En la última reunión de la Tertulia de la Bodega Adolfo teníamos que escribir sobre le tema de la tentación. Mi trabajo es este que os pongo ahora en el blog. A ver qué os parece.
LA TENTACIÓN DEL
SAMURAI.
La
tentación fue muy fuerte. Rinco Yamamoto estaba ante mí, con su
kimono y su mirada profunda, tan especial. Rinco no es una geisha
como las demás, no es una de esas muñequitas sumisas, de pasitos
cortos y medidos, que jamás osan decir nada que pueda poner en un
aprieto a un varón. Ella es otra cosa, y me lo demostró ayer por la
mañana, junto al vagón del tren que la iba a llevar a Nagasaki.
-Dime
que me quede – me dijo -, y abandonaré mi profesión para ser tuya
para siempre. Tú mismo me quitarás el kimono que nunca más he de
ponerme, y esta noche dormiré en tu casa.
Yo
permanecí callado, luchando por ocultar mis sentimientos, tal como
me impone la severa educación que desde pequeño recibí en el
colegio militar. Soy un caballero samurai y no puedo, ni en sueños,
echarme a llorar de emoción, o gritar de alegría, o... abrazar a mi
amada como, desde lo más hondo de mi ser, el alma pedía
desesperadamente a cada órgano del cuerpo, a cada neurona del
cerebro, a cada fibra del corazón. No podía mostrarme vulgar,
sensible y dichoso. No tenía derecho a caer en la tentación más
maravillosa que me ha brindado nunca la vida. Soy un oficial del
Estado Mayor del Emperador, y ayer llevaba puesto mi uniforme
impecable con la catana al cinto.
Por
fin, pude articular unas palabras pretendidamente serenas.
-No
nos podemos permitir hacer una locura como esa, Rinco. Tú eres la
más distinguida geisha de tu ciudad y yo un capitán del glorioso
Ejército del Emperador. Tenemos obligaciones que cumplir,
profesiones que desempeñar y dignidad que salvaguardar. No debemos
dejarnos caer en la tentación de protagonizar una fuga que, por tu
parte, no sería honorable; ni por la mía, como cómplice y
encubridor. Una geisha solo puede marchar de su honorable
establecimiento con honor, después de haber satisfecho un rescate
cuya cuantía, me temo, no podemos satisfacer ni tú ni yo.
Ella
bajó la mirada, como distrayéndose en la contemplación del vapor
blanco que surgía de la cercana locomotora. Sonó el pito del jefe
de estación Las maletas ya habían sido depositadas en el
departamento de primera clase por un solícito y anciano empleado. No
quedaba más que el adiós.
-Perdóname
– me insistió – por haber intentado vencer tu fortaleza y
comprometer tu honor de militar. Pero he pensado que pronto tendrás
que dar la vida para evitar que los americanos invadan nuestra
patria. No quiero pensar que la guerra está perdida, pero todo
parece indicar que esos extranjeros de ojos cuadrados terminarán por
humillarnos... Y el Emperador tendrá que hacerse el hara-kiri.
Yo
negué con un gesto de indignación y reproche.
-No
digas eso, Rinco, ni te atrevas a pensarlo. Japón está lleno de
hombres como yo que daremos gustosos la vida para que eso no
ocurra...
-Solo
pensé – dijo como para sí - que quizá esta era nuestra última
oportunidad de ser felices, aunque solo fuera por unos días. ¿Sabes
qué me dijo una vez un viejo monje Zen? Me dijo que nunca me
arrepintiera de las cosas que hubiera hecho en la vida, sino de las
que haya dejado de hacer por miedo, por modestia o por un exagerado
sentido del deber o del honor.
Y
yo me cuadré, dando un sonoro taconazo que resonó en todo el andén.
-Yo
te juro, Rinco, que si sobrevivo a esta guerra maldita, si al fin
conseguimos salvar el honor del Emperador, ahorraré el dinero
necesario e iré a Nagasaki para sacarte de la casa de geishas y que
seas mi esposa. Pagaré el precio de tu rescate, cueste lo que
cueste, y ya nunca nos separaremos.
Ella
hizo un ademán que, por un momento, temí que fuera a materializarse
en un abrazo. Pero se contuvo.
-No
te olvides de mí – me dijo, mientras subía la escalerilla del
vagón.
-Eso
sería imposible – le contesté como despedida.
Esta
mañana no he podido pensar en nada que no sea Rinco, allá en
Nagasaki. Me asomo a la ventana de mi habitación y contemplo con
melancolía los tejados de mi ciudad. Hiroshima, en las mañanas de
verano, está llena de suaves aromas vegetales y dulces trinos de
pájaro. Reina una gran paz en el aire. Tan solo se oye el lejano
rumor de un avión que vuela muy alto. Miro mi reloj de pulsera: Son
las ocho y cuarto del día 6 de agosto de 1945.
¡¡¡
...BOOOOOOOOOOMMMMM..........!!!
Miguel Ángel Pérez Oca.
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