LA RUEDA DEL TIEMPO.
Era un banquete
magnífico. Al señor Juez Presidente del Tribunal Supremo le estaban haciendo un
homenaje de despedida con un esplendor que jamás se había visto en otras
ocasiones. Allí estaban las más altas magistraturas de la nación, los más
afamados intelectuales del Régimen, las autoridades militares y eclesiásticas,
el todo Madrid y la más rancia aristocracia del país. El menú era excelente,
confeccionado por uno de los más prestigiosos cocineros de la capital. Después,
a los postres y tras los brindis, vendrían los discursos. El suyo iba a ser una
lección magistral sobre el rigor judicial y su necesaria ejemplaridad. Las
cuartillas descansaban en un bolsillo de su smoking. Le había costado mucho
escribirlas, pues había tenido que acortar algunos pasajes para no resultar
pesado, pero el texto definitivo había quedado inmejorable.
Sin
embargo un nombre inoportuno, Melchor García Cascales, acudía a su mente,
perturbando el que debería haber sido un adiós glorioso. Porque en sus tiempos
de joven juez militar, había cometido un delito terrible que, afortunadamente
para él y su posterior trayectoria judicial, nadie había descubierto ni podría
descubrir jamás. A pesar de su voluntad de olvido, el recuerdo de aquel sórdido
juicio de posguerra acudía una y otra vez a su mente, alterando su plácida
masticación de una soberbia pierna de cordero lechal. Melchor García Cascales
había sido un destacado intelectual de los años 30. Su puesto de decano de la
facultad de Filosofía y su fidelidad a la República le crearon más enemigos de
los que sospechaba, y al terminar la Guerra Civil cayeron sobre él acusaciones
de crímenes absurdos impensables en una persona tan íntegra y pacífica. El hoy
homenajeado, entonces bisoño juez militar, sabía de sobra que el acusado era
inocente de sus cargos, pero lo odiaba, lo odiaba hasta la exasperación, desde
que un día, en su etapa de estudiante, le dio por leer sus libros. La voz de la
razón aplastó su antes sólida fe y se vio indefenso ante el temor a la muerte y
a la nada. ¡Maldito filósofo impertinente! Por su culpa se volvió cobarde y
evitó la trinchera buscándose un puesto en el Cuerpo Jurídico. Por eso lo
odiaba, y a pesar de que la defensa esgrimió argumentos suficientes para absolverlo,
él lo condenó a la última pena y aun se llegó a regodear cuando oyó las
detonaciones de los fusiles que lo ajusticiaban.
Aquel
recuerdo lo incomodaba casi tanto como la molesta presencia de un tendón inmasticable
entre la carne que trituraban sus dientes. Si hubiera estado en casa, se habría
levantado y marchado al water para escupirlo, pero en presencia de tan altos
personajes no podía abandonar la mesa presidencial ni mucho menos escupir en una
servilleta. Así que trató de tragarse aquella maldita porción de carne ovina.
Pero el objeto, demasiado grande para su gaznate, se quedó atorado, impidiendo
el paso del aire a sus pulmones. Sin poderlo evitar, empezó a ponerse morado y
a agitar los brazos hasta caer hacia atrás, pataleando con desesperación.
Pensó, lleno de ira, que cualquiera de aquellos imbéciles atildados, uniformados
o ensotanados que le rodeaban, hubiera podido salvarle la vida con solo abrazarlo
por detrás y darle un fuerte apretón a la altura del vientre, en lugar de
observarlo con actitudes dignas y distantes.
La vista se le
nublaba, mientras en su interior se veía caer en un pozo, al final del cual
adivinaba una luz. Antes de perder del todo la consciencia pudo intuir una
enorme rueda que giraba sin cesar. Era la rueda del tiempo. Y un último nombre
retumbó postrero en su memoria culpable: Melchor García Cascales, su pecado de
juventud…
Seguía
atragantado cuando recuperó la consciencia, una consciencia nueva, sin
recuerdos ni palabras, mientras un ser gigantesco lo sujetaba por los tobillos
y le daba palmadas en el trasero; hasta que su traquea quedó expedita y pudo
llorar al fin.
-Señora,
ha tenido usted un hermoso niño. ¿Qué nombre le van a poner?
-
Le pondremos Melchor, MELCHOR GARCÍA CASCALES.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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