martes, 30 de septiembre de 2014

TODA LA CULPA LA TIENE EL PUTO DINERO.




En la Tertulia de la Bodega Adolfo de ayer teníamos que escribir sobre "El Paraíso" y yo escribí esto que os pongo a continuación y que me salió un tanto marxista. Qué le vamos a hacer, cada cual cree en lo que le da la gana, ¿verdad? Pues eso.

LA ISLA PARAÍSO.
Le iba muy bien aquel nombre, porque era realmente un lugar paradisíaco, tanto por su paisaje y su clima deliciosos, como por el carácter de sus nativos. Vivir allí era muy fácil. La laguna interna de su atolón estaba llena de peces muy sabrosos y nutritivos, y la frondosa vegetación que crecía en las faldas de su volcán apagado rebosaba de frutas y verduras silvestres; de modo que el sustento de sus mil habitantes estaba garantizado. Los paradisianos no llevaban ropa y carecían de los sentidos del pudor y de la propiedad. No tenían ninguna religión, salvo el respeto y la admiración más profunda por la Naturaleza a la que llamaban Gran Madre. Practicaban el sexo libre y ningún cuerpo pertenecía a nadie en exclusiva. Los niños que nacían eran hijos de todos y por todos eran cuidados. El fruto del trabajo de los paradisianos, ya fueran productos artesanos, herramientas, artes de pesca o la simple recolección o captura de alimentos, se depositaba en una gran choza que ellos llamaban la Casa Grande, y cada uno se llevaba de ella lo que necesitaba. La isla se regía por unas normas sociales muy sencillas y las decisiones se tomaban en asambleas que se celebraban frente a la Casa Grande, y en las cuales todos tenían derecho a voto por igual: hombres, mujeres y niños. El único delito reconocido por los paradisianos era la insolidaridad, y el castigo a esa actitud era la expulsión del culpable al lejano continente. Aquella gente era muy feliz.
Pero un día ocurrió la desgracia. Un gigantesco barco de tres palos apareció una madrugada varado en los arrecifes. Sus tripulantes habían intentado llegar a la costa a nado y se habían ahogado todos. A bordo se hallaron varios cofres llenos de unos pequeños discos metálicos de color amarillo brillante. Los contaron y vieron que había un millón; así que los repartieron entre todos los vecinos, tocando a mil disquitos cada uno; y ahí empezaron las tribulaciones. El orden perfecto se había roto.
Hubo quien, para librarse de la molestia de perder la mañana pescando para todos, cambió con otro vecino algunos de aquellos disquitos por un pescado. Otros compraron fruta por el mismo procedimiento, o una hamaca, o un cuchillo de obsidiana. Y pronto surgieron los que se mostraron muy hábiles en el arte de atesorar disquitos, comprando y vendiendo cosas a diferentes precios. Alguno se quedó enseguida sin capital y, dado que la Casa Grande estaba vacía de productos, tuvo que pescar o recolectar frutos para los que ya empezaban a ser ricos. Y de este modo, en la isla Paraíso empezó a haber obreros y patronos. Un día, los hombres ricos celebraron una asamblea privada donde acordaron legislar un código cuyo cumplimiento impondrían a toda la población. Estos eran sus preceptos: El gobierno de la isla lo ejercería un Consejo, presidido por el más rico en nombre de la Gran Madre, que pasaría a llamarse Gran Padre. Las mujeres serían propiedad del hombre que las comprase en subasta – así que los más ricos poseerían muchas mujeres hermosas -. Los hombres y las mujeres deberían ir vestidos. No se permitiría el sexo libre, sino que se practicaría solo en el seno familiar. Cada padre daría su apellido a los hijos varones, que heredarían sus propiedades. Los bienes se comprarían y venderían en un mercado instalado en la Casa Grande. Para pescar, recolectar y vender habría que pagar una licencia al Consejo. Y para guardar el nuevo orden se contrataría a los hombres más forzudos y violentos, que impondrían estas normas a todos los súbditos. Los castigos serían de azotes o de horca, según los delitos.
Al cabo de unos años, los ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. En una isla llena de alimentos había quien se moría de hambre, y los guardias reprimían cualquier protesta. El descontento de los miserables con la casta dominante fue creciendo; hasta que un día se rebelaron y, tras una sangrienta batalla contra los guardianes del orden, capturaron a todos los ricos y los echaron al mar, junto con sus disquitos metálicos. El código fue abolido y se regresó a las viejas y sanas costumbres.

Y así fue como Paraíso volvió a ser libre y digna de su nombre.           
                                                                                                    M. Á. Pérez Oca.

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