El tema de la Tertulia de ayer era muy complejo, nada menos que "La belleza de un rubio de ojos azules no tiene parangón" (?). Y a mí no se me ocurrió otra narración que esta:
COLETTE Y LOS RUBIOS DE OJOS AZULES.
Colette era
una chica menuda, morena y pizpireta que perdía el oremus en presencia de los
hombres rubios. “Es que la belleza de un rubio de ojos azules no tiene
parangón”, se excusaba cuando sus amigas le criticaban su debilidad erótica.
Así que cuando los alemanes ocuparon París, Colette sintió que el paraíso había
llegado para ella. Le pasó como cuando un niño entra en una pastelería y no
sabe qué dulce escoger, o cuando un entusiasta del Arte y la Historia llega a
Florencia y cae víctima del Síndrome de Stendhal, con sus correspondientes
palpitaciones y mareos. Porque a Colette le daban palpitaciones cuando se veía
ante uno de aquellos hombretones de raza aria, con sus ojos clarísimos, su
ondulante cabellera rubia y su elegante uniforme. Y en vano sus amigos y
familiares le reprocharon que fraternizase con el invasor. Ella contestaba que
no entendía de política y que prefería entender de hombres y de amor.
Otto fue el
colmo de su pasión germanófila. A aquel hombre no se le podía decir que no.
Bueno… a los otros rubios tampoco, pero es que Otto, Otto era el prototipo, el
arquetipo y el tipo ideal de hombre germano. Parecía que se había escapado de
una ópera de Wagner, y su voz profunda y convincente era como las notas de la
flauta del músico de Hamelin, irresistible. La flauta… bueno, de eso Colette no
hablaba, pero se la veía tan satisfecha
y sonriente que todos suponían que el concierto era de su agrado.
Sin embargo,
una noche aciaga, después de hacer el amor no sé cuántas veces, Otto, mientras
encendía su cigarrillo post coito y le ofrecía una caladita a Colette, le dijo
con su fuerte acento teutón: “Oye, Colette, yo me llamo Otto Müller, pero no sé
cuál es tu apellido”. Y ella le contestó con ingenua naturalidad: “Me llamo
Colette Herzog”. El repeluzno que se apoderó del musculoso cuerpo de Otto,
alarmó a Colette. “Pero tú… eres católica, ¿verdad?”. “Pues claro”, contestó
Colette con cierta prevención. “Pero tu apellido es judío”, dijo él, alarmado.
“Bueno, es que soy adoptada. Mis padres murieron cuando yo era pequeñita, en un
accidente, y me adoptaron los Dupont, que no quisieron cambiarme el apellido
por respeto a la memoria de mis padres verdaderos”. Y Colette vio con asombro
cómo Otto se vestía a toda prisa y se marchaba sin despedirse.
Poco después,
una patrulla de las SS, comandada por el rubio Otto, arrestó a Colette en su
domicilio. Rápidamente, la llevaron a la estación del ferrocarril con un montón
de familias judías y, tras un terrible y larguísimo periplo, ingresó en un
campo de concentración polaco, llamado Auschwitz. A pesar de todo, Colette no
hacía más que pensar en lo guapo que estaba Otto en el andén, mientras con
disimulo movía su mano varonil en señal de despedida. “En el fondo, es un
tímido”, se decía para consolarse.
Al final de la
guerra, Colette fue liberada del campo de la muerte por las tropas rusas, que
no daban crédito al dantesco espectáculo de montañas de cadáveres esqueléticos
desnudos. La chica había envejecido y perdido casi todo el pelo. Pesaba unos 20
kilos. Su piel era de un gris ceniciento. Unas profundas ojeras herían sus
antes tersas mejillas. Sus manos, deformadas por el trabajo, temblaban violentamente.
Se había
pasado tres años, como tres siglos, sacando de las cámaras de gas miles de
cuerpos inertes de sus compañeros de infortunio. Los había llevado después a
los hornos crematorios, tras arrebatarles anillos, prótesis, dientes de oro y
hasta los cabellos, para entregarlos a sus verdugos rubios de ojos azules, siempre
tan elegantes, eficientes y meticulosos en su trabajo asesino. Y había tenido
suerte, porque su fortaleza y su resolución le habían permitido sobrevivir a
duras penas, al borde de la nada.
Después de
pasar un tiempo en un hospital soviético, Colette fue devuelta a su París de antaño.
Se había repuesto físicamente y volvió a ser una mujer con cierto atractivo…
Pero ya nunca pudo evitar que, cuando un rubio de ojos azules se le insinuaba,
tuviera que ir corriendo a vomitar al lavabo.
2 comentarios:
A Hitler y a FRanco también les gustaban los rubios. Cosas de la vida.
Eusebiet d´Alacant
Y si te cuento a que rubio le gustaban morenos y poetas....te cagas. Lo malo no es eso si no la hipocresía sobre gustos y lo oculto del tema.
Eusebiet
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