El tema de la Tertulia de ayer era "Silencio" y yo presenté este trabajo que espero os guste:
EN EL SILENCIO DE LA NOCHE.
Siempre
me ha fascinado el silencio de las noches de verano. No es un silencio
absoluto, sino la ausencia de ruidos inoportunos, subrayada por lejanos
murmullos y pequeños cuchicheos de seres minúsculos, que ocupan la noche para
salir a escarbar sobras de alimentos o, simplemente, vivir su vida. Aquella
noche, un aire ligero y fresco movía las cortinas bajo la luz plateada de una
Luna creciente. Los grillos frotaban sus élitros entre las frondas vegetales,
siguiendo su ritual amoroso. A lo lejos, el murmullo de las olas al integrarse
en la arena, adornaba la paz nocturna. Y yo, incapaz de dormir, respiraba el
silencio y sus pequeñas transgresiones. Abajo, por la calle, un carro
deambulaba tirado por una acémila cuyas herraduras castigaban suavemente los
adoquines…
Y
en eso, se despertó el Infierno. Las
sirenas de alarma, situadas en el Mercado y en la Fábrica de Tabacos, vomitaban
su largo ulular siniestro.
-¡La
pava, la pava, que viene la pava! – oí voces en el exterior y, a la vez, un
lejano rumor de motores que rasgó la atmósfera, como si fuera un remoto visillo
que se descorriese.
No
encontré las zapatillas y me apresuré a bajar, descalzo, por la escalera
atestada de vecinos en ropa de dormir, que pugnaban por alcanzar el portal. Y
después, entre empujones y codazos, salí corriendo calle arriba, camino del
refugio antiaéreo, a cuya puerta se arremolinaban los que intentaban ponerse a salvo.
El
ruido de motores se hizo más fuerte, casi ensordecedor, mientras descendíamos a
trompicones los escalones empinadísimos. Era una bajada enloquecida, plagada de
resbalones, caídas de gente mayor, desfallecimientos de embarazadas, llantos infantiles
y gritos en demanda de auxilio.
Pronto
el refugio estuvo lleno de gente asustada que se apretujaba intentando dejar
sitio a los rezagados. Y comenzaron a oírse las explosiones, cada vez más próximas.
Las paredes temblaban y las luces parpadeaban mientras el estruendo colmaba
nuestros cerebros, inermes ante el miedo.
Entonces
se fue la luz, mientras yo sentía en mis pies desnudos un líquido caliente que
parecía derramarse desde las cercanas escaleras. Pensé que era aceite de alguna
maquinaria reventada por la terrible y cercana última explosión; pero cuando
volvió a encenderse el brillo mortecino de las bombillas que no se habían
fundido, comprobé que el fluido que venía de la entrada era rojo y oscuro.
Cuando
algún tiempo después volvieron a sonar las sirenas, anunciando el cese de la
alarma, y todos, lentamente, fuimos ascendiendo los peldaños manchados de
sangre, tuvimos que sortear varios cadáveres de personas que habían muerto a la
puerta, a donde habían llegado, quizá, demasiado tarde.
Horrorizado
y confuso volví a casa, me apresuré a lavarme los pies concienzudamente y
regresé a la cama. “Esta noche ya no volverán”, me dije. Y de nuevo experimenté
el silencio. Aunque esta vez no se adivinaba el consolador “cri-cri” de los
grillos, ni los quedos pasos de una acémila que tirase de un carro. El
silencio, esta vez, era sólido, negro, total, como el silencio de la muerte.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario