El tema de la Tertulia de ayer era "Papel de Estraza" y mi participación fue el relato que pongo en este blog, y el poema que hay a continuación. Espero que os gusten:
PAPEL DE ESTRAZA.
El
papel de estraza, del que ya no se ve, basto y amarillento, en los viejos
colmados, me evoca una etapa muy temprana de mi vida, cuando yo era niño, en
los años cincuenta, en una posguerra agridulce donde la pobreza, los malos recuerdos
y los privilegios vergonzantes formaban a mi alrededor una trabazón de pasiones
contenidas, olvidos voluntarios y miedos inconcretos que los mayores trataban
de disimular.
Yo
vivía con mis padres, mi hermanito y mi abuela en una planta baja con un patio interior donde la familia criaba
gallinas y conejos para el sustento diario. No teníamos cuarto de baño, sino un
retrete en el patio, que un día amplió mi padre con un desagüe y un bidón con grifo
de regadera, colgado del techo, que hacía de ducha y que mi madre llenaba con
ollas de agua caliente cuando nos aseábamos los domingos.
Enfrente
de nuestra casa estaba la tienda del tío Vicente, con sus sacos de garbanzos,
judías, arroz y frutos secos, sus botes de especias y sobrecitos de Salsafrán
con estampitas de “El Rayo de la Muerte”, sus latas de atún y sus garrafas de
aceite. El tío Vicente tenía una rara habilidad para hacer cucuruchos de papel
de estraza donde introducía los productos, tras pesarlos en una vieja balanza
con pesas de hierro negro.
En las otras
dos esquinas del cruce había una casa de comidas, de Lúcas, un madrileño
desterrado, y una mercería cuya dueña cogía puntos de media. Arriba de la
mercería vivían las estiradas hermanas de un jerarca del Movimiento; y sobre la
casa de comidas, un militar medio loco se dedicaba a criar palomos. Afirmaban
las malas lenguas que una vez, en la procesión del Corpus, el capitán llevaba
una cagada de ave sobre una de sus medallas; pero a lo mejor era un bulo urdido
por los derrotados.
Calle abajo,
junto a la tienda del tío Vicente, tenía una barbería su yerno, antiguo
sargento de la Guardia de Asalto; y en el piso de arriba vivía un policía
nacional. A veces veía al ex guardia republicano pasando la navaja barbera por
el cuello del policía franquista. Y más adelante estaba la Lonja de Verduras,
con sus rejas todavía maltrechas por la metralla de los bombardeos; y enfrente
una posada donde recalaban los carros que transportaban los comestibles y el
vino, y en cuyo patio herraban a los caballos. Calle arriba, varias viviendas modestas,
el taller de un relojero al que la guerra
había quitado una pierna y, a ambos lados de la calzada, un convento de
frailes y otro de monjas que, según decían, estaban unidos bajo tierra por un
misterioso pasadizo.
El personaje
más interesante del entorno era el señor Parodi, amigo del tío Vicente y antiguo
alto funcionario represaliado y sentenciado a muerte, que fue indultado a
última hora porque su hijo mayor se alistó en la División Azul para salvarlo y
volvió de Rusia hecho un héroe del Glorioso Movimiento Nacional. El señor
Parodi, que no quería saber nada de su hijo, se ganaba la vida de recadero,
empujando un carrito de mano en el que llevaba sacos de mercancías para las
tiendas de la ciudad. Decían de él que era un putero, que se pasaba la vida en
un prostíbulo de la calle Álvarez, con una antigua colega suya del Ayuntamiento
republicano, represaliada como él y prostituida.
-Mira, Vicente
- le escuché decir una vez - yo soy viudo y no tengo que dar cuentas a nadie. Además,
esas putas son buenas mujeres que han tenido mala suerte… y alguna de ellas ha
sido anarquista, como yo. Así que yo disfruto y, de paso, las ayudo.
Un día corrió
la noticia de que el señor Parodi se había muerto de repente en la casa de
putas y que su hijo, el falangista, andaba muy avergonzado porque no había
conseguido que le quitaran a su padre la amplia sonrisa de gozo con la que
había expirado. Incluso se decía que tampoco pudieron disimular su pertinaz
erección.
Esa tarde, al
ir a comprar garbanzos para mi abuela, el tío Vicente, después de meter las
legumbres en su cucurucho de papel de estraza, puso en mi mano un generoso
puñado de caramelos de malvavisco.
-Pren, xiquet -
me dijo -, de part del senyor Parodi.
PAPEL DE ESTRAZA.
Papel de estraza, pardo y rugoso,
que envolvías garbanzos, arroz y habichuelas,
me traes a la mente cuando era un mocoso
y hacía recados para nuestra abuela.
La “Yaya” guisaba un magro puchero
con olla de barro, cucharón de alpaca,
o en el patio a leña, un arroz obrero:
coliflor, ajetes, bacalao y patata.
Yo corría la calle, con críos y perros,
lejos de una guerra ya finiquitada,
aunque tras las puertas, silencios de hierro
vivían tragedias muy bien recordadas.
El miedo y la sangre aún daban su fruto.
Pero yo era un niño y eso lo ignoraba.
Entonces, la abuela, vestida de luto,
a voces y gestos, así me llamaba:
¡Miguelííín!
Toma dos pesetas y vete corriendo.
Compra de la tienda que hay en la plaza,
un kilo de arroz…¡Que el caldo está hirviendo!
Y… ¡No rompas la bolsa de papel de estraza!
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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