martes, 17 de abril de 2018

SILENCIO.


El tema de la Tertulia de ayer era "Silencio" y yo presenté este trabajo que espero os guste:


EN EL SILENCIO DE LA NOCHE.

            Siempre me ha fascinado el silencio de las noches de verano. No es un silencio absoluto, sino la ausencia de ruidos inoportunos, subrayada por lejanos murmullos y pequeños cuchicheos de seres minúsculos, que ocupan la noche para salir a escarbar sobras de alimentos o, simplemente, vivir su vida. Aquella noche, un aire ligero y fresco movía las cortinas bajo la luz plateada de una Luna creciente. Los grillos frotaban sus élitros entre las frondas vegetales, siguiendo su ritual amoroso. A lo lejos, el murmullo de las olas al integrarse en la arena, adornaba la paz nocturna. Y yo, incapaz de dormir, respiraba el silencio y sus pequeñas transgresiones. Abajo, por la calle, un carro deambulaba tirado por una acémila cuyas herraduras castigaban suavemente los adoquines…
            Y en eso, se despertó el Infierno.  Las sirenas de alarma, situadas en el Mercado y en la Fábrica de Tabacos, vomitaban su largo ulular siniestro.
            -¡La pava, la pava, que viene la pava! – oí voces en el exterior y, a la vez, un lejano rumor de motores que rasgó la atmósfera, como si fuera un remoto visillo que se descorriese.
            No encontré las zapatillas y me apresuré a bajar, descalzo, por la escalera atestada de vecinos en ropa de dormir, que pugnaban por alcanzar el portal. Y después, entre empujones y codazos, salí corriendo calle arriba, camino del refugio antiaéreo, a cuya puerta se arremolinaban los que intentaban ponerse a salvo.
            El ruido de motores se hizo más fuerte, casi ensordecedor, mientras descendíamos a trompicones los escalones empinadísimos. Era una bajada enloquecida, plagada de resbalones, caídas de gente mayor, desfallecimientos de embarazadas, llantos infantiles y gritos en demanda de auxilio.
            Pronto el refugio estuvo lleno de gente asustada que se apretujaba intentando dejar sitio a los rezagados. Y comenzaron a oírse las explosiones, cada vez más próximas. Las paredes temblaban y las luces parpadeaban mientras el estruendo colmaba nuestros cerebros, inermes ante el miedo.
            Entonces se fue la luz, mientras yo sentía en mis pies desnudos un líquido caliente que parecía derramarse desde las cercanas escaleras. Pensé que era aceite de alguna maquinaria reventada por la terrible y cercana última explosión; pero cuando volvió a encenderse el brillo mortecino de las bombillas que no se habían fundido, comprobé que el fluido que venía de la entrada era rojo y oscuro.
            Cuando algún tiempo después volvieron a sonar las sirenas, anunciando el cese de la alarma, y todos, lentamente, fuimos ascendiendo los peldaños manchados de sangre, tuvimos que sortear varios cadáveres de personas que habían muerto a la puerta, a donde habían llegado, quizá, demasiado tarde.
            Horrorizado y confuso volví a casa, me apresuré a lavarme los pies concienzudamente y regresé a la cama. “Esta noche ya no volverán”, me dije. Y de nuevo experimenté el silencio. Aunque esta vez no se adivinaba el consolador “cri-cri” de los grillos, ni los quedos pasos de una acémila que tirase de un carro. El silencio, esta vez, era sólido, negro, total, como el silencio de la muerte.

                                                                     Miguel Ángel Pérez Oca.

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