miércoles, 20 de abril de 2011

UN CUENTO SOBRE UN PÁJARO.



De nuevo en las Tertulias de la Taberna de Adolfo nos hemos puesto deberes. Esta vez se trataba de escribir una narración sobre el tema "Pájaros" y éste es el que he escrito. A ver si os gusta.

ARQUEOPTERIX.
Ponía huevos en su nido construido en las ramas de los árboles, y tenía plumas, pero no era propiamente un pájaro, sino más bien un animal trepador que vivía en una selva de coníferas, rodeado de gigantescos dinosaurios y pequeños roedores vivíparos. Sus largos brazos acabados en garras se abrían desplegando abanicos de plumas azuladas cuando quería saltar de un árbol a otro y planeaba así en busca de comida o para huir de algún enemigo peligroso; pero eso no era volar. En su mundo no había flores, la Naturaleza aún no las había inventado, y sin embargo los helechos frondosos, las enormes secuoyas y las cascadas que se despeñaban sobre el mar desde lo alto de los acantilados constituían un mundo que a nosotros nos hubiera resultado hermoso y fascinante.
A ella no le impresionaba nada tanta belleza. Su pequeño cerebro instintivo no hubiera sabido moverse en otro ambiente que en ese en el que su especie se había desenvuelto durante miles de generaciones. Pero aquel día…
Allí estaba la criatura diabólica, algo más grande que ella, cubierta de una pelambrera fea y rala, con su larga cola desnuda y sus afiladas garras y dientes. Su mirada era malvada y astuta, muy inteligente. Se acercaba trepando rápida y silenciosa por la rama en cuya punta ella descansaba. Cuando advirtió su presencia ya era tarde para defenderse. Hubiera debido lanzarse, planeando, hacia otro árbol vecino a donde no pudiera alcanzarla; pero su árbol era el último sobre el acantilado. Si se lanzaba al vacío descendería a velocidad creciente sobre el mar, donde moriría ahogada o devorada por algún monstruo nadador. Dudó unos instantes. El diabólico ser peludo ya se abalanzaba sobre ella y no le quedó más remedio que saltar hacia atrás.
Si la comparamos con la mayoría de sus congéneres, era una hembra robusta, de poderosa musculatura pectoral que la convertía en la más audaz y poderosa saltadora de su clan. Pero de eso a ser capaz de realizar un verdadero vuelo y regresar a la costa describiendo un amplio círculo en el aire, había un trecho que le parecía insalvable e insólito para el férreo instinto que guiaba todos sus actos. Abrió sus brazos y desplegó sus plumas en un acto de instintiva supervivencia y comenzó a planear sobre las aguas turbulentas. Atrás había quedado la criatura asesina, frustrada en su empeño de convertirla en su almuerzo. El mar se acercaba peligrosamente y ella, haciendo un esfuerzo para el que no estaba acostumbrada, batió sus rudimentarias alas en un intento desesperado. El resultado fue un vuelo horizontal que la sorprendió gratamente. Parecía que allí, tan cerca de los acantilados, las corrientes de aire ascendente iban a ser sus aliadas. Y de pronto, una brisa poderosa la lanzó hacia arriba, sobre los acantilados, sobre los enormes árboles, incluso sobre las montañas, cerniéndose así sobre un paisaje que nunca había imaginado. De vez en cuando batía las alas y dominaba el vuelo cada vez con mayor seguridad en sus movimientos. A sus pies, el mundo jurásico desarrollaba su drama: Un carnívoro gigante perseguía a los grandes herbívoros, los pequeños roedores se disputaban los frutos duros de las coníferas, un lejano volcán esparcía su cabellera de gases amarillentos contra el cielo azul donde reinaba una Luna mucho más grande y cercana que la actual. Realmente, era la dueña del mundo, un verdadero pájaro volador, y la supervivencia de su especie estaba asegurada. Los polluelos que la esperaban en el nido tenían futuro.
Ciento cincuenta millones de años más tarde, un descendiente de la abominable criatura peluda, que ahora camina erguido y cubierto de trapos, portando sobre los hombros una gran cabeza dotada de aquellos mismos ojos malvados e inteligentes, ha decidido que el ave primera se llamó Arqueopterix, que quiere decir “Ala Antigua”. A ella, mientras volaba sobre la selva jurásica, aquel nombre no le hubiera dicho nada.
Miguel Ángel Pérez Oca.

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