Dolor, nada menos que dolor, era el tema sobre el que teníamos que escribir en la Tertulia de la Bodega Adolfo. Pues ahí va mi participación. Quizá os parecerá muy triste o muy truculenta, pero me apetecía escribir sobre la dolorosa e injusta muerte de un poeta muy querido para mí: Miguel Hernández.
EL DOLOR DE LOS MUERTOS.
Me duele el pie derecho, me duele mucho, sobre todo en las noches
húmedas y frías de esta enfermería destartalada y triste. Me duele,
inexplicablemente, un pie que no tengo, que debería estar dos palmos más abajo
de un muñón cubierto de vendas roñosas. Se me congeló este invierno en la inhumana
cárcel de Palencia y, por falta de atenciones médicas, acabó gangrenándose y
hubo que amputarme la pierna por la rodilla. Y sin embargo me sigue doliendo.
¿Cómo puede doler algo que no existe? ¿Cómo puede dolerme un miembro que ahora debe
estar descomponiéndose bajo tierra desde hace ya más de un mes? Pues me duele,
me duele de manera insoportable… como le dolían los “cojones del alma” al pobre
Miguel, el poeta moribundo que yace en la cama de al lado. A él no se le
congelaron los pies en Palencia, pero la tisis le come los pulmones desde
entonces y su respiración se hace cada vez más penosa. Ni siquiera se queja, no
por falta de dolor, sino por falta de fuerzas. Y sus ojos claros y saltones
permanecen abiertos aunque duerma. Dicen que es a causa de una afección en la
glándula tiroides. Qué de enfermedades sórdidas y extrañas no adquiriremos en
estas prisiones terribles.
A Miguel, cuando la guerra, le dolían los cojones del alma, según pude
leer en su poema dedicado a los cobardes; y en su “Elegía a Ramón Sijé” también
decía de su pena por la muerte del amigo: “Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento”. Y es que la poesía de Miguel siempre salió
de sus entrañas, de lo más hondo de su ser físico o, si acaso, de una
sorprendente alma visceral y orgánica.
Pobre Miguel, que se muere sin
remedio, abandonado por sus carceleros y por esos curas hipócritas que querían
forzarlo a que volviera al redil de la Santa Madre Iglesia, como condición indispensable
para su adecuado tratamiento en un sanatorio antituberculoso. Pobre Miguel, que
ha preferido una muerte horrorosa a la ignominia de renunciar a sus ideas; como
hemos hecho otros, menos valientes, a cambio de un trato más humano, más
caritativo, de ese odioso padre Vendrell, nuestro capellán inmisericorde de la
sonrisa burlona. El muy canalla se ríe de nosotros hasta cuando nos da la
extremaunción.
El dolor aumenta conforme se
aproxima el filo helado de la madrugada y, a mi alrededor, apagados ronquidos y
lamentos perturban mi leve dormitar. Los tuberculosos tosen bajito, mientras
los febriles tiritan y murmuran sus pesadillas disparatadas; pero aquí no hay
nadie que acuda en socorro de un enfermo que se agrava o agoniza. Los
enfermeros, presos como todos nosotros, son llevados por la noche a sus celdas,
y nos dejan solos y a oscuras en medio de un dolor inmenso que flota
fantasmagóricamente sobre nuestra enfermería, sobre nuestra cárcel, sobre
nuestra triste y aplastada España.
Hace rato que no oigo respirar a
Miguel. A lo mejor se ha muerto y ya no sufre. Si es así, lo envidio. Aunque, ¿quién
me dice a mí que aún después de muertos no sentiremos dolor, como yo siento
dolor en mi pie muerto?
No, no respira. Así que ya se ha ido para siempre. Esta mañana vendrán
los carceleros y los sanitarios, con el médico y el capellán que han de
certificar su defunción y rezarle un falsario responso, y llevarán su cuerpo a
las duchas, envuelto en sábanas sucias de pus y sangre, lo dejarán desnudo
sobre las losas, lo lavarán con un sucinto chorro de manguera y esperarán a que
su familia traiga alguna ropa decente para amortajarlo.
Le tengo que pedir a su amigo Eusebio, el dibujante, que le haga un retrato
póstumo para la Historia, porque algún día este país, tan lleno hoy de odio y
de miseria, reconocerá la genialidad del poeta al que le dolían los cojones del
alma; como a mí me duele el pie que no tengo, como a todos los que aquí
languidecemos nos duele la libertad perdida, doblemente perdida en la guerra y en
la cárcel.
Cómo me duele este maldito pie invisible. Cómo me duele…
Miguel Ángel Pérez Oca.
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