Derek
era un alfeñique, siempre lo había sido y siempre lo había sabido muy bien. Por
eso se hizo policía, porque necesitaba ser alguien. Por eso llevaba alzas en
los zapatos y por eso se sentía tan importante cuando se colocaba el cinturón
del que colgaban las esposas, el transmisor, la linterna, la porra y, sobre
todo, la pistola. Le gustaba ir de uniforme y hablar autoritariamente a la
gente desde la falsa altura que le producía la perspectiva del paisaje visto
cuando echaba la cabeza atrás, y todo parecía estar allá abajo. Todos lo
sabían, sobre todo él mismo: era un mierdecilla; una cagarruta detrás de una
chapa. Y cada vez que se enfrentaba a uno de esos gigantes negros de los
barrios, los odiaba y los envidiaba. Y se desahogaba de la injusticia que Dios
había cometido con él, golpeándolos impunemente con la porra o dándoles patadas
donde más les pudiera doler. La cara de terror de uno de esos gigantes ante sus
amenazas le producía unas oleadas indescriptibles de placer, porque lo hacía
sentirse poderoso, a pesar de lo endeble de la materia prima que conformaba su
ser físico. Del otro, del intelectual, del espiritual, mejor ni hablamos.
Por
aquí tuvimos a uno de esos seres despreciables. Como Derek, era un alfeñique
con ínfulas de Dios vengador y todopoderoso. Al de aquí lo llamábamos Billy el
Niño y se murió en la cama.
Aquel
día, Derek y sus compinches habían detenido a uno de esos gigantes musculosos
del barrio negro. Fue por un confuso asunto de un presunto billete falso, pero
la causa era lo de menos. “Vamos, resístete” pensaba el hombrecillo blanco,
deseoso de que un acto de resistencia justificara una buena patada, o un buen
puñetazo, por su parte. Pero el gigantón no se resistió, ofreció sus manos a
las esposas y obediente siguió a sus opresores. ”Es que yo soy guardia de
seguridad y respeto a la policía”, se había explicado y esto encolerizó más si
cabe al alfeñique. Lo obligó a tumbarse junto a la acera y le puso la rodilla
sobre su cuello de toro negro, mientras sus compañeros, los otros alfeñiques
pálidos presionaban sobre su poderosa espalda.
-¡No
puedo respirar! – gritaba el negro, mientas Derek descargaba todo su peso sobre
la rodilla. Al cabo de ocho minutos y medio, el hombre dejó de gritar.
-Este
ha perdido el conocimiento. – le dijo alguien.
-Te
lo has cargado – aclaró otro.
Y
mientras Derek, el mierdecilla, el alfeñique, la versión americana de nuestro Billy
el Niño, empezó a sentirse importante, y presintió su foto en las televisiones.
-Me
lo he cargado – repetía en voz baja, mientras los sanitarios se llevaban al
gigante en una ambulancia. Ya estaba muerto.
Noches
después, el payaso Trump, otro alfeñique de espíritu, se refugiaba en su búnker
antinuclear y apagaba las luces de la Casa Blanca, mientras un pueblo de
gigantes oscuros gritaba que no podía respirar. Era el principio de un final.
A LA MEMORIA DE GEORGE FLOYD.
Miguel Ángel Pérez Oca.
(500
palabras)
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