FUTURO CONDICIONAL
Saturnino,
como todos nosotros, no sabe si solo hay un futuro inevitable en un universo
mecanicista, o si nuestro hipotético libre albedrío nos facilita un abanico de
múltiples posibilidades, o incluso si infinitos futuros azarosos coexisten como
distintas realidades cuánticas en universos paralelos. El caso es que hace tan solo
unos días imaginaba un futuro muy diferente al que ahora ve ante sí. Pero esto
ya le ha ocurrido otras veces, en cada ocasión en que renunció a algo valioso
para cambiar ilusiones por tranquilidad de conciencia. Así que, en cierto modo,
está acostumbrado.
El
apartamento era un bomboncito con vistas al mar: amplio, cómodo y bonito,
recientemente reformado y con una inmensa terraza sobre el Mediterráneo,
orientada al sur, para una perfecta observación del firmamento con su
telescopio de astrónomo aficionado. Estaba situado en una urbanización que,
salvo la inmensa piscina, era más un parque natural, con bosquecillos de pinos y
macizos de flores silvestres, que cualquiera
de las áreas artificiales cercanas, llenas de jardines cuadriculados, pistas de
tenis y pádel, gimnasios y demás inventos cuya utilidad se le escapaba,
teniendo montañas y playas tan cerca. No se podía pedir más, y a un precio tan
asequible.
Así
que Saturnino se imaginaba el futuro envejeciendo su soledad plácidamente a la
orilla del mar, paseando por las blancas arenas o por las trochas de los
pinares; y por las noches, observando la Luna, los planetas y las estrellas
desde su atalaya.
Pero
en toda belleza hay algún vicio oculto; y el apartamento en cuestión lo tenía,
vaya si lo tenía. Su precio de ganga lo había obtenido en una subasta bancaria “on
line”; así que era fruto de un embargo. Saturnino, hombre comprometido y
progresista, manifestante contumaz contra los desahucios, había caído en la
tentación de adquirirlo por un medio que consideraba innoble. Aunque se
justificaba pensando que la urbanización fue promovida, en su día, por una
cooperativa de altos funcionarios de un ministerio franquista; así que se
consideraba moralmente por encima de aquellos abuelitos fascistas de finos
bigotes y opiniones trasnochadas que pululaban por la zona todos los veranos. Y
así se imaginaba, quizá gratuitamente, a los antiguos dueños del que iba a ser
su hogar: veraneantes ricos venidos a menos. Sin embargo, cuando fue a ver el
pisito, antes de pujar, ya le había alarmado la mirada hostil de una joven
vecina de al lado. Y el día en que ganó la subasta encontró en Internet, casi
por casualidad, un anuncio olvidado en la red en el que, unos meses antes, el anterior
propietario aún pretendía venderlo a un precio más justo, advirtiendo que tenía
una hipoteca por 30 años que se comprometía a liquidar. Y a Saturnino no le
cuadró esta carga con una persona mayor. Una deuda así solo es propia de gente
joven, con un largo futuro por delante. Así que se sintió inquieto, en cierto
modo temeroso de estar comprando objetos robados o, mejor dicho, usurpados por
la banca depredadora. Esa noche se despertó sobresaltado por una pesadilla en
la que el desposeído dueño lo esperaba, oculto en la galería de acceso, para
lanzarlo al vacío desde la novena planta. Y ya no pudo resistir la tentación de
volver a la urbanización y llamar a la puerta de la vecina de mirada rencorosa.
-Dígame,
señora, ¿conocía usted a los vecinos de al lado? – y ella asintió con la cabeza,
adoptando un rictus de desprecio.
-¿Y
eran buena gente?
-Eran
una pareja muy joven y simpática, con dos críos, que vivía aquí todo el año.
Pero un día la empresa donde trabajaban los despidió y se quedaron en la ruina.
Se fueron de esta casa con lágrimas en los ojos…- y le dio con la puerta en las
narices.
Saturnino
supo lo que tenía que hacer. Llamó al banco y les presentó su renuncia al
apartamento. Se volvió a su vieja y entrañable casa, se olvidó de un futuro que
solo había sido condicional por unos días y sintió en lo más hondo de su alma,
como otras veces, el fresco aliento de la conciencia tranquila.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
ANDRÓMEDA.
Más allá del horizonte vertical de la noche,
más allá de las últimas estrellas,
una confusa mancha blanquecina,
se insinúa en el terciopelo negro de los cielos.
De siempre, el hombre sospechó que un misterio muy
profundo
anidaba en la borrosa nube de Andrómeda.
Y hoy sabemos que ese polvo tan lejano
es la imagen de otra Vía Láctea espiral llena de
mundos.
Que son estrellas las partículas de lo que percibimos.
Que son luces que alumbran otras tierras
en cien mil millones de sistemas planetarios,
cuya luz partió de allí hace miles de milenios,
cuando el hombre de aquí no era aún un ser erguido.
Cuando el hombre de aquí no tenía nombre…
Miro a Andrómeda con mi telescopio,
y me siento tan pequeño...
La miro y pienso que, inevitablemente,
del otro lado de las lentes,
lejos, muy lejos,
algo, parecido a un ojo,
me está devolviendo la mirada.
Que alguien o algo dirige hacia mí su vista inquieta,
tal como yo hago con él, o con ella, o con ello.
Tal como yo lo miro, tratando de imaginar
sus inimaginables formas, su impensable pensamiento…
¡Y un escalofrío recorre mi espalda!
Miguel Ángel Pérez Oca.
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