el
coronavirus y caer víctima de la neumonía letal que amenaza a quien pertenece a
un grupo de riesgo.
Cuando
veo en la tele a idiotas celebrando el triunfo de su equipo de fútbol, o las
fiestas suspendidas de su pueblo, o en restaurantes, playas y bares, hacinados,
sin respetar las distancias y sin protección, me invade una profunda decepción
hacia mi especie, el pretencioso Homo Sapiens. Solo veo a montones de monos mal
evolucionados, prisioneros de los instintos gregarios propios de un depredador grupal,
incapaces de reflexionar sobre la propia responsabilidad ante la pandemia. Y
caigo preso de la ira, también propia de un primate que comparte con el
chimpancé más del 90 % del genoma.
Presiento
una inminente segunda oleada de la pandemia, todavía más asoladora que la
primera, y veo a montones de viejecitos muertos en las residencias y
hospitales, y a los heroicos sanitarios vencidos por la fatiga y la impotencia,
y no puedo por menos que considerar que todos esos imbéciles que se arremolinan
en multitudes estúpidas serán reos del delito moral de homicidio por
imprudencia.
¿Nadie
va a pararles los pies? ¿No hay policías suficientes para correrlos a porrazos? Pues nada, amigos, resignación y a
esperar a los cuatro jinetes del Apocalipsis. No tenemos arreglo.
Y
es que por encima del peligro está la inminente e inevitable necesidad
imperiosa de salvar la economía; porque estamos ante un dilema: elegir entre
morirnos de la enfermedad o morirnos de hambre.
Esto
no ha sido una guerra ni un terremoto. Nada se ha destruido. Ahí están las
fábricas de embutidos, las tiendas de alimentación, los campos de cultivo, las
ganaderías y establos, todo intacto, pero podemos morirnos de inanición,
rodeados de abundancia, si no teneos dinero con que comprar nuestro sustento.
Esa es la más flagrante paradoja de esta Economía Capitalista que sufrimos. El
dinero, con su valor simbólico, que no real (al menos antes era el oro), ha de
moverse incesantemente de un bolsillo a otro, y si se detiene en todo el mundo
solo por dos meses, viene la hecatombe, el fin de la humanidad. Así que hay que
ser tolerante con los idiotas, abrir los restaurantes, dejar que vengan los
turistas foráneos y nos traigan sus virus, y que la máquina económica se ponga
en marcha otra vez, aunque nos arrolle a todos.
Esta
situación nos ha desvelado lo absurdo del Sistema Capitalista. En una economía
socialista, en la que el Estado administrase todos los medios de producción, que
serían propiedad del pueblo, los salarios seguirían llegando regularmente a
todos los ciudadanos, por mucha pandemia y confinamiento que se produjeran.
Sortearíamos el temporal, nos aislaríamos lo suficiente, mientras llegase la
vacuna, y saldríamos airosos del trance. Pero no se le pueden pedir peras al
olmo. A un chimpancé no se le puede hacer reflexionar sobre cosas tan graves y
tan contradictorias con los instintos animales que inevitablemente nos dominan
y nos llevan al precipicio.
Solo
quiero manifestar que, visto lo visto, y ante la decepción que me produce mi
propia naturaleza, proclamo solemnemente que abjuro, renuncio, niego y dimito
de mi falsa condición de Homo Sapiens.
Que
os den, hermanos.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
1 comentario:
Esa gente que se congrega y agolpa imprudentemente en festejos imbéciles y futbolerías ya lo hacían antes, pero quizás ahora no son tantos. El otro día escuché a unos chavales apiñados en un rincón (fumándose sus canutos) bromear sobre el riesgo de contagiar a los mayores: "eutanasia, colegui, eutanasia"; creo que no les importaba mucho si contagian a alguien y se muere, no se sienten responsables. A fin de cuentas, aprobado general.
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