martes, 28 de agosto de 2012

UN RELATO DESVERGONZADO.



En la última reunión de la Tertulia de la Bodega de Adolfo acordamos que el relato a escribir debía tener como tema "la carretera" y, además, ser erótico. Bueno, pues ahí va el mío. Ya me diréis.

                                                             SEXO OLÍMPICO.
            Fiona había ganado la medalla de oro de salto de longitud en la última olimpiada. Se trataba de una de esas rubias eslavas bellísimas, de altos pómulos y ojos claros y enormes; con el morbo añadido de un cuerpo atlético de senos pequeños y firmes, vientre liso y piernas larguísimas y musculosas. Íbamos a Briviesca, donde ella inauguraría un polideportivo en el que yo daría una conferencia sobre “La razón y el instinto”, el título de mi último libro. Pero, antes que nada, íbamos a cenar y dormir en el hotel “El Vallés”, famoso por sus magníficos platos castellanos. Al día siguiente tendríamos toda la jornada ocupada por los actos previstos, antes de regresar a Madrid.
            La carretera se extendía ante nuestros ojos, rodeada de tinieblas, mientras sosteníamos una interesante conversación sobre temas de mi especialidad. Yo afirmaba que los instintos son el motor de nuestra conducta, que la razón es solo una herramienta a su servicio, y que el sexual es el instinto más poderoso. Los líderes religiosos han sabido sacar partido de ello y desde tiempos inmemoriales se han dedicado a administrar nuestros impulsos sexuales con el fin de dominarnos. Y así, alienados por siglos de civilización castrante, hemos aceptado como buenos la monogamia, la castidad y el pudor. Y sin embargo, añadí, la razón y el ingenio libres deberían ayudar al sexo a alcanzar la perfección y hacernos más felices. Sus posibilidades son infinitas…
            Fiona asentía con gesto resuelto, propio de una atleta consumada, mientras yo insistía: “Si no fuésemos individuos condicionados por los prejuicios morales, podría proponerte algo que quizá te parezca desvergonzado…”
Y ella afirmó con la cabeza: “Propónmelo”, me invitó.
          -Voy a inventarme un nuevo deporte, a ver qué te parece… El orgasmo de longitud – apunté, confiando en que no pudiera resistirse a aceptar el reto -. Mira: yo pondría el coche a toda velocidad y te iría acariciando hasta que alcanzases el orgasmo, cronometraríamos su duración y veríamos cuántos metros habrías estado gozando…
            -Espera – me dijo sin vacilar, mientras se quitaba sus brevísimas braguitas y las depositaba en la bandeja del salpicadero. Después sacó de su bolso un cronómetro y lo sostuvo en la mano derecha, dispuesta a pulsarlo en el momento oportuno.
            -Puedes empezar – me indicó con absoluta naturalidad, y yo pisé a fondo el acelerador mientras introducía mi mano derecha bajo su minifalda, por entre unos muslos durísimos que se abrieron de par en par. Fui hundiendo mis dedos en las frondosidades de  su cuidado vello púbico; después, con la maestría que me ha dado una vida llena de fructíferas experiencias, busqué el punto más sensible y las profundidades húmedas y cálidas que esperaban mis caricias. Ella empezaba a jadear. El coche alcanzó los 140 kilómetros por hora en una recta que se perdía más allá de la luz de los faros. Y al fin Fiona apretó el botón del cronómetro, mientras gritaba: “¡Ya, ya, ya, ahoraaaa…!”
Yo, mentalmente, iba contando los segundos. Y así transcurrieron más de dos minutos de gemidos y espasmos, que en alguna ocasión me hicieron temer por nuestra seguridad. La carga de adrenalina era brutal y la sensación de peligro y excitación me nublaban el entendimiento, mientras mi mano izquierda apenas acertaba a dominar el volante. Después, ella pulsó de nuevo el botón y apartó mi mano de su sexo. Yo me puse a hacer cálculos mentales: “Has tenido un orgasmo de más de 4 kilómetros y medio. Enhorabuena. Seguramente, es un record”. Y la vi sonreír con los ojos cerrados.
            Cuando llegamos al hotel “El Vallés”, decidimos irnos a la cama sin cenar, sin acordarnos siquiera de la famosa cocina de aquel establecimiento. Ocupamos solo una  de las dos habitaciones que habíamos reservado; a la que, horas más tarde, nos traerían unos sándwiches y una botella de cava. En cuanto a las braguitas de Fiona, se quedaron en la bandeja del salpicadero. 

                                                  Miguel Ángel Pérez Oca.

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