Ahí va el último cuento que he presentado en la Tertulia de la Bodega de Adolfo. El tema era la modestia. Espero que os guste.-
LA MODESTIA DE MODESTO.
Don Bernardo, el Jefe Regional de PIPASA, era de la vieja escuela, autoritario, facha y machista. Hacía ya algún tiempo que se debatía en un arduo dilema. Desde el fallecimiento de su delegado comarcal en Oleza, la dependencia había sido regida por Modesto, un eficiente oficial administrativo que había desempeñado las funciones de delegado interino de forma impecable; había aumentado las ventas, llevaba las cuentas escrupulosamente y su personal estaba más contento que nunca, no se sabía si por el buen trato recibido del nuevo jefe o por la desaparición del estúpido jefe anterior. Porque el caso era que Modesto trataba a sus subordinados con amabilidad y confianza, y conseguía siempre su colaboración con razonamientos y buenas palabras; y a don Bernardo esta actitud, a pesar de sus buenos resultados, no le hacía mucha gracia. Modesto era demasiado humilde y amable, y a veces, cuando uno es jefe, tiene que tener mala leche y apechugar con el odio y el temor servil de sus subordinados. Por otro lado, don Bernardo tenía otro candidato para la jefatura de la delegación comarcal: Hilda – Hildebranda - era la interventora, una tía con muy mal carácter a la que no le temblaría el pulso cuando tuviera que firmar un despido o pegar una bronca. Sus compañeros le hacían el vacío sistemáticamente, lo que a los ojos de don Bernardo la convertía en la jefa ideal. Solo tenía un defecto para su gusto: era mujer, aunque apenas se le notaba.
Don Bernardo se paseaba por la oficina vacía. Era sábado por la tarde y había citado allí a Modesto y a Hilda con el fin de tomar una decisión definitiva. Se acercó a la mesa de Modesto. Sobre ella, a modo de pisapapeles, había una pequeña talla de marfil que representaba a un Buda gordito y sonriente. Don Bernardo arrugó la nariz. De la pared colgaba un cuadrito con un pensamiento de Lao-Tsé, que decía: “El mejor militar no es marcial, el mejor conquistador no libra batallas, el mejor luchador no mata a su enemigo, el mejor jefe no da órdenes”. Y el rostro del Jefe Regional se crispó en un gesto de repugnancia. Ya no necesitaba nada más para tomar su decisión.
En eso entraron Modesto y Hilda. Habían venido los dos en el coche de él, que había recogido a la interventora por el camino.
-Quiero deciros dos cosas – les espetó don Bernardo, sin mediar siquiera un saludo de cortesía – Primero, agradecer a Modesto su buena gestión interina en estos últimos meses. Después, anunciaros que he decidido nombrar jefe de esta dependencia a Hildebranda, que ha demostrado con creces su energía y personalidad para el cargo.
A don Bernardo le chocó que Modesto mostrara un gesto de felicidad y de alivio que sobrepasaba en vehemencia a la adusta mueca de satisfacción de Hilda.
-Es que tú eres muy modesto, Modesto – decía Hilda en tono maternal, mientras regresaban en el coche -. Por eso no te ha elegido don Bernardo. No tienes ambiciones.
Modesto sonrió mientras giraba a la derecha por la primera bocacalle; y en lugar de llevar a Hilda a su casa, detuvo el vehículo ante la puerta de su propio domicilio.
-Sube, Hilda, que quiero enseñarte una cosa.
Hilda entró en el soleado comedor de Modesto, convertido en estudio de pintor, en cuyo centro había un gran caballete tapado con una vieja sábana, que él retiró para mostrar un cuadro casi acabado. Se trataba de una obra magnífica, hiperrealista y luminosa, que representaba una ventana abierta a un alucinante paisaje de otro mundo.
-Yo no soy modesto, Hildebranda, soy ambicioso, muy ambicioso, pero mi ambición va mucho más allá de llegar a ser un vulgar jefecillo en ese pozo de mierda que es nuestra oficina.
Desde entonces, Hilda sintió una inconfesable admiración por Modesto, a la par que un delator y virulento odio visceral, nacido de la envidia y el despecho.
Miguel Ángel Pérez Oca.
LA MODESTIA DE MODESTO.
Don Bernardo, el Jefe Regional de PIPASA, era de la vieja escuela, autoritario, facha y machista. Hacía ya algún tiempo que se debatía en un arduo dilema. Desde el fallecimiento de su delegado comarcal en Oleza, la dependencia había sido regida por Modesto, un eficiente oficial administrativo que había desempeñado las funciones de delegado interino de forma impecable; había aumentado las ventas, llevaba las cuentas escrupulosamente y su personal estaba más contento que nunca, no se sabía si por el buen trato recibido del nuevo jefe o por la desaparición del estúpido jefe anterior. Porque el caso era que Modesto trataba a sus subordinados con amabilidad y confianza, y conseguía siempre su colaboración con razonamientos y buenas palabras; y a don Bernardo esta actitud, a pesar de sus buenos resultados, no le hacía mucha gracia. Modesto era demasiado humilde y amable, y a veces, cuando uno es jefe, tiene que tener mala leche y apechugar con el odio y el temor servil de sus subordinados. Por otro lado, don Bernardo tenía otro candidato para la jefatura de la delegación comarcal: Hilda – Hildebranda - era la interventora, una tía con muy mal carácter a la que no le temblaría el pulso cuando tuviera que firmar un despido o pegar una bronca. Sus compañeros le hacían el vacío sistemáticamente, lo que a los ojos de don Bernardo la convertía en la jefa ideal. Solo tenía un defecto para su gusto: era mujer, aunque apenas se le notaba.
Don Bernardo se paseaba por la oficina vacía. Era sábado por la tarde y había citado allí a Modesto y a Hilda con el fin de tomar una decisión definitiva. Se acercó a la mesa de Modesto. Sobre ella, a modo de pisapapeles, había una pequeña talla de marfil que representaba a un Buda gordito y sonriente. Don Bernardo arrugó la nariz. De la pared colgaba un cuadrito con un pensamiento de Lao-Tsé, que decía: “El mejor militar no es marcial, el mejor conquistador no libra batallas, el mejor luchador no mata a su enemigo, el mejor jefe no da órdenes”. Y el rostro del Jefe Regional se crispó en un gesto de repugnancia. Ya no necesitaba nada más para tomar su decisión.
En eso entraron Modesto y Hilda. Habían venido los dos en el coche de él, que había recogido a la interventora por el camino.
-Quiero deciros dos cosas – les espetó don Bernardo, sin mediar siquiera un saludo de cortesía – Primero, agradecer a Modesto su buena gestión interina en estos últimos meses. Después, anunciaros que he decidido nombrar jefe de esta dependencia a Hildebranda, que ha demostrado con creces su energía y personalidad para el cargo.
A don Bernardo le chocó que Modesto mostrara un gesto de felicidad y de alivio que sobrepasaba en vehemencia a la adusta mueca de satisfacción de Hilda.
-Es que tú eres muy modesto, Modesto – decía Hilda en tono maternal, mientras regresaban en el coche -. Por eso no te ha elegido don Bernardo. No tienes ambiciones.
Modesto sonrió mientras giraba a la derecha por la primera bocacalle; y en lugar de llevar a Hilda a su casa, detuvo el vehículo ante la puerta de su propio domicilio.
-Sube, Hilda, que quiero enseñarte una cosa.
Hilda entró en el soleado comedor de Modesto, convertido en estudio de pintor, en cuyo centro había un gran caballete tapado con una vieja sábana, que él retiró para mostrar un cuadro casi acabado. Se trataba de una obra magnífica, hiperrealista y luminosa, que representaba una ventana abierta a un alucinante paisaje de otro mundo.
-Yo no soy modesto, Hildebranda, soy ambicioso, muy ambicioso, pero mi ambición va mucho más allá de llegar a ser un vulgar jefecillo en ese pozo de mierda que es nuestra oficina.
Desde entonces, Hilda sintió una inconfesable admiración por Modesto, a la par que un delator y virulento odio visceral, nacido de la envidia y el despecho.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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