En la última reunión de la Tertulia de la Bodega de Adolfo acordamos que el relato a escribir debía tener como tema "la carretera" y, además, ser erótico. Bueno, pues ahí va el mío. Ya me diréis.
SEXO OLÍMPICO.
Fiona había ganado
la medalla de oro de salto de longitud en la última olimpiada. Se trataba de
una de esas rubias eslavas bellísimas, de altos pómulos y ojos claros y enormes;
con el morbo añadido de un cuerpo atlético de senos pequeños y firmes, vientre liso
y piernas larguísimas y musculosas. Íbamos a Briviesca, donde ella inauguraría
un polideportivo en el que yo daría una conferencia sobre “La razón y el
instinto”, el título de mi último libro. Pero, antes que nada, íbamos a cenar y
dormir en el hotel “El Vallés”, famoso por sus magníficos platos castellanos. Al
día siguiente tendríamos toda la jornada ocupada por los actos previstos, antes
de regresar a Madrid.
La
carretera se extendía ante nuestros ojos, rodeada de tinieblas, mientras
sosteníamos una interesante conversación sobre temas de mi especialidad. Yo
afirmaba que los instintos son el motor de nuestra conducta, que la razón es
solo una herramienta a su servicio, y que el sexual es el instinto más poderoso.
Los líderes religiosos han sabido sacar partido de ello y desde tiempos
inmemoriales se han dedicado a administrar nuestros impulsos sexuales con el
fin de dominarnos. Y así, alienados por siglos de civilización castrante, hemos
aceptado como buenos la monogamia, la castidad y el pudor. Y sin embargo,
añadí, la razón y el ingenio libres deberían ayudar al sexo a alcanzar la
perfección y hacernos más felices. Sus posibilidades son infinitas…
Fiona
asentía con gesto resuelto, propio de una atleta consumada, mientras yo
insistía: “Si no fuésemos individuos condicionados por los prejuicios morales,
podría proponerte algo que quizá te parezca desvergonzado…”
Y ella afirmó
con la cabeza: “Propónmelo”, me invitó.
-Voy
a inventarme un nuevo deporte, a ver qué te parece… El orgasmo de longitud – apunté,
confiando en que no pudiera resistirse a aceptar el reto -. Mira: yo pondría el
coche a toda velocidad y te iría acariciando hasta que alcanzases el orgasmo,
cronometraríamos su duración y veríamos cuántos metros habrías estado gozando…
-Espera
– me dijo sin vacilar, mientras se quitaba sus brevísimas braguitas y las
depositaba en la bandeja del salpicadero. Después sacó de su bolso un
cronómetro y lo sostuvo en la mano derecha, dispuesta a pulsarlo en el momento
oportuno.
-Puedes
empezar – me indicó con absoluta naturalidad, y yo pisé a fondo el acelerador
mientras introducía mi mano derecha bajo su minifalda, por entre unos muslos
durísimos que se abrieron de par en par. Fui hundiendo mis dedos en las
frondosidades de su cuidado vello púbico;
después, con la maestría que me ha dado una vida llena de fructíferas
experiencias, busqué el punto más sensible y las profundidades húmedas y cálidas
que esperaban mis caricias. Ella empezaba a jadear. El coche alcanzó los 140
kilómetros por hora en una recta que se perdía más allá de la luz de los faros.
Y al fin Fiona apretó el botón del cronómetro, mientras gritaba: “¡Ya, ya, ya,
ahoraaaa…!”
Yo,
mentalmente, iba contando los segundos. Y así transcurrieron más de dos minutos
de gemidos y espasmos, que en alguna ocasión me hicieron temer por nuestra seguridad.
La carga de adrenalina era brutal y la sensación de peligro y excitación me nublaban
el entendimiento, mientras mi mano izquierda apenas acertaba a dominar el volante.
Después, ella pulsó de nuevo el botón y apartó mi mano de su sexo. Yo me puse a
hacer cálculos mentales: “Has tenido un orgasmo de más de 4 kilómetros y medio.
Enhorabuena. Seguramente, es un record”. Y la vi sonreír con los ojos cerrados.
Cuando
llegamos al hotel “El Vallés”, decidimos irnos a la cama sin cenar, sin acordarnos
siquiera de la famosa cocina de aquel establecimiento. Ocupamos solo una de las dos habitaciones que habíamos reservado;
a la que, horas más tarde, nos traerían unos sándwiches y una botella de cava. En
cuanto a las braguitas de Fiona, se quedaron en la bandeja del salpicadero.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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