En la Tertulia de la Bodega Adolfo de ayer teníamos que escribir sobre "El Paraíso" y yo escribí esto que os pongo a continuación y que me salió un tanto marxista. Qué le vamos a hacer, cada cual cree en lo que le da la gana, ¿verdad? Pues eso.
Le iba muy bien aquel nombre,
porque era realmente un lugar paradisíaco, tanto por su paisaje y su clima
deliciosos, como por el carácter de sus nativos. Vivir allí era muy fácil. La
laguna interna de su atolón estaba llena de peces muy sabrosos y nutritivos, y
la frondosa vegetación que crecía en las faldas de su volcán apagado rebosaba
de frutas y verduras silvestres; de modo que el sustento de sus mil habitantes
estaba garantizado. Los paradisianos no llevaban ropa y carecían de los sentidos
del pudor y de la propiedad. No tenían ninguna religión, salvo el respeto y la admiración
más profunda por la
Naturaleza a la que llamaban Gran Madre. Practicaban el sexo
libre y ningún cuerpo pertenecía a nadie en exclusiva. Los niños que nacían
eran hijos de todos y por todos eran cuidados. El fruto del trabajo de los
paradisianos, ya fueran productos artesanos, herramientas, artes de pesca o la
simple recolección o captura de alimentos, se depositaba en una gran choza que
ellos llamaban la Casa Grande ,
y cada uno se llevaba de ella lo que necesitaba. La isla se regía por unas
normas sociales muy sencillas y las decisiones se tomaban en asambleas que se
celebraban frente a la
Casa Grande , y en las cuales todos tenían derecho a voto por
igual: hombres, mujeres y niños. El único delito reconocido por los
paradisianos era la insolidaridad, y el castigo a esa actitud era la expulsión
del culpable al lejano continente. Aquella gente era muy feliz.
Pero un día ocurrió la desgracia.
Un gigantesco barco de tres palos apareció una madrugada varado en los
arrecifes. Sus tripulantes habían intentado llegar a la costa a nado y se
habían ahogado todos. A bordo se hallaron varios cofres llenos de unos pequeños
discos metálicos de color amarillo brillante. Los contaron y vieron que había
un millón; así que los repartieron entre todos los vecinos, tocando a mil
disquitos cada uno; y ahí empezaron las tribulaciones. El orden perfecto se
había roto.
Hubo quien, para librarse de la
molestia de perder la mañana pescando para todos, cambió con otro vecino algunos
de aquellos disquitos por un pescado. Otros compraron fruta por el mismo
procedimiento, o una hamaca, o un cuchillo de obsidiana. Y pronto surgieron los
que se mostraron muy hábiles en el arte de atesorar disquitos, comprando y
vendiendo cosas a diferentes precios. Alguno se quedó enseguida sin capital y,
dado que la Casa Grande
estaba vacía de productos, tuvo que pescar o recolectar frutos para los que ya
empezaban a ser ricos. Y de este modo, en la isla Paraíso empezó a haber obreros
y patronos. Un día, los hombres ricos celebraron una asamblea privada donde
acordaron legislar un código cuyo cumplimiento impondrían a toda la población.
Estos eran sus preceptos: El gobierno de la isla lo ejercería un Consejo,
presidido por el más rico en nombre de la Gran
Madre , que pasaría a llamarse Gran Padre. Las mujeres serían
propiedad del hombre que las comprase en subasta – así que los más ricos
poseerían muchas mujeres hermosas -. Los hombres y las mujeres deberían ir
vestidos. No se permitiría el sexo libre, sino que se practicaría solo en el
seno familiar. Cada padre daría su apellido a los hijos varones, que heredarían
sus propiedades. Los bienes se comprarían y venderían en un mercado instalado
en la Casa Grande.
Para pescar, recolectar y vender habría que pagar una licencia al Consejo. Y
para guardar el nuevo orden se contrataría a los hombres más forzudos y violentos,
que impondrían estas normas a todos los súbditos. Los castigos serían de azotes
o de horca, según los delitos.
Al cabo de unos años, los ricos
eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. En una isla llena de
alimentos había quien se moría de hambre, y los guardias reprimían cualquier
protesta. El descontento de los miserables con la casta dominante fue creciendo;
hasta que un día se rebelaron y, tras una sangrienta batalla contra los guardianes
del orden, capturaron a todos los ricos y los echaron al mar, junto con sus
disquitos metálicos. El código fue abolido y se regresó a las viejas y sanas costumbres.
Y así fue como Paraíso volvió a
ser libre y digna de su nombre.
M. Á. Pérez Oca.
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