jueves, 8 de noviembre de 2012

UNA DE DICTADORES.



Ayer, en la Tertulia de la Bodega Adolfo, teníamos que hacer un relato cuyo tema sería "el sexo anal"; que vaya caprichito del compañero que lo propuso. Como a mí lo que más me "sodomiza" son las dictaduras, escribí algo sobre un dictador sodomita. El texto leído ante mis amiguetes de confianza era más explícito, pero he preferido darle una nueva forma más universal, para que valga para todas las dictaduras, de aquí o de allí. Porque abrigo la convicción de que todos los totalitarios, todos los que se creen, o pretenden hacer creer, que se hallan en posesión de la verdad absoluta, ya sean de un color u otro, son, con toda seguridad, sodomitas políticos (en el sentido peyorativo y humorístico del concepto "dar por c...", como sinónimo de fastidiar o perjudicar; que yo no tengo nada contra quien le guste practicar el sexo anal, ¿vale?).
Bueno, pues ahí va:


EL SODOMITA.
   Nunca se había atrevido a practicar sexo anal, pero no podía evitar considerarse un sodomita. Y es que en lugar de tener un ángel de la guarda, como todos los mortales, tenía un diablo de la guarda que a menudo lo tentaba con invitaciones al nefando vicio. Él se resistía, porque su sólida fe católica y su inflexible condición moral le prohibían caer en los pecados que provocaron la destrucción de Sodoma. Y se imaginaba las calles y plazas de la famosa ciudad bíblica sumidas en una orgía general, donde los hombres gozaban del coito anal con fruición incansable y las mujeres se entregaban al mutuo cunnilingus, entre jadeos de placer y alaridos orgásmicos, que se reflejaban en rostros soeces y enfermizos. Le parecía justo que el Creador los hubiera fulminado a todos con una lluvia de fuego. Él, desde luego, hubiera hecho lo mismo de haber sido Yahvé; e incluso los habría exterminado mediante torturas más terribles y dolorosas, tal como se merecían. Por ejemplo: habría empalado a los sodomitas en barras de hierro al rojo vivo… La escena, llena de anos penetrados por ardientes brochetas, le producía un intenso gozo; hasta que comprendía que prolongar más sus fantasías justicieras también formaba parte de las tentaciones pecaminosas, auspiciadas por su demonio de cabecera.
   Si al menos se hubiera atrevido a proponer a su esposa que le cediera el trasero para realizar en él sus fantasías… Ella no era, precisamente, el efebo que hubiera deseado y del que pudiese esperar una placentera prestación recíproca, pero, al fin y al cabo, un culo es un culo… Sin embargo, todavía más católica que él y más celosa de la moral, no solo se habría negado en redondo, sino que lo hubiera condenado a un desprecio perpetuo. No digamos nada de solicitar los servicios de su asistente. Era un soldado tan recio, tan guapo, que a veces no podía evitar que su diablo de la guarda le sirviera fantasías en las que el joven se le ofrecía en la postura que adoptan algunos pueblos para rezar a sus dioses. Entonces, el sodomita se retorcía de espanto, se veía sucio y pecador, se despreciaba a sí mismo y, lo que es peor, se sentía incapaz de implorar el perdón de Dios por sus repugnantes deseos. Porque nunca se había atrevido a confesar sus pecados de pensamiento a su capellán. Aquel adusto cura castrense no hubiera podido seguir guardándole respeto de haber conocido sus inclinaciones…
   -Debes salir al balcón – le dijo el general de las gafitas -, el pueblo quiere aclamarte.
   Cómo odiaba a aquel tipo de las gafas. Si el muy imbécil no hubiera organizado el  golpe de estado, él seguiría tan tranquilo en su cuartel, sin complicarse la vida. Pero entre su ambiciosa mujer y el tonto miope lo habían forzado a encabezar la rebelión. Y es que ella parecía adivinar sus secretas tendencias y las explotaba para dominarlo. Por eso, cuando lo apremió a que fuese hombre y se pusiera al frente de los facciosos, él la obedeció fingiendo que estaba de acuerdo con ellos desde el primer momento. Pero al generalito de las gafas no se lo iba a perdonar. Además, el tío era un putero fanfarrón y bocazas que le recordaba demasiado a su propio padre. Y sospechaba de él que también intuía sus pérfidas inclinaciones. Afortunadamente, sus asesores extranjeros le habían asegurado que podían eliminar a cualquiera, provocando un accidente de aviación… Así que cargárselo sería lo mejor: los muertos no incordian.
   Salió al balcón. A sus pies formaban los soldados, presentando armas. En primera fila, el Señor Obispo saludaba brazo en alto, como los jóvenes fascistas, los curas de negras sotanas, las monjas de tocas aparatosas, los señoritos rancios y el pueblo simple, pobre y sumiso. Todos ellos representaban a la Patria eterna, ahíta de temor de Dios.
   Cómo se hubieran reído todos de él – pensó - si supieran que era un sodomita…
   Y el diablo de la guarda le susurró al oído una frase que le provocó una sonrisa placentera y un cierto regocijo interior, antes de horrorizarse, como era habitual en él.
   -Hala, que te vas a pasar la vida dando por culo a todos tus súbditos, ¿eh?
                                                                                                    Miguel Ángel Pérez Oca.

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