miércoles, 12 de julio de 2017

AGONÍA MÁS ALLÁ DEL TIEMPO.




El tema del pasado lunes era "La Agonía", y yo aporté este trabajo que espero os interese por su auténtico valor histórico:

AGONÍA MÁS ALLÁ DEL TIEMPO.
            Del cielo cae un agua mansa que llena de reflejos las grúas contrahechas y los restos de los tinglados del puerto de Alicante. Bajo una precaria techumbre rota por mil sitios, agoniza el viejo comandante. Nadie puede ya curar sus terribles heridas. Su vida se apaga lentamente; aunque ya no parece sufrir. A veces abre los ojos y mira de soslayo a su alrededor. La República entera agoniza con él y un sopor general, un triste desánimo, encorva los cuerpos de sus acompañantes, malolientes, sucios, harapientos, embutidos en los vestigios de uniformes que un día fueron de color caqui. De vez en cuando, un desganado compañero caritativo se le acerca, le dice unas palabras de consuelo y le humedece los labios con un trapo mojado. Nadie puede hacer nada más por él. Y él lo sabe, sabe que se muere, pero ya no le importa. Un suave sopor, una especie de cómodo abandono se va apoderando de su cuerpo y de su mente. Agoniza desde hace siglos, o solo un momento eterno. En realidad, el tiempo ha perdido su significado. Su transcurso carece de sentido en esa situación eternizada. Ya es tarde para que el viejo comandante comprenda sutilezas filosóficas como las que un pensador familiarizado con las modernísimas teorías de Einstein o de Böhr elaboraría acerca del tiempo como dimensión de un tetradimensional superespacio físico… o metafísico. Aunque hace tan solo unas semanas, en el frente, una animada conversación con el comisario político del Regimiento, un intelectual profesor de Física, le abrió la conciencia a ideas que hoy le resultan extrañas, pero, de alguna manera, consoladoras.
            -El tiempo no existe, camarada comandante – le decía entonces el comisario, con un vaso de vino tinto en la mano.
            Fue capturado por los facciosos durante el combate siguiente, mientras trataba de proteger la retirada de sus compañeros. A estas alturas, seguramente, ya lo habrán fusilado. Los dos han quedado fuera de combate, capturado uno, herido mortal el otro.
            El viejo comandante ha estado a punto de ser subido al vapor Stanbrook, hace dos días, pero a última hora sus compañeros decidieron sustituir su incómoda camilla por tres plazas de refugiados. Al fin y al cabo, él estaba ya muriéndose sin remedio. Y no le supo mal. Prefiere morirse en paz sobre el suelo firme, bajo la precaria techumbre del destruido tinglado, oyendo caer la lluvia mansa.
            Se oyen voces al amanecer. Hay que rendirse, dice alguno, mientras otros cargan sus pistolas para defenderse o para suicidarse. Hay que desprenderse de gorras e insignias, porque al oficial que capturen lo van a fusilar. En lo alto de una maltrecha grúa todavía ondea una bandera republicana. Nadie tiene ánimos para descolgarla y tirarla al mar, y allí queda, flotando sola al viento, con la única compañía del viejo y moribundo comandante, mientras los demás se van levantando y se dirigen lentamente hacia la salida del puerto, donde les esperan los carceleros y los verdugos. Y una triste sonrisa se dibuja en la arrugada boca del moribundo. Muchos de esos jóvenes fuertes y, hasta hace pocos días, animosos van a morir antes que él.
            Suenan algunos disparos de arma corta. Son los suicidas que prefieren hacer mutis antes que caer en manos de sus asesinos. Y el muelle queda abandonado a su suerte, con la ajada bandera republicana ondeando todavía sobre la sedente figura del viejo comandante moribundo.
            Llegan soldados con uniforme nuevo. Son los que se llaman a sí mismos nacionales, como si los republicanos no tuvieran también una nación.

            -¡Esa bandera, hay que quitarla de ahí! – grita un sargento de voz aguardentosa. Y varios soldados se encaraman a los hierros retorcidos y arrancan la postrera insignia republicana, que luego quemarán con las otras capturadas entre los restos del castigado puerto. La República ha muerto antes que el viejo comandante, que todavía agoniza, más allá del tiempo, bajo la lluvia mansa.                           
                                                                                      Miguel Ángel Pérez Oca.

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