Este es el último cuento que he escrito para Las Tertulias de la Bodega Adolfo. espero que os guste:
EL TRANVÍA AMARILLO
Caperucita esperaba al tranvía en la parada del Bosque de Nunca Jamás. Hacía frío y se cubrió la cabeza con la capucha roja. Junto a ella apareció Alicia.
-Hola, ¿tú también esperas al tranvía? Yo me bajo en el País de las Maravillas.
-Yo, en la parada nº 7, que es la más cercana a la casa de mi abuelita.
-Por allí también viven los siete enanos, ¿verdad?
-No sé…
-Sí, mujer, por eso le pusieron a la parada el número 7.
-Yo también voy allí, quiero ver al Mudito, que me guarda las cartas del Príncipe Azul – dijo una voz tras ellas. Se trataba de Blancanieves.
-Mirad, ya viene el tranvía – observó Caperucita.
El viejo vehículo amarillo avanzaba renqueante por sus raíles mohosos, haciendo sonar su campanilla sobre el chisporroteo de su trole al rozar con el cable eléctrico en medio de una lluvia de chispas. El viejísimo conductor detuvo su cacharro haciendo girar la rueda del freno y produciendo un chirrido que hizo tiritar los dientes de las tres muchachas. Dentro, unos sentados en los asientos de madera y otros de pie cogidos a las barras verticales, una colección de variopintos personajes se las quedó mirando.
-Buenas tardes – dijo Blancanieves, en su nombre y en el de sus dos compañeras, que se limitaron a sonreír e inclinar la cabeza conforme entraban.
-Buenas tardes – les contestó Pinocho, acariciando su nariz de madera en un gesto de timidez.
-HOOOLA… - saludó el Dragón desde el fondo del vagón, tapándose la boca con una garra para impedir que cualquier llamarada indiscreta chamuscase a alguien.
-A sus órdenes – dijo el Soldadito de Plomo, saludando marcialmente y tratando de disimular su emoción. Hacía más de un siglo que estaba enamorado de Alicia.
El tranvía avanzó de nuevo por entre la densa arboleda de troncos retorcidos, hasta detenerse en la parada del Castillo de Irás y no Volverás, donde descendió el Dragón, que iba a visitar al Caballero y a la Princesa.
En la Bahía del Pirata Honrado se bajó Pinocho, que había quedado con la Ballena.
Una espesa niebla en el País de las Maravillas apenas dejaba ver al conejo que miraba su reloj de bolsillo una y otra vez, ante la tardanza del tranvía.
-¡Hola, conejo! – le gritó Alicia desde el estribo.
-Vamos, vamos, que son más de las tres y nos espera la Reina. ¡Uy qué tarde es…! - le contestó el lepórido, con ademanes de impaciencia. El Soldadito de Plomo esperó al último momento para bajarse disimuladamente, sin que lo viera Alicia, y los siguió a distancia, cojeando lamentablemente.
-Ésta es la 7 – dijo el conductor con voz cavernosa, en la siguiente parada. Y sin decir palabra, bajaron Caperucita y Blancanieves, que se perdieron por el camino.
El viejo tranviario se desperezó, se caló la gorra, se subió las solapas de su raído uniforme y se marchó también hacia no se sabe dónde.
Y el tranvía quedó allí, solo, silencioso, rodeado de niebla, cubierto de rocío y herrumbre, obsoleto, con el corazón tan oxidado como sus antiguos motores eléctricos.
Al rato salió el sol, y el cielo se tiñó de azul y de realidad. A la luz del día, el tranvía amarillo todavía se veía más ruinoso. Solo el enorme cartel fijado en su costado parecía nuevo y recién pintado. “NUEVA RUMASA”, decía en letras blancas sobre fondo azul. Colocado en lo alto de un pedestal de cemento, junto a la rugiente autopista, intentaba llamar la atención de los conductores en su función de reclamo publicitario. En eso habían quedado los viejos tranvías y los viejos cuentos… También los nuevos.
Miguel Ángel Pérez Oca.
EL TRANVÍA AMARILLO
Caperucita esperaba al tranvía en la parada del Bosque de Nunca Jamás. Hacía frío y se cubrió la cabeza con la capucha roja. Junto a ella apareció Alicia.
-Hola, ¿tú también esperas al tranvía? Yo me bajo en el País de las Maravillas.
-Yo, en la parada nº 7, que es la más cercana a la casa de mi abuelita.
-Por allí también viven los siete enanos, ¿verdad?
-No sé…
-Sí, mujer, por eso le pusieron a la parada el número 7.
-Yo también voy allí, quiero ver al Mudito, que me guarda las cartas del Príncipe Azul – dijo una voz tras ellas. Se trataba de Blancanieves.
-Mirad, ya viene el tranvía – observó Caperucita.
El viejo vehículo amarillo avanzaba renqueante por sus raíles mohosos, haciendo sonar su campanilla sobre el chisporroteo de su trole al rozar con el cable eléctrico en medio de una lluvia de chispas. El viejísimo conductor detuvo su cacharro haciendo girar la rueda del freno y produciendo un chirrido que hizo tiritar los dientes de las tres muchachas. Dentro, unos sentados en los asientos de madera y otros de pie cogidos a las barras verticales, una colección de variopintos personajes se las quedó mirando.
-Buenas tardes – dijo Blancanieves, en su nombre y en el de sus dos compañeras, que se limitaron a sonreír e inclinar la cabeza conforme entraban.
-Buenas tardes – les contestó Pinocho, acariciando su nariz de madera en un gesto de timidez.
-HOOOLA… - saludó el Dragón desde el fondo del vagón, tapándose la boca con una garra para impedir que cualquier llamarada indiscreta chamuscase a alguien.
-A sus órdenes – dijo el Soldadito de Plomo, saludando marcialmente y tratando de disimular su emoción. Hacía más de un siglo que estaba enamorado de Alicia.
El tranvía avanzó de nuevo por entre la densa arboleda de troncos retorcidos, hasta detenerse en la parada del Castillo de Irás y no Volverás, donde descendió el Dragón, que iba a visitar al Caballero y a la Princesa.
En la Bahía del Pirata Honrado se bajó Pinocho, que había quedado con la Ballena.
Una espesa niebla en el País de las Maravillas apenas dejaba ver al conejo que miraba su reloj de bolsillo una y otra vez, ante la tardanza del tranvía.
-¡Hola, conejo! – le gritó Alicia desde el estribo.
-Vamos, vamos, que son más de las tres y nos espera la Reina. ¡Uy qué tarde es…! - le contestó el lepórido, con ademanes de impaciencia. El Soldadito de Plomo esperó al último momento para bajarse disimuladamente, sin que lo viera Alicia, y los siguió a distancia, cojeando lamentablemente.
-Ésta es la 7 – dijo el conductor con voz cavernosa, en la siguiente parada. Y sin decir palabra, bajaron Caperucita y Blancanieves, que se perdieron por el camino.
El viejo tranviario se desperezó, se caló la gorra, se subió las solapas de su raído uniforme y se marchó también hacia no se sabe dónde.
Y el tranvía quedó allí, solo, silencioso, rodeado de niebla, cubierto de rocío y herrumbre, obsoleto, con el corazón tan oxidado como sus antiguos motores eléctricos.
Al rato salió el sol, y el cielo se tiñó de azul y de realidad. A la luz del día, el tranvía amarillo todavía se veía más ruinoso. Solo el enorme cartel fijado en su costado parecía nuevo y recién pintado. “NUEVA RUMASA”, decía en letras blancas sobre fondo azul. Colocado en lo alto de un pedestal de cemento, junto a la rugiente autopista, intentaba llamar la atención de los conductores en su función de reclamo publicitario. En eso habían quedado los viejos tranvías y los viejos cuentos… También los nuevos.
Miguel Ángel Pérez Oca.
2 comentarios:
Me parece un cuento muy tonto, no tiene la gracia infantil que pueda arrancar una sonrisa.
Es que no está hecho para mentes infantiles ni para arrancar sonrisas. Nos hemos hecho mayores y ya es hora de que nos ocupemos de la realidad, aunque no nos guste. ¿No crees?
Miguel Ángel Pérez Oca.
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