martes, 13 de septiembre de 2016

DECLINAR

El tema de la Tertulia de ayer era "Declinar", y yo presenté el trabajo que a continuación os muestro. Espero que os guste y que esteis de acuerdo conmigo. Ya va siendo hora de que en este país evolucionemos hacia el verdadero Homo Sapiens. ¿No os parece?



DEBÍ DECLINAR AQUELLA INVITACIÓN.

Debí declinar aquella invitación, pero no lo hice. Y después me he arrepentido mil veces de no haberlo hecho; aunque quizá la experiencia valió la pena y mi pecado de entonces contribuyó a forjar mi carácter. El caso es que la invitación era muy tentadora. Nunca volvería a tener la ocasión de presenciar un espectáculo como aquel, al menos en esas condiciones excepcionales.
            Miguel Pomata, el conserje de mi oficina, era amigo del padre de un famoso torero, quien lo había invitado a que acudiera con unos cuantos compañeros a la plaza de toros de Benidorm, donde el “maestro” iba a matar dos astados en privado, para entrenarse con vistas a la próxima temporada. La corrida se haría con toda la parafernalia habitual: cuadrilla entera con sus trajes de luces, picadores con sus caballos, suerte de banderillas y estocada final, como está mandado, pero sin público, salvo diez o doce personas de confianza. Y Pomata nos propuso asistir con él a varios colegas: a Paquito, gran aficionado a la tauromaquia, a Tomás, el interventor, y a mí, por la gran amistad y casi parentesco que unía a nuestras dos familias.
            De entrada me impresionó ver el enorme coso vacío y oír desde la grada las conversaciones de los toreros, potenciadas por la sonoridad de aquel desierto cóncavo.
            -Durante toda la lidia debéis guardar silencio, porque el bicho, al no oír el murmullo del público, se puede distraer con cualquier ruido – nos advirtieron.
            Ver una corrida de toros en medio de un silencio sepulcral es algo que no se me olvidará nunca. Oíamos las voces del matador, cuando citaba al morlaco negro y astifino, y la respiración agitada y los mugidos de dolor y de rabia del animal.
            Entonces comprendí la inmensa tragedia de aquel pobre ser vivo, burlado en su corto sentido de la vista y su pobre inteligencia por unas sombras que se movían a su alrededor, ocultándose tras unas formas verticales que quizá interpretara como postes en lugar de humanos quietos, y unos seres extraños que surgían de la nada para clavarle objetos punzantes que le dolían y le irritaban. El pobre herbívoro estaba muerto de miedo, presentía su muerte, y reaccionaba de la única forma en que sabía defenderse, intentado atacar con sus astas a los enemigos malvados que lo estaban torturando. Sus bufidos entrecortados, perfectamente audibles en aquel templo de silencio, delataban su angustia y su terror, que culminó con un estertor agónico, cuando el estoque atravesó su cuerpo y le produjo una espantosa y definitiva hemorragia. Después, ya muerta la víctima, los invitados rompieron el silencio con gritos de entusiasmo y palmas.
            El espectáculo se repitió con el segundo toro, lo que me sirvió para comprobar de nuevo que el miedo y el dolor son el precio de la fiesta taurina, que el toro es un pobre comedor de yerba, inofensivo y pacífico, al que la Naturaleza ha dotado de dos cuernos para defenderse de los depredadores; aunque en este caso sus verdugos no buscan  legítimo alimento, sino sádica diversión de violencia y muerte.
            Debí haber declinado aquella invitación, pero no lo hice. Sin embargo, la experiencia me resultó reveladora y nunca más he asistido a una corrida de toros, ni siquiera por televisión, ni he participado en ningún espectáculo violento contra animales inocentes. Que nadie me proponga ir a una cacería, a la matanza de un cerdo o a una de esas fiestas salvajes en las que se tira una cabra de un campanario, se le arranca la cabeza a un ganso o se martiriza y humilla a un toro por las calles de un pueblo. Que nadie me invite a ver esas cosas, porque rechazaré, ofendido, su propuesta.
            Soy carnívoro, como la mayoría de mis congéneres, y reconozco el derecho a matar animales para alimentarnos, porque esa es nuestra naturaleza, pero exijo que se les respete, que no se les haga sufrir, que se les dé una muerte instantánea e indolora, y que nadie se divierta torturándolos, ni convierta su sacrificio en un espectáculo.

            Seamos, de verdad, humanos.                                

                                                                              Miguel Ángel Pérez Oca.

2 comentarios:

el sindrome de ulises el blog de eusebio perez oca dijo...

Ayer vi imágenes de Tordesillas. Un "ciudadano" se negaba a entregar la lanza a un guardia civil. Si yo me niego a entregar un arma a la guardia civil en medio de un alboroto me pegan de hostias hasta en el DNI. Otro bastardo enviaba a los antitaurinos a Catalunya. La forma de identificar las cosas para muchos carpetovetonicos es la culpable de los problemas que la periferia peninsular padece. Algo es algo. Ya no alancean al pobre bicho. Pero un encierro como este tampoco es digno de una ser que se dice "humano". Tu trabajo, impecable. Como siempre.

Eusebiet.

Elías Gomis dijo...

La tortura nunca pude ser (ni fue ni será) cultura.