martes, 9 de junio de 2020

EL HOMBRECILLO PÁLIDO.



            Derek era un alfeñique, siempre lo había sido y siempre lo había sabido muy bien. Por eso se hizo policía, porque necesitaba ser alguien. Por eso llevaba alzas en los zapatos y por eso se sentía tan importante cuando se colocaba el cinturón del que colgaban las esposas, el transmisor, la linterna, la porra y, sobre todo, la pistola. Le gustaba ir de uniforme y hablar autoritariamente a la gente desde la falsa altura que le producía la perspectiva del paisaje visto cuando echaba la cabeza atrás, y todo parecía estar allá abajo. Todos lo sabían, sobre todo él mismo: era un mierdecilla; una cagarruta detrás de una chapa. Y cada vez que se enfrentaba a uno de esos gigantes negros de los barrios, los odiaba y los envidiaba. Y se desahogaba de la injusticia que Dios había cometido con él, golpeándolos impunemente con la porra o dándoles patadas donde más les pudiera doler. La cara de terror de uno de esos gigantes ante sus amenazas le producía unas oleadas indescriptibles de placer, porque lo hacía sentirse poderoso, a pesar de lo endeble de la materia prima que conformaba su ser físico. Del otro, del intelectual, del espiritual, mejor ni hablamos.
            Por aquí tuvimos a uno de esos seres despreciables. Como Derek, era un alfeñique con ínfulas de Dios vengador y todopoderoso. Al de aquí lo llamábamos Billy el Niño y se murió en la cama.
            Aquel día, Derek y sus compinches habían detenido a uno de esos gigantes musculosos del barrio negro. Fue por un confuso asunto de un presunto billete falso, pero la causa era lo de menos. “Vamos, resístete” pensaba el hombrecillo blanco, deseoso de que un acto de resistencia justificara una buena patada, o un buen puñetazo, por su parte. Pero el gigantón no se resistió, ofreció sus manos a las esposas y obediente siguió a sus opresores. ”Es que yo soy guardia de seguridad y respeto a la policía”, se había explicado y esto encolerizó más si cabe al alfeñique. Lo obligó a tumbarse junto a la acera y le puso la rodilla sobre su cuello de toro negro, mientras sus compañeros, los otros alfeñiques pálidos presionaban sobre su poderosa espalda.
            -¡No puedo respirar! – gritaba el negro, mientas Derek descargaba todo su peso sobre la rodilla. Al cabo de ocho minutos y medio, el hombre dejó de gritar.
            -Este ha perdido el conocimiento. – le dijo alguien.
            -Te lo has cargado – aclaró otro.
            Y mientras Derek, el mierdecilla, el alfeñique, la versión americana de nuestro Billy el Niño, empezó a sentirse importante, y presintió su foto en las televisiones.
            -Me lo he cargado – repetía en voz baja, mientras los sanitarios se llevaban al gigante en una ambulancia. Ya estaba muerto.
            Noches después, el payaso Trump, otro alfeñique de espíritu, se refugiaba en su búnker antinuclear y apagaba las luces de la Casa Blanca, mientras un pueblo de gigantes oscuros gritaba que no podía respirar. Era el principio de un final.
           
A LA MEMORIA DE GEORGE FLOYD.

                                             Miguel Ángel Pérez Oca.

                                         (500 palabras)

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