miércoles, 3 de julio de 2013

LA TENTACIÓN



En la última reunión de la Tertulia de la Bodega Adolfo teníamos que escribir sobre le tema de la tentación. Mi trabajo es este que os pongo ahora en el blog. A ver qué os parece.

LA TENTACIÓN DEL SAMURAI.
La tentación fue muy fuerte. Rinco Yamamoto estaba ante mí, con su kimono y su mirada profunda, tan especial. Rinco no es una geisha como las demás, no es una de esas muñequitas sumisas, de pasitos cortos y medidos, que jamás osan decir nada que pueda poner en un aprieto a un varón. Ella es otra cosa, y me lo demostró ayer por la mañana, junto al vagón del tren que la iba a llevar a Nagasaki.
-Dime que me quede – me dijo -, y abandonaré mi profesión para ser tuya para siempre. Tú mismo me quitarás el kimono que nunca más he de ponerme, y esta noche dormiré en tu casa.
Yo permanecí callado, luchando por ocultar mis sentimientos, tal como me impone la severa educación que desde pequeño recibí en el colegio militar. Soy un caballero samurai y no puedo, ni en sueños, echarme a llorar de emoción, o gritar de alegría, o... abrazar a mi amada como, desde lo más hondo de mi ser, el alma pedía desesperadamente a cada órgano del cuerpo, a cada neurona del cerebro, a cada fibra del corazón. No podía mostrarme vulgar, sensible y dichoso. No tenía derecho a caer en la tentación más maravillosa que me ha brindado nunca la vida. Soy un oficial del Estado Mayor del Emperador, y ayer llevaba puesto mi uniforme impecable con la catana al cinto.
Por fin, pude articular unas palabras pretendidamente serenas.
-No nos podemos permitir hacer una locura como esa, Rinco. Tú eres la más distinguida geisha de tu ciudad y yo un capitán del glorioso Ejército del Emperador. Tenemos obligaciones que cumplir, profesiones que desempeñar y dignidad que salvaguardar. No debemos dejarnos caer en la tentación de protagonizar una fuga que, por tu parte, no sería honorable; ni por la mía, como cómplice y encubridor. Una geisha solo puede marchar de su honorable establecimiento con honor, después de haber satisfecho un rescate cuya cuantía, me temo, no podemos satisfacer ni tú ni yo.
Ella bajó la mirada, como distrayéndose en la contemplación del vapor blanco que surgía de la cercana locomotora. Sonó el pito del jefe de estación Las maletas ya habían sido depositadas en el departamento de primera clase por un solícito y anciano empleado. No quedaba más que el adiós.
-Perdóname – me insistió – por haber intentado vencer tu fortaleza y comprometer tu honor de militar. Pero he pensado que pronto tendrás que dar la vida para evitar que los americanos invadan nuestra patria. No quiero pensar que la guerra está perdida, pero todo parece indicar que esos extranjeros de ojos cuadrados terminarán por humillarnos... Y el Emperador tendrá que hacerse el hara-kiri.
Yo negué con un gesto de indignación y reproche.
-No digas eso, Rinco, ni te atrevas a pensarlo. Japón está lleno de hombres como yo que daremos gustosos la vida para que eso no ocurra...
-Solo pensé – dijo como para sí - que quizá esta era nuestra última oportunidad de ser felices, aunque solo fuera por unos días. ¿Sabes qué me dijo una vez un viejo monje Zen? Me dijo que nunca me arrepintiera de las cosas que hubiera hecho en la vida, sino de las que haya dejado de hacer por miedo, por modestia o por un exagerado sentido del deber o del honor.
Y yo me cuadré, dando un sonoro taconazo que resonó en todo el andén.
-Yo te juro, Rinco, que si sobrevivo a esta guerra maldita, si al fin conseguimos salvar el honor del Emperador, ahorraré el dinero necesario e iré a Nagasaki para sacarte de la casa de geishas y que seas mi esposa. Pagaré el precio de tu rescate, cueste lo que cueste, y ya nunca nos separaremos.
Ella hizo un ademán que, por un momento, temí que fuera a materializarse en un abrazo. Pero se contuvo.
-No te olvides de mí – me dijo, mientras subía la escalerilla del vagón.
-Eso sería imposible – le contesté como despedida.
Esta mañana no he podido pensar en nada que no sea Rinco, allá en Nagasaki. Me asomo a la ventana de mi habitación y contemplo con melancolía los tejados de mi ciudad. Hiroshima, en las mañanas de verano, está llena de suaves aromas vegetales y dulces trinos de pájaro. Reina una gran paz en el aire. Tan solo se oye el lejano rumor de un avión que vuela muy alto. Miro mi reloj de pulsera: Son las ocho y cuarto del día 6 de agosto de 1945.

¡¡¡ ...BOOOOOOOOOOMMMMM..........!!! 

  Miguel Ángel Pérez Oca.

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