HACE 70 AÑOS (1)
Bajo un sol de injusticias.
Viernes, 27 de marzo de 2009. Tal día como hoy, hace 70 años, nuestro puerto se estaba llenando de gente desesperada, mientras en el muelle de levante un marino galés de rostro simpático y atractivo pensaba qué podía hacer para paliar tantos sufrimientos. La guerra se estaba acabando en medio de la debacle de la II República, y master Dickson, capitán del mítico Stambrook, resolvió no pensar en su propia seguridad ni en la de su modesto barco carbonero, y dejar subir abordo a todos los que pudiera albergar. Él era un hombre de bien, un marino honrado, y un marino honrado no abandona a los náufragos en su desgracia. Y la pasarela de su barco fue como un puente de luz que llevó a la salida del infierno a casi tres mil personas.
Son las 9 de la mañana y un señora delgada, inconfundiblemente anglosajona, y un hombre rubio, los hijos de aquel mítico capitán Dickson, se acercan a nosotros en el puerto. Minutos antes hemos visto su imagen en el periódico Información. “Hay gente que nos ha dicho: mi padre se salvó gracias a tu padre, y eso nos emociona”. Los saludamos agradecidos, orgullosos de posar junto a ellos en una foto. Qué maravilloso debe ser que la gente te diga que tu padre fue un héroe, pero no de esos que han ganado una batalla sangrienta, sino de esa clase de héroes maravillosos que salvan personas, cientos de personas, miles de personas, con riesgo de su vida; uno de esos héroes de verdad.
En el autobús hemos ido al campo de Albatera, secarral inhóspito, donde el sol se clava en la piel, como un reproche, donde la nada rodeada de matojos y palmeras esconde, bajo tierra, los huesos torturados de los que no encontraron sitio en el Stambrook y en vano esperaron a otros héroes que los rescatasen. Ellos no sabían, los pobres, que no abundan los capitanes como Dickson. El campo hoy está vacío, aunque en la mente aún perdura el eco de los alaridos y los gemidos de dolor y de muerte. Hay un austero monumento a su entrada y tan solo ha permanecido a través del tiempo una caseta de piedra con techo de uralita, que entonces fue tahona donde se hacía el chusco diario. Se dice que los presos, en los varios meses que allí sufrieron, solo comían pan y sardinas de lata, y que, durante años, una oxidada cordillera de latas bordeó el camino que conducía al suplicio. Los verdugos fascistas fusilaban a los presos junto a las alambradas, a la vista de todos, para que su muerte sirviera de ejemplo y advertencia. Si alguien se fugaba, el que le antecedía y el que le seguía en la lista eran fusilados como escarmiento. Hoy no queda nada sobre los huesos dispersos, someramente enterrados, solo el ánimo sobrecogido de quien adivina el horror que aún gime con la brisa en aquel páramo terrible.
Fuimos después a Orihuela, a ver la casa del poeta. Miguel Hernández sigue de alguna manera vivo entre esas entrañables paredes. Uno puede atravesar la casa y pasar del salón a la cocina de carbón y salir al patio y atravesar un postigo y plantarse ante la higuera más famosa de la poesía española. “Volverás a mi huerto y a mi higuera, por los altos andamios de las flores, pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores…“, parece que aún nos dice el poeta a la sombra del árbol venerable. Mis amigos me sacan una foto que guardaré para siempre. Arnold y Dorotea escuchan con atención cómo varios poetas de Auca recitan los versos. Ellos no entienden el español, pero la elocuencia y la cadencia de la palabra también los emociona. Julia Díaz Climent cierra el acto con una poesía hernandiana que parece escrita para recordar a los muertos de Albatera, aquellos que no pudieron subir al Stambrook; aquellos que se quedaron en el muelle mientras el corazón de master Dickson se partía de pena por no tener al Queen Mary bajo su mando en lugar de un pequeño, y a la vez tan grande, barquito carbonero.
Nos hemos ido después al Campo de los Almendros y Elena Albajar nos ha explicado cómo será el memorial que pondremos allí tarde o temprano, le guste o no a quien tenga o no que gustarle. Una depresión del terreno con almendros que habrán retornado al lugar de donde fueron expulsados por el voraz ladrillo y la ciudad sicalíptica y artificial. Una depresión que parecerá rescatada por un arqueólogo de la memoria, rodeada de un banco de piedra tricolor, con la bandera que fue enseña de España durante 9 años de efímera democracia, quieran o no los falsos historiadores de la manipulación y la ignorancia. Lo haremos, Elena, lo haremos; que no te quepa duda.
Y al final, una gigantesca paella en el castillo de Santa Bárbara, junto a las inscripciones de los presos en las piedras artilleras. Los hermanos Dickson se asoman a las almenas para ver el mar luminoso y azul y contemplar la ciudad, tan diferente y a la vez tan parecida a la de entonces. “Esa es la plaza de toros”, les digo, y él me contesta: “Ah, la arena…”
Y me voy a casa a descansar un rato. Esta tarde, a las 8, nos hablarán Enrique Cerdán Tato y Marcos Ana en el Club Información. El maestro Cerdán nos contará el fin de la guerra en Alicante, último bastión, ya por segunda vez, de la democracia y la libertad de España. Marcos Ana nos presentará su libro “Decidme cómo es un árbol”, cimentado sobre veinte años de prisión y sufrimiento en defensa de la decencia democrática.
Hay días que no se olvidan nunca. Yo nunca olvidaré el día luminoso y mágico en que conocí a los hijos del capitán Dickson.
Miguel Ángel Pérez Oca.
Bajo un sol de injusticias.
Viernes, 27 de marzo de 2009. Tal día como hoy, hace 70 años, nuestro puerto se estaba llenando de gente desesperada, mientras en el muelle de levante un marino galés de rostro simpático y atractivo pensaba qué podía hacer para paliar tantos sufrimientos. La guerra se estaba acabando en medio de la debacle de la II República, y master Dickson, capitán del mítico Stambrook, resolvió no pensar en su propia seguridad ni en la de su modesto barco carbonero, y dejar subir abordo a todos los que pudiera albergar. Él era un hombre de bien, un marino honrado, y un marino honrado no abandona a los náufragos en su desgracia. Y la pasarela de su barco fue como un puente de luz que llevó a la salida del infierno a casi tres mil personas.
Son las 9 de la mañana y un señora delgada, inconfundiblemente anglosajona, y un hombre rubio, los hijos de aquel mítico capitán Dickson, se acercan a nosotros en el puerto. Minutos antes hemos visto su imagen en el periódico Información. “Hay gente que nos ha dicho: mi padre se salvó gracias a tu padre, y eso nos emociona”. Los saludamos agradecidos, orgullosos de posar junto a ellos en una foto. Qué maravilloso debe ser que la gente te diga que tu padre fue un héroe, pero no de esos que han ganado una batalla sangrienta, sino de esa clase de héroes maravillosos que salvan personas, cientos de personas, miles de personas, con riesgo de su vida; uno de esos héroes de verdad.
En el autobús hemos ido al campo de Albatera, secarral inhóspito, donde el sol se clava en la piel, como un reproche, donde la nada rodeada de matojos y palmeras esconde, bajo tierra, los huesos torturados de los que no encontraron sitio en el Stambrook y en vano esperaron a otros héroes que los rescatasen. Ellos no sabían, los pobres, que no abundan los capitanes como Dickson. El campo hoy está vacío, aunque en la mente aún perdura el eco de los alaridos y los gemidos de dolor y de muerte. Hay un austero monumento a su entrada y tan solo ha permanecido a través del tiempo una caseta de piedra con techo de uralita, que entonces fue tahona donde se hacía el chusco diario. Se dice que los presos, en los varios meses que allí sufrieron, solo comían pan y sardinas de lata, y que, durante años, una oxidada cordillera de latas bordeó el camino que conducía al suplicio. Los verdugos fascistas fusilaban a los presos junto a las alambradas, a la vista de todos, para que su muerte sirviera de ejemplo y advertencia. Si alguien se fugaba, el que le antecedía y el que le seguía en la lista eran fusilados como escarmiento. Hoy no queda nada sobre los huesos dispersos, someramente enterrados, solo el ánimo sobrecogido de quien adivina el horror que aún gime con la brisa en aquel páramo terrible.
Fuimos después a Orihuela, a ver la casa del poeta. Miguel Hernández sigue de alguna manera vivo entre esas entrañables paredes. Uno puede atravesar la casa y pasar del salón a la cocina de carbón y salir al patio y atravesar un postigo y plantarse ante la higuera más famosa de la poesía española. “Volverás a mi huerto y a mi higuera, por los altos andamios de las flores, pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores…“, parece que aún nos dice el poeta a la sombra del árbol venerable. Mis amigos me sacan una foto que guardaré para siempre. Arnold y Dorotea escuchan con atención cómo varios poetas de Auca recitan los versos. Ellos no entienden el español, pero la elocuencia y la cadencia de la palabra también los emociona. Julia Díaz Climent cierra el acto con una poesía hernandiana que parece escrita para recordar a los muertos de Albatera, aquellos que no pudieron subir al Stambrook; aquellos que se quedaron en el muelle mientras el corazón de master Dickson se partía de pena por no tener al Queen Mary bajo su mando en lugar de un pequeño, y a la vez tan grande, barquito carbonero.
Nos hemos ido después al Campo de los Almendros y Elena Albajar nos ha explicado cómo será el memorial que pondremos allí tarde o temprano, le guste o no a quien tenga o no que gustarle. Una depresión del terreno con almendros que habrán retornado al lugar de donde fueron expulsados por el voraz ladrillo y la ciudad sicalíptica y artificial. Una depresión que parecerá rescatada por un arqueólogo de la memoria, rodeada de un banco de piedra tricolor, con la bandera que fue enseña de España durante 9 años de efímera democracia, quieran o no los falsos historiadores de la manipulación y la ignorancia. Lo haremos, Elena, lo haremos; que no te quepa duda.
Y al final, una gigantesca paella en el castillo de Santa Bárbara, junto a las inscripciones de los presos en las piedras artilleras. Los hermanos Dickson se asoman a las almenas para ver el mar luminoso y azul y contemplar la ciudad, tan diferente y a la vez tan parecida a la de entonces. “Esa es la plaza de toros”, les digo, y él me contesta: “Ah, la arena…”
Y me voy a casa a descansar un rato. Esta tarde, a las 8, nos hablarán Enrique Cerdán Tato y Marcos Ana en el Club Información. El maestro Cerdán nos contará el fin de la guerra en Alicante, último bastión, ya por segunda vez, de la democracia y la libertad de España. Marcos Ana nos presentará su libro “Decidme cómo es un árbol”, cimentado sobre veinte años de prisión y sufrimiento en defensa de la decencia democrática.
Hay días que no se olvidan nunca. Yo nunca olvidaré el día luminoso y mágico en que conocí a los hijos del capitán Dickson.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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