El tema para la pasada reunión de la Tertulia Literaria de la Bodega Adolfo era "El amor adolescente". Dado que mi adolescencia discurrió en los años de plomo de la dictadura nacional católica, no pude por menos que escribir lo que os adjunto. Si tenéis mi edad, lo comprenderéis perfectamente. ¿Verdad?
AMOR ADOLESCENTE.
¿Qué
me dice usted del amor adolescente? Porque me lo dice a mí, ¿verdad? Pues sepa
que yo fui un niño de la posguerra y que los niños de la posguerra, cuando
alcanzábamos la adolescencia, nos volvíamos gilipollas. Sí, gilipollas. Porque
cuando, superada la infancia, recibíamos la impetuosa inundación de las
hormonas en nuestro caudal sanguíneo, que nos arrastraba hacia la satisfacción
de los más básicos instintos gozosos, y el clarín del sexo era soplado por la Naturaleza con toda la
fuerza del Universo… entonces, llegaban los curas, los frailes y las monjas del
franquismo casposo y carpetovetónico y nos comían el coco – y se lo comían a
nuestras posibles compañeras de soñados escarceos –, convenciéndonos de que el
sexo es un pecado espantoso, de hecho, el único pecado que les preocupaba; pues
nada nos decían de las penas de muerte a los disidentes políticos, de la
corrupción institucionalizada y demás temas políticamente incorrectos, que se
silenciaban bajo un tupido velo de cautela o ignorancia. De todos modos, en
aquel ambiente machista se tenía cierta condescendencia con las debilidades
masculinas, así que a los chicos se nos perdonaba, hasta cierto punto, que
intentásemos derribar las defensas de las mozas, objeto de nuestros febriles deseos;
pero a ellas, ¡ay! a ellas se las amenazaba con la pérdida definitiva del honor
y de toda esperanza de encontrar acomodo social en el matrimonio, si ganaban
fama de ligeras. Y nosotros éramos tan burros, tan gilipollas, que si
conseguíamos un beso robado o unas discretas caricias de alguna que se apiadaba
de nuestras súplicas, o no podía resistir la tentación de dejarse llevar por
sus hormonas, la despreciábamos después y la borrábamos de la lista de chicas
decentes. Éramos idiotas.
Así
que lo honrado, según aquellos energúmenos ultracatólicos, era la represión
propia o impuesta; y hasta pelársela en solitario era también pecado. Había que
joderse y aguantarse. Por otro lado, nos habían persuadido de que el amor
verdadero, el digno y precioso amor de juvntud, debía ser puro y casto; que la
belleza de la mujer residía exclusivamente en la cara y no en otras partes del
cuerpo, que había que hurtar a la mirada para no caer en tentaciones lúbricas y
nefandas. Los libros permitidos, las películas, las historias de la radio – aún
no había tele – nos pintaban el amor blanco y rosa, precioso y blandito; y
cuando salía alguien que se dejaba llevar por la Naturaleza , era el
malo, el pecador infame, destinado al Infierno en forma de campo de
concentración para rojos fornicadores, o la pecadora que acabaría ejerciendo la
prostitución en la miseria o arrepentida bajo una enorme toca monjil.
Bajo
ese ambiente de opresión y represión alcancé la adolescencia y, como todos mis
desgraciados compañeros de generación, sufrí la carencia de aquellas
satisfacciones naturales que - hasta mucho tiempo después no me enteré -, nada tenían
de aberrantes. En aquel ambiente antinatural, era inevitable que fructificaran
los obsesos que acabaron peregrinando a Perpiñán a ver las tetas de Brigitte
Bardot; los curas pederastas que le tocaban la pilila a sus alumnos o se
pajeaban en el confesionario oyendo historias inconfesables; las monjitas
caritativas que robaban los bebés a las jóvenes descarriadas para dárselos a
honorables y católicas familias de estraperlistas o militares exterminadores; los
pobres “mariquitas” escarnecidos y torturados por los jóvenes que necesitaban
afirmar su masculinidad intachable, aunque casta; las prostitutas vergonzantes
a las que un día un novio dejó preñadas y fueron echadas de casa, sin más porvenir que el comercio carnal, oficialmente
prohibido pero consentido por las autoridades como mal menor y pasatiempo de insatisfechos
esposos de virtuosas damas.
Ese
fue el mundo de mi adolescencia: Me enamoré de todas mis vecinas, de casi todas
mis compañeras de estudios y de trabajo, no me comí una rosca y, con 30 tacos,
llegué virgen al matrimonio. ¡Así que no me hable usted del amor adolescente,
porque no quisiera blasfemar delante de estos señores!
Miguel Ángel Pérez Oca.
P.D.- A petición de algunos lectores amigos, debo hacer una solemne declaración: Este relato no es en absoluto autobiográfico. Yo nunca me tomé en serio a los curas franquistas.
P.D.- A petición de algunos lectores amigos, debo hacer una solemne declaración: Este relato no es en absoluto autobiográfico. Yo nunca me tomé en serio a los curas franquistas.
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