Con todo el follón de la presentación de mi libro, se me había pasado poneros mi último escrito para la Tertulia Literaria de la Bodega Adolfo. El tema era "El Rayo" y yo escribí este cuento optimista y medieval que demuestra que no tengo arreglo. A ver qué os parece.
EL DEDO DE DIOS.
Había llovido toda la noche y el
suelo de la aldea estaba embarrado y lleno de charcos. A la mañana, el Conde y
sus soldados bajaron del castillo y se dirigieron al conjunto de chozas
miserables habitadas por los siervos. Al llegar, los caballeros rodearon el
poblado con el fin de alancear a todo el que intentase huir, mientras que la
compañía de peones, con el Conde al frente, se dispuso a ocupar la plaza. El
Conde, sobre su caballo negro cubierto de hierro, lucía una armadura bruñida,
con relieves dorados, a juego con su empenachado casco. En su diestra brillaba
una enorme y legendaria espada.
-¡Palurdos! – gritó con desprecio
a los labriegos que asomaban por el dintel de sus chozas, algunos armados con
piedras y palos - ¡He venido a cobraros el impuesto que me debéis; y si no me
pagáis ahora mismo, hasta la última onza, os pasaré a cuchillo a todos,
hombres, mujeres y niños, y arrasaré la aldea para que no quede memoria de
ella!
-Señor – le replicó un anciano
que hablaba en nombre de todos -. La cosecha se ha perdido por culpa del
pedrisco y apenas nos queda dinero suficiente para subsistir. Si no nos
perdonáis al menos una parte de la deuda, moriremos de hambre. Y no es justo
que aquellos que damos el pan al mundo nos muramos por falta de pan…
Los labriegos ni siquiera tenían
hoces, guadañas y picos para defenderse, pues las herramientas eran propiedad
del Conde y éste las guardaba en su castillo cuando no era tiempo de labor.
También era el dueño del molino y de los silos del trigo y la harina.
-¡Yo soy vuestro amo por la
gracia de Dios y solo Él puede negar mis derechos! – gritó el Conde enfurecido,
mientras se volvía hacia sus hombres.
-¡Desenvainad las espadas y alzad
las lanzas, para que estos asnos sepan lo que les espera si no cumplen con sus
obligaciones!
El cielo se había oscurecido de
nuevo y unos negros nubarrones se retorcían en lo alto, amenazando con una
inminente tormenta o, al menos, con el desenlace de una tragedia.
Los soldados alzaron sus espadas,
siguiendo el ejemplo del Conde. Sus armaduras brillaban contra el cielo gris,
cubiertas por delgados hilillos de agua, y un peculiar olor metálico, áspero y dulzón,
se enseñoreó del aire. En lo alto de algunas espadas y lanzas se insinuaban
inciertos resplandores de tonos verdosos…
Y entonces cayó un rayo tremendo
y cegador, acompañado de su trueno. Fue un extraño meteoro múltiple, como un
enorme y selectivo látigo de mil colas, que se posaban en las puntas de las
espadas y las lanzas, aniquilando de un golpe a todo el ejército condal.
Hombres y caballos cayeron fulminados, cocidos dentro de sus armaduras,
mientras un desagradable tufo a carne y vísceras carbonizadas se extendía por
el entorno.
Los campesinos se tentaban el
cuerpo y se miraban unos a otros, incrédulos y maravillados. Ni uno solo de
ellos había sido siquiera rozado por las centellas.
La renegrida calavera del Conde,
con sus mandíbulas desencajadas, se podía ver a través del hueco de la visera
de su casco, parcialmente fundido y deformado.
-¡Ha sido el dedo de Dios! –gritaba
entusiasmado el nieto del viejo, que iba para fraile – Pues solo Él puede haber
ordenado al rayo que mate a unos y respete a otros.
El viejo sonrió al muchacho, con
mirada socarrona.
-A mi abuelo lo mató un rayo que
le entró por un pico que llevaba al hombro. Has de saber, querido nieto, que
los rayos suelen ser atraídos por los objetos metálicos de forma puntiaguda…
Pero dejemos que todos crean que ha sido obra de Dios. Así el Rey pensará que ha
recibido una advertencia divina para que los nobles de su reino sean más considerados
con los siervos.
Y el chico bajó la cabeza y pensó
que, de todos modos, algo habría tenido que ver Dios en todo aquello.
Sobre el peto chamuscado del Conde,
un crucifijo de oro se había fundido y convertido en hilillos brillantes que se
confundían con la lluvia.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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