Bueno, pues ya hemos empezado el año. Yo sigo peleando por publicar mi libro "ALICANTE, biografía de una ciudad", aunque las instancias oficiales me dicen que tienen dificultades económicas por eso de la Crisis. Será verdad, no quiero pensar mal. Pero ese libro tiene que salir, porque hace falta para que la gente de aquí conozca su propia biografía colectiva, y porque este momento de transición hacia no sabemos dónde es el más indicado para hacer una buena recapitulación de nuestra historia local; no sea que alguien sienta la tentación de predicarnos el "borrón y cuenta nueva". Que la memoria nos hace mucha falta para que no nos tomen el pelo por enésima vez, ¿verdad?
Ahora os voy a poner la última narración que he presentado en la Tertulia de la Bodega Adolfo que, por cierto, ya no celebramos en la Bodega Adolfo sino en el Hotel Aba Centrum.
Este de ayer es un cuento un tanto desvergonzado que nos presenta dos mundos, el de encima de la mesa de un banquete muy convencional, y el de debajo de la mesa, donde se desatan las pasiones. Es una crítica a la hipocresía y la doble moral.
A ver si os gusta... y no os escandaliza demasiado.
UN VOLCÁN BAJO LA MESA.
El
sabor añejo del Oporto y del Fondillón de Alicante era el único placer no
británico que se permitía sobre los manteles en los banquetes que lord Mordecay
Leavit-Brunswick de la Rivera
daba ocasionalmente en su mansión campestre. Solían ser las cenas que seguían a
los agitados días de la caza del zorro, a las que acudía lo más granado de la
sociedad de Nottingham. Clérigos de alta alcurnia, militares distinguidos,
aristócratas de sangre tan añeja como los vinos del postre y algún nuevo rico de la industria, devenido vizconde
o barón mediante la compra del título a alguna familia venida a menos, se
diputaban la gloria de ser los más británicos de todos los británicos
presentes. La flema, las buenas maneras a la vez relajadas y severas en un
alarde exquisito de equilibrio, las frases ingeniosas más insinuantes que
explícitas, los chistes ingeniosos y la cortesía y finura más extremas revoloteaban
sobre los manteles inmaculados y las cuberterías y vajillas colocadas en
perfecto orden geométrico.
Smith,
el mayordomo, controlaba a los sirvientes con la maestría de un director de
orquesta, con su inalterable sonrisa artificialmente amable, en cuyas comisuras
un observador muy avisado quizá hubiera podido adivinar un cierto aire cáustico,
quizá de rechazo irónico. Y es que Smith lo sabía todo, absolutamente todo;
aunque su profesionalidad y su proverbial discreción hacían que se guardase
para él solo todos los secretos que, como bestias salvajes, se agazapaban bajo la
mesa.
Smith
sabía muy bien que, si fingía agacharse a recoger alguna pieza de cubertería
caída accidentalmente al suelo alfombrado, podría haber sorprendido en plena
acción a las pantorrillas del obispo Pibody y de milady Leavit-Brunswick de la Rivera frotándose
frenéticamente e, incluso, enroscándose la una a la otra en un acto de
desesperada lujuria. Junto a ellos, el coronel Mc Robert sufriría una dolorosa
erección en su ajustado pantalón militar cada vez que cruzara su mirada con
miss Tolkien-Brauning, hija del marqués de Tolkien-Brauning, que se ruborizaba al
recordar el revolcón que tras unos setos se había dado con el militar unas
horas antes; y más aún si hacía planes para la tórrida noche que iba a disfrutar
si el aguerrido jefe de húsares se colaba en su habitación y en su cama en
cuanto acabase el ágape. Las hermanas
Braun de la Belle Maisón ,
hijas de mister Braun etcétera, nuevo rico de la industria minera de Cornualles
y Vizconde de la Belle Maisón
por adquisición reciente – buenas libras que le había costado -, estaban
sentadas a ambos lados de lord Westley, un jovencísimo poeta y hermosísismo
efebo de lacias greñas rubias estratégicamente despeinadas. El rostro del joven
se congestionaba por momentos, aunque se esforzaba por mantener la compostura,
mientras sus dos jóvenes acompañantes lo masturbaban disimuladamente, por turnos,
deseosas de celebrar con él otro trío erótico como el que habían culminado la
noche anterior. En cuanto al jovencito Jeremy Blaiton, futuro Barón de Chitpunkake,
que había venido en representación de su anciano padre, prefería dirigir su
atención a las sirvientas, todas ellas mozas robustas y, seguramente,
complacientes, con el fin de indicarle al mayordomo Smith cuál de ellas
prefería para que pasara después a sus aposentos, donde pensaba compartirla con
algún criado igualmente fornido y complaciente. Hizo una disimulada indicación
con la vista y el solícito mayordomo asintió con un gesto apenas perceptible,
cerrando el trato.
Sobre el
mantel, la alta sociedad victoriana se mostraba en todo su esplendor, con sus
maneras comedidas y elegantes, mientras bajo la mesa anidaba un volcán a punto
de estallar con sus vapores piroplásticos. Más les hubiera valido a los
comensales echar la mesa por el gran ventanal con vistas al jardín, quedarse
todos en pelota e iniciar de inmediato la orgía salvaje que todos anhelaban.
Pero eso, por supuesto, no era lo indicado. Así que, de momento, el sabor añejo
del Oporto y del Fondillón era el único placer reconocido en la cena de lord Mordekay. Miguel Ángel Pérez Oca.
Por cierto, que el mes pasado me olvidé de poneros mi relato anterior, que se llama "El huevo indivisile a la luz de una vela" (el tema era : "La luz de las velas") y trata de lo que podéis leer a continuación:
Por cierto, que el mes pasado me olvidé de poneros mi relato anterior, que se llama "El huevo indivisile a la luz de una vela" (el tema era : "La luz de las velas") y trata de lo que podéis leer a continuación:
EL HUEVO INDIVISIBLE, A LA LUZ DE UNA
VELA.
La
luz temblorosa de una única vela cubría de confusas luces y sombras las
desconchadas paredes del cuchitril. En su centro, una desvencijada mesa servía
de peana a un único plato ocupado por un huevo frito y a unos mendrugos de pan
oscuro. A su alrededor, la mujer prematuramente envejecida, que un día fuera
hermosa y optimista, y dos niñas rubias de pelo crespo y rostros pecosos y
pálidos, miraban con pesadumbre la que iba a ser su magra cena. No había ningún
hombre en casa, se había marchado tiempo
atrás, cuando comenzaron los tiempos de la infamia que muchos llaman crisis.
-No
hay nada más para cenar esta noche – decía la madre en voz baja, avergonzada de
sentirse responsable de la desgracia -. He perdido todo el día buscando trabajo
y no he tenido tiempo ni dinero para comprar comida. Mañana iré a Cáritas, a
ver si os puedo traer algo – y suspiró -. Comeos el huevo entre las dos. Yo me
conformo con un mendrugo.
-No,
mami – dijo la mayor de las niñas, con resolución –, lo dividiremos en tres
partes… Porque si tú te pones enferma, ¿quién cuidará de nosotras?
-Pero…
- intentó argumentar la mujer – un huevo frito no se puede partir en tres
pedazos, porque la yema es líquida y se desparrama… Un huevo frito es indivisible.
-Sí
que se puede repartir, mami, si vamos mojando el pan en la yema, una detrás de
otra, hasta terminarla y, después, la clara, que es sólida, se corta en tres
partes.
Y
así lo hicieron, hasta terminar con el huevo y con el pan.
-Ahora,
vamos a dormir, hijas mías, que mañana será otro día.
-Oye,
mami, ¿por qué han dejado de darnos el almuerzo en el colegio?
-Porque
los políticos necesitan el dinero que cuesta vuestra comida para dárselo a los
banqueros.
En
las palabras de la madre – que no percibía subsidio de paro ni ayuda social de
ninguna clase -, se evidenciaba un rencor infinito a ciertos altos ejecutivos,
de esos que se retiran con pensiones millonarias después de haber arruinado los
negocios de los demás en arriesgadas operaciones especulativas, cegados por la
ambición y la incompetencia.
-¡Malditos
cabrones! – fue su oración de buenas noches.
Y
así podríamos afirmar que un huevo frito solo se puede compartir cuando hay
mucha confianza y cariño entre los comensales; pero que eso no es posible ni
conveniente en un banquete formal, de los que celebra la gente elegante.
A
pocos kilómetros del cuchitril, en un moderno hotel, se celebraba la cena conmemorativa
del tercer aniversario de una sofisticada tertulia literaria. Las mesas
formaban un cuadro alrededor de un centro repleto de velas encendidas, que no
estaban allí para iluminar el comedor minimalista, sino como elemento
decorativo. Entre los sabrosos manjares que se servían antes del plato fuerte,
en bandejas para el picoteo colectivo, había unas cuantas de patatas con jamón,
coronadas, cada una, por un huevo frito. Los que ignoran el secreto del plato
llamado “huevos rotos” no saben que, antes de consumirlo, hay que destrozar el
huevo y desparramar la yema sobre las patatas y el jamón. Así que, ¿quién de esos
ignorantes gastronómicos – tal como yo - se atrevería a cometer la descortesía
de apropiarse de la yema, en perjuicio de sus compañeros?
Cuando
los camareros retiraron las bandejas de los entrantes, una desconsolada yema
ocupaba el centro de alguna de ellas. La cosa habría sido distinta si cada
fuente hubiera estado coronada por tres o cuatro pequeños huevos de codorniz; pero
entonces el plato ya no sería de “huevos rotos”, si no de minúsculos huevos
individuales.
Lo
dicho, que un huevo frito, salvo casos muy excepcionales en cuanto a los
comensales o a alguna original receta gastronómica, es indivisible, por mucho
que esté iluminado por una o por varias velas. Miguel Ángel Pérez Oca.
1 comentario:
Es curioso como la historia se repite. Cuando escribiste el libro sobre el Bombardeo del 25 de mayo el Gil Albert te negó el publicarlo. Sin embargo publicó el infame libro de Luis Capdepon. Lo presentó el conocido Miguel Valor. Ahora pretendes sacar un libro sobre la historia de Alicante y surge el tal Santo Matas, conocido destrozador del Gil Albert en su día y asesor cultural del PP de Alperi, con una conferencia sobre devenires históricos e la Ciudad de Alicante. ¿Mucha casualidad, no?.
Eusebiet el Malpensao.
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