lunes, 30 de abril de 2012

EL SILENCIO DE ZAPATERO.

Está callado. Nadie sabe qué piensa ni dónde está, aunque yo me lo figuro. Una vez más demuestra su clase, su categoría humana. Prefiere callarse y reprimir sus naturales ganas de desahogarse diciéndole cuatro cosas a Rajoy “Digodiego”. Y podría, podría reprocharle que ahora su gobierno hace lo que desde la oposición le criticaban los chacales de la caspa. Que ahora hace todo lo que criticaba, y lo hace mal, muy mal. Que está arrastrando al país a la catástrofe anteponiendo las exigencias de la Merkel, la “Füreresa” del IV Reich, a la salud y el trabajo de su pueblo. Como lloran ya algunos haberlos votado, o haberse quedado en casa aquel 20 de noviembre. Algunos políticos tardan años en fracasar; Rajoy lo ha conseguido en cuatro meses. Debería figurar en el Guinness. Zapatero podría preguntarle qué piensa ahora de lo que significa gobernar, de lo que significa gobernar después de haber sido un opositor desleal, capaz de sacrificar a su patria y a su pueblo, con tal de obtener el poder…Y ahora atreverse a decir a la oposición que se calle. O de aducir en su justificación que los problemas vienen de la herencia recibida; como si nos pudieran decir eso a los valencianos, después de mil años de gobierno corrupto e incompetente del PP del megalómano Camps. Pero ZP prefiere callarse y no precisar en público que en las pasadas elecciones no ganó el PP sino que perdió el PSOE. Que los que votaron al PP fueron los mismos insolidarios, miedosos, egoístas de siempre. Y que fue la izquierda la que se desmovilizó, instigada por el carota de Cayo Lara, que convenció a muchos de que “votar al PP o al PSOE es lo mismo”, para ganar unos cuantos y miserables escaños, y animada a jugar a Mayo del 68 por los jovenzuelos de 15M, que se divirtieron mucho cargándose a la izquierda real y posible. Él calla, porque sabe que la Historia hablará por él, y que el tiempo le hará justicia. Ahora es el momento de los ambiciosos que, después de subirse a la escalera sin más finalidad que estar en lo alto, se dan el batacazo y arrastran tras de sí a toda una nación. Es la catástrofe de los señoritos, la eclosión de las mentiras, la ruptura fraudulenta del contrato electoral, con su programa pisoteado y su legitimidad en entredicho. Y él, Zapatero, calla, pero no otorga. Espera, paciente y con el mismo talante de siempre, a que sus canallescos enemigos del cortijo, el comité y la plaza se lleven su merecido y hagan el más tremendo ridículo histórico; ellos, los señoritos de calesa, saeta y rocío y los mamarrachos pseudoizquierdosos que les facilitaron el camino. Entonces, imagino, se encogerá de hombros y dirá, sin levantar la voz, sin aspavientos, sin una sombra de rencor, como es él: ¿Veis como la mentira no es rentable? Y se irá por ahí con su Sonsoles y sus amigos, a descubrir la vida que la política le robó durante unos cuantos años de vértigo y sinsabores.

La historia lo dirá, y entonces muchos se sentirán incómodos, hasta culpables, aunque no lo reconozcan. Y yo me reiré de ellos por lo bajini, con recochineo, sardónicamente, como debe ser.

Miguel Ángel Pérez Oca.

DOS VIAJES DE IDEA Y VUELTA.

En la última reunión de la Tertulia de la Bodega de Adolfo nos pusimos como "deberes" escribir un relato sobre "un viaje de ida y vuelta". Yo estaba inspirado y escribí dos. A ver si os gustan:

BILLETE DE IDA Y VUELTA.



Estoy aquí, éste debe ser el lugar, pero no lo reconozco. Aquí debió estar amarrado el Stanbrook, pero este sitio ha cambiado tanto desde entonces… Yo recuerdo suciedad y hierros retorcidos de grúas y tinglados maltrechos; y miles de personas harapientas, aterradas, empujándose con desesperación, dándose codazos por llegar a la pasarela. Aquel puerto, ahora, es una zona de recreo donde las terrazas se desperezan al sol, frente a la antigua dársena abarrotada hoy de yates y veleros deportivos. Y la ciudad, a mi derecha, apenas me parece la misma. Arriba del todo, la Cara del Moro, y abajo, la Casa de Carbonell son los únicos hitos que identifico, aunque entonces me parecían más grandes y más grises. Alicante está muy cambiada, con todos esos rascacielos y esa fuente en lugar del viejo y mutilado monumento a los Mártires de la Libertad. Mi vista se posa en el paseo de las palmeras, que sigue siendo el mismo, aunque ahora lo llaman Explanada y tiene un bonito suelo teselado. Si mi padre hubiera sobrevivido al dictador, hoy estaría junto a mí, y se sentiría tan fuera de lugar como yo.


-No llores, Nicolás – me dijo mientras ascendíamos penosamente por la pasarela –, que llevamos billetes de ida y vuelta. Ahora nos vamos para que Franco no me fusile; pero volveremos para echar a los fascistas de nuestra tierra, ya lo verás.


Recuerdo al capitán Dickson dando la mano, uno a uno, a todos los refugiados, conforme subían abordo. Éramos casi tres mil y llenábamos la cubierta, las bodegas, la techumbre del puente de mando, la cofa, hasta el último rincón. Algunos se acurrucaban junto a la chimenea buscando un poco de calor bajo la llovizna. Y él, siempre amable y sonriente, con aquellos ojos azules que parecían reflejar el mar, y aquella sonrisa de hombre bueno, nos iba dando la bienvenida a su barquito cargado de miedos y esperanzas. Le dio la mano a mis padres, y a mi me acarició el cabello en un gesto que agradecí en silencio. En ese momento supe que ese hombre nos iba a salvar la vida.


Todavía el barco se deslizaba sigiloso hacia la bocana, en medio de la oscuridad más tenebrosa y el silencio solo roto por algún suspiro y por el llanto apagado de un niño, cuando dos bombas de aviación cayeron muy cerca de nosotros. No había sonado la sirena de alarma ni se oyeron los habituales cañonazos de los antiaéreos; solo los motores del avión asesino alejándose hacia Mallorca. Porque ya nadie estaba en su puesto, y hasta los aduaneros habían tirado al mar la gorra y la pistola y se habían subido al barco con nosotros, en demanda de un exilio doloroso pero salvador.


-No llores, Nicolás, que llevamos billetes de ida y vuelta.


Y pasaron los años, y Franco se quedó para siempre. Y nosotros nos fuimos a vivir a Burdeos y allí montamos nuestros negocios, y nos fue bien; pero a padre siempre se le salía la nostalgia y el desarraigo a los ojos cuando creía estar solo. Sobre todo al final de su vida, después de que se fuera madre.


-¿Se ha muerto ya ese canalla? – preguntaba en sus días terminales, que coincidieron casualmente con la aparatosa agonía del dictador.


-¿Se ha muerto ya? – fueron sus últimas palabras.


Y ahora yo he vuelto, más por él que por mí, y no reconozco el lugar. Estoy aquí y no tengo la sensación de haber regresado. Han pasado muchos años y nuestro billete de ida y vuelta ha debido caducar. Porque aquel Alicante del que me fui siendo un niño ya no es esta ciudad rica e impersonal que ahora me rodea; y mi casa está en Burdeos, mi esposa es francesa y franceses son mis hijos, y hasta yo mismo pienso en francés. El Alacant de 1939 es irrecuperable porque quizá él también se fue en el Stanbrook.


En fin, dentro de unos días cogeré el avión y me volveré a Francia, con mi mujer y mis hijos, con mis negocios, con mis amigos. Aquí no conozco a nadie y, afortunadamente, esta vez sí que he comprado de verdad billete de ida y vuelta.


Miguel Ángel Pérez Oca.


Y EL TÍO “FASIO” SE HIZO A LA MAR.



Mi bisabuelo Bonifacio Pérez, el tío “Fasio”, era uno de los capitanes de barco más célebres de Torrevieja, en la segunda mitad del siglo XIX. Patrón del Blas de Lezo, un airoso bergantín goleta de cuatro palos, llenaba sus bodegas de sal y se hacía a la mar una vez al año, para tornar al cabo de siete u ocho meses con un importante cargamento de azúcar cubano.


-Padre, la carga de su barco siempre es blanca. Se lleva usted sal para Cuba y nos trae azúcar – le observó una vez su hija Concha, que un día sería mi abuela.


-No siempre, Conchica, no siempre – le respondió, taciturno, el tío “Fasio”.


¿Sabéis lo que sospecho? Que los marinos de Torrevieja no llevaban el blanco producto de las salinas directamente a Cuba, para traer azúcar a cambio; pues para eso no hacía falta un interminable viaje de ocho meses - Colón fue de Canarias al Caribe en tan solo 36 días, con una nao mucho más lenta y torpe que los veleros mercantes de 1870 -. Además, en Cuba no hacía falta sal, de la que el Caribe es rico y sus salinas pródigas. Así que, ¿qué hacían el tío “Fasio” y sus hombres tantos meses en la mar?


Se dice que la sal, en el África negra, era entonces más valiosa que el oro, y que los mercaderes árabes venían desde el Magreb a capturar nativos de las selvas y cambiarlos por el tesoro blanco. Así que determinados barcos españoles, tras una larga travesía por la costa africana, se detenían en algún puerto remoto, donde tenía lugar el lamentable comercio, entonces todavía legal. Después, tomaban rumbo Noroeste y se dirigían a Cuba, para cambiar a su vez el cargamento negro por otro blanco de sus plantaciones de caña, cuyos dueños entregaban azúcar a cambio de recios esclavos mandingas. ¿Hacían eso los hombres del Blas de Lezo? No sabría deciros…


Me gustaría pensar que algunos de estos marinos sufrían escrúpulos de conciencia y trataban humanamente a los pobres negros encerrados en sus bodegas, dándoles bien de comer durante el mes que duraba la travesía; aunque dijeran que lo hacían porque un esclavo de aspecto saludable alcanzaba mejor precio. Y si se decidían a confesar su pecado a un cura o fraile de la Habana, podían recibir esta respuesta:


-¿Pecado? Hijo mío, de ninguna manera puede ser pecado sacar a esos desgraciados de la selva y rescatarlos de paganos e infieles, para traerlos a este país católico donde los ilustramos en la verdadera fe, los bautizamos y salvamos sus almas.


Visto así, ¿quién no se justificaba? Y el negocio seguía prosperando...


-¡Mirad! ¡Es el Blas de Lezo! – gritaron los niños, encaramados a la vieja torre vigía que le diera el nombre a Torrevieja. Por la forma de las velas, aún en el horizonte, ya conocían la identidad del barco. Pero esa vez, los hijos del tío “Fasio” iban de luto.


Y en cuanto mandó echar el ancla en la rada, alguien se apresuró a informarle de que su esposa Magdalena Sáez, mi bisabuela, hacía siete meses que había muerto de pulmonía; y que sus cinco hijos andaban repartidos por las casas de sus familiares.


El señor “Perín” Sáez era cuñado y socio capitalista del tío “Fasio”. Hombre rico, dueño de minas de ocre y accionista de las salinas, fue durante muchos años alcalde de Torrevieja. No había tenido hijos con su mujer Martina, y se habían quedado con Conchica, a la que adoptaron y dieron la mejor de las educaciones.


Pero el tío “Fasio” no podía hacerse de nuevo a la mar sin resolver el problema de sus otros cuatro hijos; así que buscó por todo el pueblo a la soltera madura más buena y fuerte, aunque fuese muy fea, y le propuso matrimonio, se casó con ella a toda prisa y se fue otra vez, con su bergantín goleta, a sus misteriosos y larguísimos viajes.


A la vuelta de Cuba, los marinos del Blas de Lezo traerían buenos dineros y canciones “habaneras”, como aquella que dice: “Ya viene el negro vendiendo flores…”


Eran otros tiempos, otra moral, otra forma de vida dura y extraña, de la que mi bisabuelo “Fasio” podría ser uno de tantos ejemplos.

Miguel Ángel Pérez Oca.



sábado, 14 de abril de 2012

¿EL SISTEMA O LAS PERSONAS?















Uno piensa que el Sistema (capitalista, comunista, o lo que sea) debe estar al servicio de los ciudadanos y no a la inversa. Pero las medidas que están adoptando los gobiernos de derechas de Europa ante la crisis parece revelar lo contrario. Cuando los bancos, por su mala cabeza (o la mala cabeza de sus economistas), entraron en bancarrota, era el momento de nacionalizar la banca; pero eso resulta impensable en un político conservador, para el que la privatización es un dogma indiscutible. Así que los esfuerzos de Sarkozy, la Merkel y demás, se han dirigido a salvar el Sistema, sin siquiera controlarlo o reformarlo mínimamente: liberalismo salvaje a ultranza, del que implantaron Reagan y la Thatcher y que prima la especulación sobre la creación de riqueza y el dinero sobre la verdadera fortuna, que viene del trabajo de los ciudadanos sobre las materias primas y el ingenio, el esfuerzo y, mínimamente, sobre el capital inicial invertido directamente en la empresa, no en el juego de la Bolsa, que no crea nada, como no sea crisis e inestabilidad. Así que ahora prevalece la austeridad por encima de la dinamización de la economía, como si el empleo no estuviera por encima de los dividendos de banca y multinacionales. Primero, por lo visto, es pagar las deudas a los usureros y timadores. Y así nos va.
Aquí está pasando como en el naufragio del Titanic, en cuyos insuficientes botes salvavidas se procuraba salvar exclusivamente a los pasajeros de primera clase; y donde un pasajero que rompió una puerta para liberar a otro, fue amonestado por un empleado que le reclamaba la indemnización por los daños causados a la compañía naviera. O sea, que primero es el aparato jerárquico y burocrático de intereses y después, las personas.
Me hace mucha gracia cuando el ministro de Industria, ese señor del que ignoro el nombre pero cuya cara me recuerda asombrosamente al finiquitado Aznar, amenaza con represalias al gobierno argentino, cuya intención de nacionalizar los intereses de una multinacional con capital español supone, para él, una agresión a España. Y en cambio, permanece impávido, él y todo su Gobierno, ante las exigencias de mercados y gobiernos extranjeros que ponen en peligro la supervivencia digna y la salud de millones de españoles en paro, o previsible paro. Por lo visto, el sosias de Aznar interpreta como ataque a España el acoso a su sistema, pero no lo es el acoso al pueblo español, supuestamente soberano, según la Constitución.
¡Ay, patriotas de hojalata, de rosario y pandereta! La culpa la tiene una gran parte del pueblo español, por haberlos votado. Que ya se sabe que no hay nada más tonto que un pobre de derechas.
Miguel Ángel Pérez Oca.

martes, 3 de abril de 2012

LA MODESTIA DE MODESTO.



Ahí va el último cuento que he presentado en la Tertulia de la Bodega de Adolfo. El tema era la modestia. Espero que os guste.-
LA MODESTIA DE MODESTO.
Don Bernardo, el Jefe Regional de PIPASA, era de la vieja escuela, autoritario, facha y machista. Hacía ya algún tiempo que se debatía en un arduo dilema. Desde el fallecimiento de su delegado comarcal en Oleza, la dependencia había sido regida por Modesto, un eficiente oficial administrativo que había desempeñado las funciones de delegado interino de forma impecable; había aumentado las ventas, llevaba las cuentas escrupulosamente y su personal estaba más contento que nunca, no se sabía si por el buen trato recibido del nuevo jefe o por la desaparición del estúpido jefe anterior. Porque el caso era que Modesto trataba a sus subordinados con amabilidad y confianza, y conseguía siempre su colaboración con razonamientos y buenas palabras; y a don Bernardo esta actitud, a pesar de sus buenos resultados, no le hacía mucha gracia. Modesto era demasiado humilde y amable, y a veces, cuando uno es jefe, tiene que tener mala leche y apechugar con el odio y el temor servil de sus subordinados. Por otro lado, don Bernardo tenía otro candidato para la jefatura de la delegación comarcal: Hilda – Hildebranda - era la interventora, una tía con muy mal carácter a la que no le temblaría el pulso cuando tuviera que firmar un despido o pegar una bronca. Sus compañeros le hacían el vacío sistemáticamente, lo que a los ojos de don Bernardo la convertía en la jefa ideal. Solo tenía un defecto para su gusto: era mujer, aunque apenas se le notaba.
Don Bernardo se paseaba por la oficina vacía. Era sábado por la tarde y había citado allí a Modesto y a Hilda con el fin de tomar una decisión definitiva. Se acercó a la mesa de Modesto. Sobre ella, a modo de pisapapeles, había una pequeña talla de marfil que representaba a un Buda gordito y sonriente. Don Bernardo arrugó la nariz. De la pared colgaba un cuadrito con un pensamiento de Lao-Tsé, que decía: “El mejor militar no es marcial, el mejor conquistador no libra batallas, el mejor luchador no mata a su enemigo, el mejor jefe no da órdenes”. Y el rostro del Jefe Regional se crispó en un gesto de repugnancia. Ya no necesitaba nada más para tomar su decisión.
En eso entraron Modesto y Hilda. Habían venido los dos en el coche de él, que había recogido a la interventora por el camino.
-Quiero deciros dos cosas – les espetó don Bernardo, sin mediar siquiera un saludo de cortesía – Primero, agradecer a Modesto su buena gestión interina en estos últimos meses. Después, anunciaros que he decidido nombrar jefe de esta dependencia a Hildebranda, que ha demostrado con creces su energía y personalidad para el cargo.
A don Bernardo le chocó que Modesto mostrara un gesto de felicidad y de alivio que sobrepasaba en vehemencia a la adusta mueca de satisfacción de Hilda.
-Es que tú eres muy modesto, Modesto – decía Hilda en tono maternal, mientras regresaban en el coche -. Por eso no te ha elegido don Bernardo. No tienes ambiciones.
Modesto sonrió mientras giraba a la derecha por la primera bocacalle; y en lugar de llevar a Hilda a su casa, detuvo el vehículo ante la puerta de su propio domicilio.
-Sube, Hilda, que quiero enseñarte una cosa.
Hilda entró en el soleado comedor de Modesto, convertido en estudio de pintor, en cuyo centro había un gran caballete tapado con una vieja sábana, que él retiró para mostrar un cuadro casi acabado. Se trataba de una obra magnífica, hiperrealista y luminosa, que representaba una ventana abierta a un alucinante paisaje de otro mundo.
-Yo no soy modesto, Hildebranda, soy ambicioso, muy ambicioso, pero mi ambición va mucho más allá de llegar a ser un vulgar jefecillo en ese pozo de mierda que es nuestra oficina.
Desde entonces, Hilda sintió una inconfesable admiración por Modesto, a la par que un delator y virulento odio visceral, nacido de la envidia y el despecho.
Miguel Ángel Pérez Oca.

domingo, 1 de abril de 2012

TAPIES Y EL NIÑO INOCENTE








Os contaré un cuento que guarda cierta similitud con aquel famoso del vestido mágico del Emperador:
“Un día, un hombre extraño se presentó a los eruditos de Barcino como el pintor más audaz y vanguardista del arte mundial, y les mostró un gran lienzo cubierto de arena pegada con argamasa, en cuyo centro un viejo trapo arrugado y sucio permanecía sujeto a las cuatro esquinas del bastidor, atado con unas cuerdas de las que colgaban unos cuantos pedazos de cerámica rota. Ante el evidente estupor de los sabios, les advirtió con severidad de que solo las personas muy preparadas y versadas en arte podían apreciar lo sublime de la obra y lo profundo de sus significados. Y sin atreverse a rechistar, los notables le pagaron muy bien por su trabajo, que colgaron en el más grande de los salones del Palacio del Consejo Supremo. A partir de entonces, todo aquel que quería presumir de entendido en arte se pasaba horas contemplándolo y dando rienda suelta, entre suspiros de sensibilidad, a su fantasía debeladora de singulares concatenaciones plásticas y hallazgos estéticos. Pero en una ocasión en que el gran salón estaba lleno de curiosos y admiradores de la extraña obra, un niño pequeño e inocente le preguntó a su padre en voz alta: Papá, ¿por qué en este palacio tan bonito han puesto basura colgando de la pared?”
Ayer estuve en el Museo de la Asegurada (Alicante) viendo una exposición dedicada a Antoni Tapies. Una amable muchacha, con ayuda de abundante material didáctico y reproducciones de obras de Ribera y de David (nada menos), intentaba explicarnos lo extraordinario de la obra de este famoso presunto pintor catalán. La de esfuerzos dialécticos que tuvo que hacer la pobre para relacionar la bañera del difunto Marat con los garabatos de bañeras (por llamarlos de alguna manera) de Tapies. Al cabo de un rato, viendo que el rubor y las náuseas me delataban, opté por marcharme y dejar que la guía siguiera tejiendo artificiosos argumentos ante un cariacontecido grupo de turistas estupefactos.
Me pregunto si el fenómeno Tapies, con otros fenómenos actuales, no será más un asunto sociológico que artístico. Lo importante, me parece a mí, es averiguar cómo es posible que los seres humanos de este siglo hayan confundido el arte con la pseudo basura (ni siquiera basura auténtica) colgada de una pared. Y es que otros artistas contemporáneos nos muestran una interesante búsqueda estética más o menos abstracta que puede estar justificada y ser enriquecedora, o al menos una original dosis de ingenio, pero el pedestre Tapies no tenía ni gracia, aunque sí una osadía descomunal.
Lo siento, seguramente algunos pensarán de mí que soy un analfabeto artístico. Aunque yo prefiero verme como el niño inocente que gritó ante la Corte consternada del cuento: “Mira, el Emperador va desnudo”.
Y que Dios nos libre de los entendidos profesionales y los pedantes.
Miguel Ángel Pérez Oca.