jueves, 29 de diciembre de 2016

¡CULPABLE!

Monumento a Giordano Bruno en Campo di Fiori (Roma)

La tumba de su verdugo, San (?) Roberto Belarmino en el Gesú (Roma)


En la Tertulia de ayer el tema era "Culpable" y yo presenté esta narración que espero os guste. Aunque en el texto no se mencionan nombres, está claro que los dos personajes son Giordano Bruno y San Roberto Belarmino, Consultor Apostólico (Juez Instructor del proceso), canonizado en 1930.

EL CULPABLE.
            El fraile herético había sido declarado culpable del peor delito que la Iglesia de entonces castigaba, no con la muerte, puesto que hipócritamente sostenía que “la Iglesia aborrece la sangre”, sino con su entrega al brazo secular, que era el encargado de castigarlo de la manera más conveniente, que, por cierto, siempre era la muerte en la hoguera; porque la hoguera tiene, como cantaría siglos después el genial Javier Krahe “un qué sé yo, que solo lo tiene la hoguera”. Y es que el espectáculo edificante formaba entonces una parte fundamental de la institución religiosa. Sin embargo, el acusado, cuando oyó la sentencia del Santo Tribunal, había respondido insolente: “Maiori forsam cum timore sententiam in me fertis, quam ego accipiam”, o sea: “Pronunciáis vuestra sentencia con más miedo del que yo siento al escucharla”. Así… con dos cojones.
            Y es que el fraile herético no era cualquier infeliz. Lo de menos, para el Cardenal Juez Instructor, eran sus afirmaciones de que las estrellas son soles como el nuestro, rodeados de planetas habitados por gente como nosotros. No, eso podía ser calificado como craso y absurdo error filosófico, pero no como herejía peligrosa. En cambio, su concepto panteísta de un Universo infinito y eterno que es el cuerpo de Dios; y de Dios, como alma de ese Universo; del átomo, como unidad mínima e indivisible de alma y cuerpo; de la identidad de los seres según las formas en que se organiza la materia atómica; de la eternidad del Espíritu Universal al que todos pertenecemos en una realidad grandiosa, donde la muerte no es más que una anécdota; todos esos postulados eran los que irritaban a los teólogos del Santo Oficio, porque presentaban un Dios infinitamente más grande y maravilloso que el limitado, celoso y cruel Señor al que ellos decían representar. Y les resultaba intolerable que el reo pretendiese superar la religión oficial con una idea tan por encima y tan fuera del control de los administradores morales del castigo y el perdón. No lo podían consentir. Por eso lo habían declarado culpable de ser, a más de un repugnante hereje, un temible heresiarca.
            Ahora, el Cardenal se sentía necesitado de confirmar la culpabilidad del filósofo con cualquier señal significativa, y espiaba su martirio desde una discreta ventana de la torre más alta de su palacio. A esas horas de la madrugada, cuando las llamas iban a contrastar con un cielo todavía cuajado de estrellas invernales, el condenado, desnudo, era atado al poste, sobre la pira. No podría manifestar al pueblo sus perniciosas teorías, dado que una escarpia sujeta a su boca le atravesaba la lengua, no fuera a convencer a algún ingenuo, o a algún pecador en potencia, de unos argumentos que, de creerse ciertos, se resolverían en una inversión de la culpa. Porque entonces, alguien podría pensar en él como la víctima de unos jueces prevaricadores.
            -¡Besa, besa la cruz, maldito arrogante! – gritaba el Cardenal para sí, cuando vio que el hereje rechazaba el crucifijo que le ofrecía un sacerdote; mientras el verdugo se acercaba ya, indiferente, con una antorcha encendida en la mano. Porque besar la cruz hubiera sido un gesto de arrepentimiento que confirmaría su culpabilidad. Entonces, generosos, los clérigos presentes hubieran autorizado al ejecutor a que lo estrangulara antes de que padeciese los dolores terribles de la cremación. Pero aceptar la culpabilidad significaba absolver a los jueces; y eso era algo que el condenado no les concedería. No había llegado hasta allí para perder la integridad por miedo al dolor.
            Entre el público expectante había una bellísima mujer atormentada por la pena de ver consumirse en el fuego a su amado. El fraile la vio desde lo alto de la pira y, desgarrando definitivamente su lengua, gritó por encima de todas las cabezas:
            -¡Giulia! ¡Giulia! ¡Amore mío…! – y después recuperó la serenidad y esa enorme dignidad con la que murió desafiante, firme y silente entre las llamas.

            Y el Cardenal, aunque nunca lo confesaría, ni siquiera a sí mismo, se vio culpable; y se sintió pequeño y asqueroso como un gusano.   
                                                                                               Miguel Ángel Pérez Oca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pobres gusanos, compararlos con Roberto Belarmino, "padre de la Iglesia" como el viejo putero arrepentido Agustín, San. La hipocresía de la iglesia católica llaga al extremo de llamar "relajación" a la muerte por sentencia aplicada sin ninguna posibilidad de defensa. Respecto a Bruno no dejo de compararlo con Miguel Hernandez. A él también se le exigía el "arrepentimiento". Miguel dijo tras la visita de Dionisio Riduejo y su amigo Cassio: "se creen que Miguel Hernandez se vende como una puta barata". Lo dejaron morir podrido, de asco en la infame enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante. Por cierto, Miguel Hernandez también tuvo su Belarmino. Almarcha.

Eusebio Pérez Oca