miércoles, 9 de marzo de 2011

UN CUENTO DE POMPAS FÚNEBRES




Últimamente estoy acudiendo a la Tertulia Literaria de la Taberna de Adolfo, donde algunos amantes de la literatura nos reunimos ante un plato exótico y un montón de ideas. La última vez aceptamos el reto de escribir un cuento con una temática determinada: Las pompas fúnebres.
Y ahí va el mío. Ya me diréis qué os parece.

MEJOR SEPULTURA OS DI.
En su niñez, Paquito era un infeliz, culigordo y de voz atiplada, del que se burlaban los otros niños de la calle, que lo sometían, junto a su hermano Nicolás, también obeso y torpe, a crueles bromas inmisericordes. El pequeño, Ramón, era otra cosa, atrevido y carismático, se erigía en caudillo de la tropa infantil, siendo con frecuencia el instigador de las malas pasadas que la pandilla gastaba a sus dos hermanos.
Por eso, los dos desgraciados preferían jugar conmigo en la trastienda del negocio de pompas fúnebres de mi padre, entre ataúdes, centros florales, herramientas de carpintero y tablas, virutas y aserrín.
Paquito mostraba una gran habilidad en la fabricación de minúsculos ataúdes para roedores caídos en las ratoneras o insectos envenenados por los polvos que echaba mi padre por los rincones. Un día a Paquito se le murió un canario, y se pasó todo el día fabricando un primoroso ataúd, su obra maestra, con el que procedimos a inhumar al pequeño cadáver avícola en un solar cercano. Más tarde, su hermano Nicolás me confesó que Paquito había matado al pobre pájaro para poder hacerle un bonito entierro. No dejaba de ser un alarmante precedente de lo que ocurriría después. En el fondo, a pesar de las circunstancias posteriores de la vida de Paquito, su vocación ha sido siempre la de funerario.
Hace poco, Paquito me llamó a Madrid, y yo me apresuré a complacerle a pesar de mis muchas ocupaciones como propietario de la más importante empresa de pompas fúnebres de Galicia.
Cuando me vio, me dio la mano, tan blanda y fría como en sus años mozos. Paquito nunca ha sido muy efusivo en sus manifestaciones, pero en el brillo de sus ojuelos pude comprobar que se alegraba de verme.
-Verás, Pepín – él me seguía llamando Pepín, aunque yo, de ninguna manera me hubiese atrevido a llamarle Paquito, faltaría más -, las obras del mausoleo están ya a punto de acabarse y he pensado en ti para que organices todo lo relacionado con el traslado de restos, fabricación de cajas, organización de los funerales, flores y demás. Son varios cientos de miles de muertos, lo que supondrá un buen negocio para ti, ¿verdad?
-Sí, Excelencia – le respondí con una inclinación de cabeza.
No cabía duda de que Paquito me estaba devolviendo el favor de haberlo amparado en la peor época de su vida.
Después fuimos a ver las obras: La gigantesca cruz que sería la más grande del mundo, la basílica enorme y majestuosa, y la cripta que habría de albergar a los caídos de aquella triste guerra.
Al fin Paquito había conseguido realizar el más querido de sus sueños: se había convertido en el sepulturero de toda una nación.
Y se me ocurrió que la corona floral que Paquito depositaría sobre la cripta en la ceremonia solemne debería llevar una cinta que dijera: “Si buena vida os quité, mejor sepultura os dí”. Miguel Ángel Pérez Oca.

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