El pasado sábado nos dimos una vuelta por las torres de la huerta de Alicante, cercadas y acosadas por el cemento depredador. Os pongo mi comentario.
LA CONDOMINA, UN UNIVERSO PARALELO.
La antigua huerta de Alicante está aquí al lado, y sin embargo se diría que hay varios siglos de distancia entre ese mundo del siglo XVI y las insulsas y pretendidamente modernas construcciones de cemento que cubren su rostro como un extraño sarpullido. Las autopistas y las viejas fincas donde se elaboraba el fondillón de Alicante, ese vino mágico que fue ensalzado por Alejandro Dumas en “El Conde de Montecristo”, conviven a duras penas sin solución de continuidad. Uno puede ir andando por un camino polvoriento, rodeado de algarrobos, pasar junto a una torre de defensa contra los corsarios sarracenos y, de pronto, hallarse ante una gasolinera pluscuamperfecta al borde de una vertiginosa carretera donde los automóviles van a 120 kilómetros por hora hacia ninguna parte; o tropezarse con una uniforme masa de chalecitos adosados, cuyos habitantes ignoran que justo a su lado anidan aún los fantasmas de un pasado glorioso.
Antonio Campos es un enamorado de esta zona llena de misterio y de historia, de esa historia que, aunque la desconocemos, ha esculpido nuestra personalidad a lo largo de los siglos. El sábado pasado, dentro de las III Jornadas de la Ciudad, organizadas por la P.I.C., él nos guió por un sugerente recorrido, que comenzaba en el Monasterio de la Trinidad de Tángel, antigua finca El Peregrí, que hoy regenta una orden religiosa católica cuya labor se encauza en servir de puente con los cristianos ortodoxos de oriente, y que tiene allí mismo un bellísimo museo de Arte Bizantino. Después fuimos a la Torre de Las Rejas, hoy restaurante de bodas y bautizos, cuyos dueños nos dejaron subir a la vieja torre de defensa, una de esas torres donde los hortelanos de la Condomina se refugiaban cuando desembarcaban corsarios sarracenos en busca de rehenes. En una habitación del último piso hay unos impresionantes graffitis de barcos. Al subir a la terraza, uno se explica cómo estando tan adentro de la huerta, al ocupante del cuarto le dio por dibujar veleros. Y es que si no estuviera en medio la muralla de cemento de la costa turística, el mar se podría ver perfectamente, y la flota del desembarco de Argel, o la francesa que vino a destruir Alicante, al final del siglo XVII, serían todo un espectáculo.
Nos fuimos andando a recorrer este lugar en decadencia, donde algunas torres se van desmoronando ante la desidia municipal y vimos por fuera las torres de Boter y Cacholi, altivas construcciones de piedra de sillería, concebidas como refugio, todas a la vista unas de otras, para darse la alarma cuando era necesario. En la lejanía, la enorme torre defensiva de la Santa Faz, parecía ampararlas a todas.
Nuestro itinerario culminó con la visita a Casa Choli, una hacienda del siglo XVI, que todavía hoy permanece en perfecto estado gracias a los desvelos amorosos de sus dueños. La casa, con sus cinco siglos a cuestas, tiene la fachada estucada y las puertas, rejas y ventanas en perfecto estado. Su amable dueña accedió a mostrarnos su hogar y nos dijo que ella es la décima generación de su familia que la habita y la cuida. El interior es impresionante, con una entrada protegida por una arcada gigantesca, que alberga lo que ahora es un salón adornado con trofeos de caza, con su pou de cel, es decir el aljibe de agua de lluvia, para consumo humano, y el pozo de agua freática para riego, así como una gigantesca prensa de uva, hoy en desuso. A la derecha, una escalera de piedra maciza, asciende hasta una galería de distribución que da paso a las habitaciones. Y desde la entrada se puede pasar a la enorme bodega, con sus arcos, hoy sin más uso que de almacén de trastos, y otras puertas a los aseos y la cocina, ambos puestos al día con las mejores comodidades modernas. Uno siente sana envidia al contemplar el refugio de esta familia orgullosa de su nombre y de su casa, que no han recibido de los poderes políticos la más mínima ayuda o premio por conservar en tan buen estado un pedazo fundamental de nuestra historia.
Para volver a Las Rejas, pasamos ante la torre del Soto, antigua propiedad del Conde de Soto Ameno, entre bromas sobre las supuestas “sicofonías” que se pueden grabar en alguna de estas torres abandonadas o en vías de restauración. Algún malicioso aventuró que las supuestas “sicofonías” eran una emisión de la COPE. Cualquiera sabe.
Y nos despedimos, cuando una flota de coches llenos de gente engalanada desembarcaba en el restaurante para celebrar una boda. Posiblemente, ninguno de los comensales tenía conciencia de haber atravesado ese universo paralelo que va disolviéndose con el tiempo entre rascacielos, autopistas y urbanizaciones de bungalows. Y es que para hacer un viaje en el tiempo como este, uno necesita de un experimentado guía, como es nuestro amigo Antonio Campos.
Miguel Ángel Pérez Oca.
18 de mayo de 2009.
La antigua huerta de Alicante está aquí al lado, y sin embargo se diría que hay varios siglos de distancia entre ese mundo del siglo XVI y las insulsas y pretendidamente modernas construcciones de cemento que cubren su rostro como un extraño sarpullido. Las autopistas y las viejas fincas donde se elaboraba el fondillón de Alicante, ese vino mágico que fue ensalzado por Alejandro Dumas en “El Conde de Montecristo”, conviven a duras penas sin solución de continuidad. Uno puede ir andando por un camino polvoriento, rodeado de algarrobos, pasar junto a una torre de defensa contra los corsarios sarracenos y, de pronto, hallarse ante una gasolinera pluscuamperfecta al borde de una vertiginosa carretera donde los automóviles van a 120 kilómetros por hora hacia ninguna parte; o tropezarse con una uniforme masa de chalecitos adosados, cuyos habitantes ignoran que justo a su lado anidan aún los fantasmas de un pasado glorioso.
Antonio Campos es un enamorado de esta zona llena de misterio y de historia, de esa historia que, aunque la desconocemos, ha esculpido nuestra personalidad a lo largo de los siglos. El sábado pasado, dentro de las III Jornadas de la Ciudad, organizadas por la P.I.C., él nos guió por un sugerente recorrido, que comenzaba en el Monasterio de la Trinidad de Tángel, antigua finca El Peregrí, que hoy regenta una orden religiosa católica cuya labor se encauza en servir de puente con los cristianos ortodoxos de oriente, y que tiene allí mismo un bellísimo museo de Arte Bizantino. Después fuimos a la Torre de Las Rejas, hoy restaurante de bodas y bautizos, cuyos dueños nos dejaron subir a la vieja torre de defensa, una de esas torres donde los hortelanos de la Condomina se refugiaban cuando desembarcaban corsarios sarracenos en busca de rehenes. En una habitación del último piso hay unos impresionantes graffitis de barcos. Al subir a la terraza, uno se explica cómo estando tan adentro de la huerta, al ocupante del cuarto le dio por dibujar veleros. Y es que si no estuviera en medio la muralla de cemento de la costa turística, el mar se podría ver perfectamente, y la flota del desembarco de Argel, o la francesa que vino a destruir Alicante, al final del siglo XVII, serían todo un espectáculo.
Nos fuimos andando a recorrer este lugar en decadencia, donde algunas torres se van desmoronando ante la desidia municipal y vimos por fuera las torres de Boter y Cacholi, altivas construcciones de piedra de sillería, concebidas como refugio, todas a la vista unas de otras, para darse la alarma cuando era necesario. En la lejanía, la enorme torre defensiva de la Santa Faz, parecía ampararlas a todas.
Nuestro itinerario culminó con la visita a Casa Choli, una hacienda del siglo XVI, que todavía hoy permanece en perfecto estado gracias a los desvelos amorosos de sus dueños. La casa, con sus cinco siglos a cuestas, tiene la fachada estucada y las puertas, rejas y ventanas en perfecto estado. Su amable dueña accedió a mostrarnos su hogar y nos dijo que ella es la décima generación de su familia que la habita y la cuida. El interior es impresionante, con una entrada protegida por una arcada gigantesca, que alberga lo que ahora es un salón adornado con trofeos de caza, con su pou de cel, es decir el aljibe de agua de lluvia, para consumo humano, y el pozo de agua freática para riego, así como una gigantesca prensa de uva, hoy en desuso. A la derecha, una escalera de piedra maciza, asciende hasta una galería de distribución que da paso a las habitaciones. Y desde la entrada se puede pasar a la enorme bodega, con sus arcos, hoy sin más uso que de almacén de trastos, y otras puertas a los aseos y la cocina, ambos puestos al día con las mejores comodidades modernas. Uno siente sana envidia al contemplar el refugio de esta familia orgullosa de su nombre y de su casa, que no han recibido de los poderes políticos la más mínima ayuda o premio por conservar en tan buen estado un pedazo fundamental de nuestra historia.
Para volver a Las Rejas, pasamos ante la torre del Soto, antigua propiedad del Conde de Soto Ameno, entre bromas sobre las supuestas “sicofonías” que se pueden grabar en alguna de estas torres abandonadas o en vías de restauración. Algún malicioso aventuró que las supuestas “sicofonías” eran una emisión de la COPE. Cualquiera sabe.
Y nos despedimos, cuando una flota de coches llenos de gente engalanada desembarcaba en el restaurante para celebrar una boda. Posiblemente, ninguno de los comensales tenía conciencia de haber atravesado ese universo paralelo que va disolviéndose con el tiempo entre rascacielos, autopistas y urbanizaciones de bungalows. Y es que para hacer un viaje en el tiempo como este, uno necesita de un experimentado guía, como es nuestro amigo Antonio Campos.
Miguel Ángel Pérez Oca.
18 de mayo de 2009.
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