Eclipse total del 11-8-1999, desde Szejed (Hungría).
Eclipse parcial del 4-1-2011 desde la Playa de San Juan. Fotografía de mi yerno Toni Soler.
El tema de la Tertulia del próximo lunes era "Duración". Como yo no podré asistir por estar en Madrid firmando mi libro, publico ya mi trabajo. Es un relato autobiográfico qu espero os guste:
LA GLORIA TIENE CUATRO MINUTOS DE DURACIÓN.
Habíamos llegado
de muy lejos para ver el eclipse. Alrededor de nosotros, en Huachacaya, había
gente de los cinco continentes, la mayoría armados de telescopios y grandes
prismáticos; aunque también se podía ver alguna persona que había colocado una
estera en el suelo, entre la paja brava, para adoptar una postura de yoga y
captar así las supuestas “buenas vibraciones” del evento. “Hay gente pa to”,
que dijo El Gallo.
Habíamos hecho
un agotador viaje de dos días en avión desde Madrid a La Paz, una rara ciudad a casi cuatro mil metros de
altura, en la que el aire tiene precio. Los pobres malviven en El Alto (qué
nombre tan apropiado), donde el recién llegado apenas puede respirar; mientras
que los ricos bienviven dos kilómetros más abajo, en urbanizaciones amuralladas,
guardadas por hombres armados. Después de mostrarnos el Lago Titicaca y las
ruinas de Tihuanaco, nuestro guía nos llevó por tortuosas carreteras de charcos
helados al borde de terribles precipicios, hasta el refugio de Chacaltaya,
junto a un observatorio de rayos cósmicos y las pistas de esquí más altas del
mundo. En medio de la asfixia general, una cholita de bombín y pollera se
ganaba la vida sirviéndonos “matesitos” (infusiones) de coca. “¿Y con esto ya
no nos ahogamos?”, le pregunté. Y ella, con desparpajo, me contestó: “Sí se
ahoga, pero le da lo mismo”.
Por fin, la
víspera del eclipse, de buena mañana, partimos hacia el Sur en un autobús lleno
de japoneses y catalanes. Nuestra expedición estaba formada por Juan Vicente,
como jefe; Guillermo Bernabeu y Joan Fabregat, astrofísicos profesionales; Ignacio,
astrofotógrafo; Pepe, que manejaba la cámara; Blas y un servidor de ustedes. Pasamos
por Oruro, ciudad minera y decadente, y llegamos a la remota localidad de
Huachacaya, en medio de una fuerte tormenta de arena, bajo un cielo muy encapotado.
Dormíamos en
nuestros asientos del autobús, con una temperatura exterior muy fría, mientras el
viento huracanado y las nubes amenazaban con frustrar nuestra aventura
astronómica. Pero a media noche, un catalán que se había despertado de pronto y
había limpiado de vaho su ventanilla con la manga de su anorak, comenzó a
gritar: “¡Eh, tíos, que están eixint les esteles!”, y todos salimos del autobús
pisando japoneses que, por cierto, no fueron a ver el prodigio porque su guía,
que dormía en una cercana tienda de campaña, no les dijo que podían hacerlo. Qué
disciplinados son los nipones.
Ante nosotros,
sobre nosotros, un alucinante cielo en calma, de constelaciones boca abajo, se
abría paso entre las nubes, prometiendo un magnífico amanecer.
Y salió el
sol, y nos llevamos los instrumentos al otro lado del puente, a la zona reservada
para científicos. Montamos nuestro observatorio y esperamos impacientes la hora
mágica, bueno… los cuatro minutos mágicos. Y de pronto vimos, sobrecogidos,
como la gigantesca cadena de los Andes, de la que sobresalía el volcán Nevado
de Sajama, se teñía de oscuro. La sombra de la Luna caía sobre nosotros. Y se
hizo de noche, una noche extraña rodeada de un crepúsculo fantasmal. Y en lo
alto, el círculo negro que tapaba al Sol se veía rodeado por los penachos de una
corona, alrededor de la que brillaban las estrellas. Junto a nosotros se oían
los gritos de asombro y algún mantra de un vecino de creencias orientales.
Ignacio sacaba fotos continuamente, Blas y Pepe, con sendas cámaras, rodaban la
escena, los demás observábamos con nuestros prismáticos y telescopios; aunque
preferíamos ver aquella maravilla a ojo desnudo, embargados por la emoción. Y tras
los cuatro minutos escasos de duración del fenómeno, nuestras sombras volvieron
a dibujarse en el suelo. El eclipse, fantástico, hermoso y tan breve, había
concluido. Ya podíamos morirnos. Ya éramos felices. Ya podíamos regresar a casa
con el tesoro de una gran experiencia. De nuevo volaban los pájaros y los
insectos, paralizados por cuatro minutos de excepcionalidad. Todo se ponía en
marcha otra vez, y yo, después de apurar un largo trago de una botella de vino
chileno, ¿qué quieren que les diga? ¡Me eché a llorar!
Miguel Ángel Pérez Oca.
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