viernes, 5 de septiembre de 2008

LA VICTIMA Y EL VERDUGO



Giordano Bruno fue quemado en la hoguera de la Inquisición Romana el 17 de febrero del año 1600, formando parte de los festejos de ese Año Santo. Había sido condenado por el delito de ser hereje contumaz, ya que opinaba que el Universo es infinito, sin centro ni bordes y que las estrellas eran soles como el nuestro, probablemente rodeadas de planetas habitados, como nuestro mundo. Lo cual, según los teólogos de entonces, contradecía a las Sagradas Escrituras. También se atrevió a pronosticar el descubrimiento de nuevos planetas en nuestro Sistema Solar, siglos antes de que fueran encontrados Urano, Neptuno, Plutón, los asteroides, etc. En realidad Bruno fue el primer ser humano que vio el Universo como realmente es, como ahora lo concebimos, ilimitado y lleno de soles y sistemas planetarios. Pensaba que la materia está formada por átomos y que es la forma que adoptan esos átomos al organizarse para formas cosas, y no las sustancias aristotélicas, las que determinan la clase de materia. También pensaba que los átomos son las unidades básicas de la materia y del espíritu, cuyas manifestaciones máximas son el Universo y Dios, cuerpo y alma de la Totalidad. Su pateísmo escandalizó a la Iglesia que pidió su extradición desde Venecia, y lo mantuvo largos años en una celda de Castel Sant'Angelo, donde era torturado regularmente. Al fin, ante la incapacidad de los teólogos del llamado Santo Oficio de desmontar sus brillantes argumentos, el papa Clemente VIII recurrió al mejor teólogo de entonces, el padre jesuita Roberto Bellarmino, ascendido a cardenal en reconocimiento de su brillante instrucción del caso, con 8 proposiciones de herejía que llevarían a Bruno a la hoguera. Cuando se le leyó la sentencia, Giordano Bruno dijo: "Creo que pronunciais mi condena con más temor del que yo siento al escucharla". Fue quemado en la plaza romana de Campo dei Fiori y sus cenizas lanzadas al Tiber. Su juez, Roberto Bellarmino, fue nombrado Doctor de la Iglesia y canonizado en 1930, cuando ya se sabía con toda certeza que Bruno tenía toda la razón. Hasta ese punto llega la soberbia de las jerarquías católicas y sus típicas huídas hacia adelante.

En mi último viaje a Roma visité el Campo dei Fiori y me saqué esta foto ante el monumento a Bruno. La estampa del niño contemplando el monumento no tiene desperdicio. Muy cerca de allí, en la iglesia del Gesú, junto a la tumba de san Ignacio de Loyola, reposa san Roberto Bellarmino, inquisidor y juez de Bruno y de muchos otros inocentes.

Esa es la Iglesia cuyos jerarcas pretenden darnos lecciones de moral y de respeto a la vida, que siguen cuestionando la Ciencia y que condenan el aborto pero no la pena de muerte.

La Historia los juzgará, como ellos juzgaron a Bruno, pero ellos sí que temen la sentencia.

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