El RING es un local que se proclama “Sala experimental de Arte” y que se encuentra en la calle Barcelona, nº 4, de Alicante. Es un lugar de encuentro regentado por mi amigo Vicente Leal, donde uno se puede tomar una cerveza mientras presencia un ensayo teatral, ve una exposición de arte alternativo, escucha música no convencional o asiste a un recital de poesía. Es un sitio de aspecto austero, con un espacio para teatro, con su pequeño escenario y un “patio de butacas” sin butacas, donde uno puede permanecer de pie o sentarse en el suelo para presenciar algún inesperado espectáculo de interpretación, en un ambiente muy especial. Os aconsejo que entréis en la página Web de EL RING y veréis la rica programación que ofrece a todo aquel al que no satisfaga del todo la cultura oficial y prefiera participar de una forma de entender los hechos culturales más inconformista, más honesta y más auténtica.
El otro día fui invitado a asistir a la representación de una obra titulada “Cuatro vidas que se cierran”, producto del último taller de teatro impartido por Vicente Leal. Ya el ambiente inicial, nada más entrar al espacio de teatro de EL RING, me resultó bastante impactante. Lo que en un teatro convencional sería el patio de butacas, es un espacio desprovisto de asientos, donde los asistentes quedan apoyados contra la pared o se sientan en el suelo. El escenario, con un espejo, una cortina roja en el centro y delante una taza de water, ya nos indicaba que lo que íbamos a ver no era corriente. La obra consistía en cuatro monólogos interpretados por sendos suicidas que se inmolaban ante el público, jugando muy hábilmente con las luces y la oscuridad. Por primera vez en mi vida me di cuenta de lo gráfica que puede resultar la oscuridad en una obra teatral. Una chica, sentada en el water se suicidaba ingiriendo pastillas de un frasco, mientras se lamentaba de su cuerpo, según ella demasiado obeso, hasta que la oscuridad se tragaba a la chica y al artilugio sanitario. Al encenderse la luz, un personaje de aspecto sofisticado nos decía que no tenía más remedio que suicidarse para que sus amigos supieran que era capaz de hacerlo, pese a su fama de frívolo, y mientras especulaba sobre la nada y la eternidad, arrastraba una bombona de butano con la goma cortada y abría la espita. La luz se iba apagando mientras dejaba en el aire el sonido inquietante del gas saliendo de su recipiente. Y pude percibir la inquietud entre algunos asistentes que, como yo, olisqueaban temiendo que un alarmante olor a butano nos hiciera salir huyendo de la sala. La luz no se encendía, sino que desde la puerta de entrada aparecía una muchacha con un manojo de velas encendidas en los brazos. Las iba depositando en el suelo, mientras increpaba al público por su insensibilidad, por su indiferencia ante su sufrimiento. Después iba apagando las velas y volvía a salir, aunque de pronto aparecía por una ventana del segundo piso que daba a la sala y hacía además de lanzarse al vacío, ante el creciente estupor de los asistentes. Y por último, mi amigo Vicente interpretaba el último monólogo, en el que un hombre confesaba a sus hijos que había matado a su madre para vengar su pasividad ante los abusos del padre, mientras subía al escenario con una cuerda que dejaba en el suelo. Volvía después a por una pesada escalera, que plantaba en medio del escenario y bajaba por segunda vez a por una silla, mientras iba desarrollando su discurso sobre la ley, la muerte, la vida… Al final ataba la cuerda a una viga del techo, le hacía un nudo corredizo, apartaba la escalera con parsimonia y se subía a la silla, pasándose el nudo de la cuerda por el cuello. Se apagaba la luz y todos oíamos, sobrecogidos, el pesado sonido del cuerpo al quedar colgando y de la silla al rodar por el escenario. La luz tardaba en encenderse, y el público angustiado esperaba comprobar que, cuando volviera, no iba a ver a Vicente ahorcado, balanceándose en el escenario…
Desde luego, si un actor quisiera suicidarse ante su público, esta obra sería la ideal.
Cuando volvió la luz, la cuerda, felizmente, se balanceaba sola, y Vicente y sus compañeros Patricia Pantoja, Sandro Cavaliere y Sara Ruiz salieron de distintos puntos de la sala para subir al escenario a saludar. Todavía Vicente interrumpió los aplausos con un gesto y la chica de las velas encendidas nos dijo que no querían que les aplaudiésemos sino que los besáramos, y bajaron a la sala para recibir nuestro afecto y nuestra admiración.
Ha sido una experiencia singular y muy emotiva. La interpretación fue perfecta y el texto invitaba a reflexionar, en una representación que me sugiere que no hay necesidad de asistir a salas profesionales y tradicionales para ver algo que nos puede llegar muy dentro; que el arte debe ser original o no es arte, y que lo auténtico surge a menudo entre minorías y en lugares modestos e inesperados.
Enhorabuena, amigos. Eso es hacer cultura.
Miguel Ángel Pérez Oca.
El otro día fui invitado a asistir a la representación de una obra titulada “Cuatro vidas que se cierran”, producto del último taller de teatro impartido por Vicente Leal. Ya el ambiente inicial, nada más entrar al espacio de teatro de EL RING, me resultó bastante impactante. Lo que en un teatro convencional sería el patio de butacas, es un espacio desprovisto de asientos, donde los asistentes quedan apoyados contra la pared o se sientan en el suelo. El escenario, con un espejo, una cortina roja en el centro y delante una taza de water, ya nos indicaba que lo que íbamos a ver no era corriente. La obra consistía en cuatro monólogos interpretados por sendos suicidas que se inmolaban ante el público, jugando muy hábilmente con las luces y la oscuridad. Por primera vez en mi vida me di cuenta de lo gráfica que puede resultar la oscuridad en una obra teatral. Una chica, sentada en el water se suicidaba ingiriendo pastillas de un frasco, mientras se lamentaba de su cuerpo, según ella demasiado obeso, hasta que la oscuridad se tragaba a la chica y al artilugio sanitario. Al encenderse la luz, un personaje de aspecto sofisticado nos decía que no tenía más remedio que suicidarse para que sus amigos supieran que era capaz de hacerlo, pese a su fama de frívolo, y mientras especulaba sobre la nada y la eternidad, arrastraba una bombona de butano con la goma cortada y abría la espita. La luz se iba apagando mientras dejaba en el aire el sonido inquietante del gas saliendo de su recipiente. Y pude percibir la inquietud entre algunos asistentes que, como yo, olisqueaban temiendo que un alarmante olor a butano nos hiciera salir huyendo de la sala. La luz no se encendía, sino que desde la puerta de entrada aparecía una muchacha con un manojo de velas encendidas en los brazos. Las iba depositando en el suelo, mientras increpaba al público por su insensibilidad, por su indiferencia ante su sufrimiento. Después iba apagando las velas y volvía a salir, aunque de pronto aparecía por una ventana del segundo piso que daba a la sala y hacía además de lanzarse al vacío, ante el creciente estupor de los asistentes. Y por último, mi amigo Vicente interpretaba el último monólogo, en el que un hombre confesaba a sus hijos que había matado a su madre para vengar su pasividad ante los abusos del padre, mientras subía al escenario con una cuerda que dejaba en el suelo. Volvía después a por una pesada escalera, que plantaba en medio del escenario y bajaba por segunda vez a por una silla, mientras iba desarrollando su discurso sobre la ley, la muerte, la vida… Al final ataba la cuerda a una viga del techo, le hacía un nudo corredizo, apartaba la escalera con parsimonia y se subía a la silla, pasándose el nudo de la cuerda por el cuello. Se apagaba la luz y todos oíamos, sobrecogidos, el pesado sonido del cuerpo al quedar colgando y de la silla al rodar por el escenario. La luz tardaba en encenderse, y el público angustiado esperaba comprobar que, cuando volviera, no iba a ver a Vicente ahorcado, balanceándose en el escenario…
Desde luego, si un actor quisiera suicidarse ante su público, esta obra sería la ideal.
Cuando volvió la luz, la cuerda, felizmente, se balanceaba sola, y Vicente y sus compañeros Patricia Pantoja, Sandro Cavaliere y Sara Ruiz salieron de distintos puntos de la sala para subir al escenario a saludar. Todavía Vicente interrumpió los aplausos con un gesto y la chica de las velas encendidas nos dijo que no querían que les aplaudiésemos sino que los besáramos, y bajaron a la sala para recibir nuestro afecto y nuestra admiración.
Ha sido una experiencia singular y muy emotiva. La interpretación fue perfecta y el texto invitaba a reflexionar, en una representación que me sugiere que no hay necesidad de asistir a salas profesionales y tradicionales para ver algo que nos puede llegar muy dentro; que el arte debe ser original o no es arte, y que lo auténtico surge a menudo entre minorías y en lugares modestos e inesperados.
Enhorabuena, amigos. Eso es hacer cultura.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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