El tema de la tertulia de ayer era "Selva" y yo recordé mi estancia en la selva boliviana y escribí el trabajo que ahora os pongo en este blog. Espero que os guste.
EL REY DE LA SELVA.
Una vez fui a Bolivia y recorrí
la selva del Mamoré, subafluente del Amazonas en la región del Beni. Los ríos,
las charcas y la jungla forman allí un laberinto de vida y de muerte. Las
pirañas y los caimanes son los depredadores que se nutren de peces y de
mamíferos que se acercan a beber a las orillas. Las capibaras -especie de ratas
gigantes-los delfines ciegos de color rosa, los monos de cola prensil, los
papagayos y otros extraños bichos más o menos peligrosos pululan por todas
partes, en medio de la intrincada masa forestal por donde discurren hormigas
bravas, de dolorosa picadura, bajo un cielo que, al atardecer, se cubre de
mosquitos sedientos de sangre. A un amigo, un pequeño insecto volador le
arrancó un bocado de pantorrilla de donde salía la sangre a borbotones; y a
nuestro guía, un minúsculo pero bien armado pececillo le atravesó el dedo
pulgar, desde la yema hasta la uña, mientras se lavaba las manos. Esa es la
selva.
En medio de tanta
espesura, rodeado de árboles gigantescos, se alza, soberbio, un palacio
inesperado. Hoy es la Academia de Guardiamarinas de Bolivia, país que no tiene costa,
pero cuya intrincada red de ríos selváticos justifica una marina de guerra
compuesta por patrulleras que guardan sus fronteras con los estados vecinos.
El origen de
esa mansión descabellada tiene una historia tremebunda que nuestro guía nativo
nos contó en voz baja, como temeroso de que los espectros de los allí asesinados
pudieran castigar su indiscreción.
El
palacio, traído piedra a piedra de los lejanos Andes, fue la residencia del amo
Pacheco, llamado “el Rey del Beni”, un terrateniente riquísimo, señor de una
finca tan grande como una provincia europea, donde incluso se acuñaba moneda de
oro a su nombre. Necesitado de mano de obra en sus plantaciones de caucho, y una
vez que hubo explotado hasta la
extenuación a las tribus locales, marchaba de vez en cuando a Santa Cruz de la
Sierra, ciudad populosa del llano fértil del sur del país, y allí despilfarraba
sus monedas de oro, prometiendo grandes ganancias a quien se fuera con él a sus
tierras. Pero, una vez que la caravana llegaba al Beni, los capataces sometían
a los recién llegados y los convertían en esclavos. Las enfermedades, el
agotamiento y los castigos inhumanos iban diezmando a aquella desgraciada
población, cuyas defunciones eran suplidas por nuevos incautos que el amo traía
de las tabernas de Santa Cruz de la Sierra.
Pacheco
estaba casado con una señora europea muy digna y elegante, que le había dado un
hijo en cuya adolescencia ya empezaba a emular a su padre en crueldad y
despotismo. Y aunque era hijo único, tenía más de 50 hermanos, puesto que el amo
se llevaba a su lecho a todas las indias hermosas que capturaba en sus
correrías. Después, cuando se hacían viejas o dejaban de satisfacerle, las
abandonaba en la selva, y si osaban volver a la mansión las echaba a los
caimanes o las pirañas para que las devorasen. Y ese fue el fin de muchas de
ellas. En cuanto a los hijos mestizos del amo, no recibían ningún trato de
favor, sino que pasaban a engrosar la nómina esclava.
Este
régimen insoportable se prolongó durante años, hasta que los bastardos fueron
tantos que pudieron coaligarse contra el amo y, en una noche sangrienta, dieron
muerte a los capataces, capturaron a Pacheco, a su remilgada esposa y a su hijo
despótico y los acuchillaron en brazos y piernas, para que sangrasen antes de
echarlos a las pirañas. Después, cada cual se marchó a su tribu, al fin
liberada, mientras los cautivos santacruceños regresaban a su ciudad, tras
saquear la finca que quedó abandonada hasta que el Estado la convirtió en
Academia Naval.
Al
pasar por el río ante el sombrío palacio, sentí el repeluzno de un fugaz y
helado contacto en mi espalda, tal como si los fantasmas de los masacrados en
aquella tierra maldita quisieran reclamar mi atención, para que no olvidase
nunca la tiranía y los crímenes que un día tiñeron de rojo las aguas del
Mamoré, en el corazón del Beni.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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