martes, 26 de febrero de 2013

EL SORDO.


Esta vez, el tema a desarrollar en la Tertulia de la Bodega Adolfo era "la sordera", así que de eso trata el relato que os ofrezco hoy. Por cierto, las piruletas de pato y el caldo gallego que nos sirvió Víctor estaban de rechupete.


EL SORDO.
Los ciegos dan pena, pero los sordos dan risa. Todos se compadecen de un pobre ciego y no se les ocurre reírse de él cuando tropieza con los muebles o las paredes; pero cuando un sordo confunde una palabra con otra, y responde que no está “gordo” cuando le han llamado sordo, estalla la risa general. Y eso, precisamente, es lo que más me incomoda y me aleja de mis semejantes: sus miradas burlonas, sus conversaciones inalcanzables para mí y que nunca sé si son inocentes o si me critican a sabiendas de que no puedo oírlas. Cómo los odio a todos. Porque mi sordera es total, no oigo nada, absolutamente nada. Estoy sordo como una tapia. Así que no me puedo fiar de nadie, ni siquiera de Leocadia, mi jovencísima esposa. De ella menos que de nadie; porque si quisiera engañarme con algún jovencito, podría citarse con él en mi presencia sin temor a que sorprendiera su lasciva conversación. Por eso, cada vez que la veo platicar con algún hombre joven, se me llevan los diablos. Y por eso, últimamente, he pintado tantos monstruos, tantos demonios y brujas, tanto ser malvado con la boca abierta por donde surgen obscenidades que nunca podré oír. Menos mal que las pinturas son mudas y quienes las contemplan tampoco pueden escuchar los improperios que les dirigen mis monstruos, los monstruos que sueña la razón de este sordo atormentado.
Leocadia, a mi lado, charla sin cesar con los demás pasajeros del coche que nos lleva a Francia. Me solivianta esa conversación generalizada, esas risas que me parecen insultantes y esos comentarios burlones acerca de mi sordera, que yo sospecho o imagino. Sé del movimiento del vehículo porque repercute en mi trasero y en mi espalda, a través del asiento, por no percibo el más leve atisbo del chirriar de las ruedas, el relinchar de los caballos y el restallar del látigo del cochero, que adivino entre mis recuerdos de anteriores viajes, cuando aún no me había atacado la enfermedad.
He conocido a muchos sordos en mi vida, pero los peores fueron siempre los que no escuchaban, no los que no oían. Cuántas veces me he desgañitado en discusiones, intentado que un clérigo obtuso, un señorón abotargado o un lacayo servil entendieran las virtudes de la libertad y la democracia, que procuraba inculcarles mientras ellos hacían oídos sordos a mis discursos. Y ahora siento haber sido tan vehemente en mis opiniones, sobre todo después de que me pusiera del lado de los liberales que forzaron a nuestro rey felón, tonto y sátiro a jurar la Constitución. Bien que se los cargó después a todos, a Torrijos, a Riego, al Empecinado, y me temo que seguirá la purga con artistas, escritores y sabios denunciados por los borregos que adoran las cadenas. Yo desprecio a ese rey fofo y lelo para el que solo los toros y los culos merecen atención. Se deja aconsejar por curas sebosos, toreros ignorantes, chulos de putas, monjas milagreras, leguleyos de tercer orden y nuevos inquisidores; mientras el pueblo padece y las mejores cabezas de España tienen que exiliarse, como yo y como tantos otros.
Ahí delante está la frontera. Los guardias nos han parado y exigen los salvoconductos. Un sargento con cara de mala leche me conmina a no sé qué. Yo niego desde mi sordera y Leocadia le hace un gesto señalándose la oreja derecha. Le está diciendo que soy sordo y el muy cabrón se ríe. Los demás pasajeros también le ríen la gracia. Claro, los sordos damos risa, ¿verdad? Y yo los maldigo a todos, eso sí, en silencio, no sea que me oigan, se enfaden conmigo y me delaten.
A veces creo que preferiría ser ciego a sordo. Al menos provocaría respeto o, incluso, solidaridad. Pero entonces no podría pintar y eso acabaría conmigo. Me moriría de pena sabiendo cuál había sido mi última obra; no como ahora que, aunque viejo y sordo, aún puedo esperar que nazcan nuevos cuadros de la mano de este vuestro servidor Francisco de Goya, pintor loco, exiliado, irascible y quizá cornudo…
¡Maldita sordera! 
Miguel Ángel Pérez Oca.

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