
Ayer, en pleno ataque de tedio y depresión "post debate" acudí a la reunión de la Tertulia de la Bodega de Adolfo. Menos mal que allí las circunstancias me levantaron la moral.
Ya está a la venta la estupenda novela "El Godo", de nuestro anfitrión Víctor J. Andrés. Las aventuras del rey Wamba, de Witiza y sus hijos, del obispo don Oppas, de los invasores musulmanes Tarik, Muza y Munuza, el desgraciado rey don Rodrigo, último de los soberanos godos, la batalla de Guadalete, la resistencia de los últimos nobles visigodos, junto a los astures y leoneses, en Covadonga, bajo el liderazgo de un nuevo rey, don Pelayo, el primero de una nueva era, relatado desde las vicisitudes de un médico de la Alta Edad Media, completan una trama de aventuras históricas llenas de rigor, documentación y emociones. Enhorabuena, Victor.
Acudió a la reunión el compañero José Luis Ferris, flamante director del Instituto de Cultura Alicantina Juan Gil Albert, rebosante de proyectos y entusiasmo en su nueva aventura cultural. Enhorabuena, José Luis.
La conversación agradable, algunas nuevas caras, las lecturas, los comentarios a un cuento de Isaac Asimov y el juego de las adivinanzas literarias animaron la velada, junto a la estupenda y a veces exótica cena que nos suele servir Víctor.
Bueno, el tema literario de ayer era "El Tedio". Así que os pongo mi relato, que se titulaba "EL TEDIO CONFINADO". Espero que os guste, dentro de lo que cabe, en este ambiente deprimente de la campaña electoral más tediosa que recuerdo. Ahí va.
EL TEDIO CONFINADO.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Me conozco de memoria todos los desconchados del techo.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Y cada mancha y graffiti de la pared.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Todo permanece invariable, igual a sí mismo. Todo cambio es impensable; salvo el tono del cielo en el pequeño recuadro de la ventana enrejada. Un día llueve, otro también, alguna mañana sale un sol tímido que nunca entra en mi celda. Y, para colmo, en estas prisiones de alta seguridad, tan limpias, tan asépticas, ya no quedan ratas ni cucarachas. No es que sienta una especial simpatía por esos bichos inmundos, pero al menos, en la cárcel anterior, antes del juicio, esos animalitos eran los elementos dinámicos en el cerrado panorama de mi mundo de tedio confinado. Y hasta me podía divertir intentando aplastarlos con mi zapatilla.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
El juicio. Vaya juicio de mierda. Qué aburrimiento aguantar el rollo insufrible de los abogados y los fiscales. Y el gesto soberbio a la vez que adormilado y desdeñoso del juez, con su ridícula peluca, bajo la que se rascaba de vez en cuando la cabeza. Los testigos se sentían muy satisfechos de saberse objeto de los flashes y las preguntas de los periodistas; y en el estrado se daban mucha importancia y añadían al macabro relato de mi crimen detalles innecesarios y, en muchas ocasiones, inventados. Si lo sabré yo.
Tic, tac, tic, tac…
Debí confesar el verdadero móvil de mi asesinato, pero me daba vergüenza admitir que había matado a aquel guardia infeliz solo por aburrimiento, en busca de emociones fuertes que acabaran con el insufrible tedio de mi existencia gris. Cuando se afirmó que lo había hecho por odio a las instituciones del Estado y se me acusó de anarquista y terrorista, hasta me sentí halagado. Me habían convertido en una especie de héroe de los marginales y los insociables. Pero no era cierto, lo hice simplemente porque ya no aguantaba tanto tedio.
Tic, tac…
Lo peor de todo fue que la vida en la cárcel es todavía más aburrida que mi anterior oficio de barrendero. Antes me exasperaba repitiendo hasta el infinito la acción de retirar las pequeñas porquerías de la calle con mi escoba y mi recogedor. Y ese día de cielo tormentoso, el viento arrastraba hojas de papel, servilletas, periódicos y una multitud de objetos absurdos desde las desiertas terrazas de los cafés del Paseo Marítimo. No estaba dispuesto a consentirlo, no podía resignarme ni un segundo más a aquel eterno retorno sin principio ni final; y cuando vi al policía tirar su colilla al suelo, me abalancé sobre él y lo estrangulé con el mango de mi escoba sobre su garganta, Luego introduje la maldita colilla en su boca muerta y me fui a entregarme a la cercana comisaría. Fue el suceso más emocionante de toda mi vida anodina y simple. Por un momento de gloria como ése valía la pena el castigo.
Tic, tac, tic, tac, tic… TAC.
Vaya, esto se anima. Más allá de los barrotes de la puerta de mi celda, veo venir al alcaide, acompañado del capellán y los verdugos... bueno, ahora se les llama funcionarios de prisiones. Todos llevan la cabeza gacha. Seguramente se avergüenzan de su triste papel en la sociedad. No se atreverán a mirarme a los ojos cuando el alcaide me lea, una vez más, la aburrida sentencia, con sus considerandos y sus circunloquios. No pienso escucharla, me entretendré pensando en los detalles de la ejecución…
Por fin va a pasar algo interesante en esta cárcel tediosa…
Miguel Ángel Pérez Oca.