martes, 5 de julio de 2011

MI VIEJA MÁQUINA, UN NUEVO RELATO PARA LA TERTULIA DE LA BODEGA DE ADOLFO.




















LA VIEJA MÁQUINA DE ESCRIBIR.
“Un día de estos me lío la manta a la cabeza y limpio el trastero”, me dije, como tantas otras veces. Pero en esta ocasión me lo tomé en serio y aproveché el fin de semana para librarme de todos los trastos inútiles que anegaban el armario del desván. Metros y metros de viejos cables, montones de enchufes, pulsadores y tornillos, bolsas de viaje desgarradas o con las cremalleras rotas, llenas de cosas inútiles, extraños accesorios de quién sabe qué viejos aparatos obsoletos, calendarios antiguos, objetos de promoción de artículos que hace años que no están a la venta, botas viejas, bastones ortopédicos, guantes desparejados, cajas de hojalata vacías de galletas... y telarañas, muchas telarañas. Se diría que padezco el Síndrome de Diógenes y jamás he tirado nada; aunque lo he ido disimulando, ocultando mis absurdos tesoros en el viejo armario. Realmente, no encontraba ninguna cosa que tuviera la más mínima utilidad, como no fuera la de despertarme viejos recuerdos y añoranzas de deportes ya olvidados, de antiguos viajes y lejanas aventuras.
Acabé llenando varias cajas de cartón que bajaría hasta el contenedor cuando se hiciera de noche. No quería que los vecinos supieran de mis manías y raras aficiones.
Ya casi había terminado cuando me dí de bruces con algo que despertó en mí una oleada de nostalgia: mi vieja máquina de escribir. Se trataba de una Olympia alemana portátil, de los años 50, con su descolorida tapa negra de cuero con cantoneras metálicas y su asa deteriorada. La abrí presionando el cierre oxidado y contemplé su teclado de piezas redondas con letras blancas sobre negro, cubiertas de discos de cristal. Me dio la sensación de que la pobre máquina había envejecido más en el oscuro y húmedo abandono del trastero que durante toda su intensa vida activa. Y recordé el día en que la adquirí de segunda mano en una tienda que todavía hoy existe, aunque ahora se dedica a los ordenadores y los teléfonos móviles. Con ella había aprendido a mecanografiar, había hecho mis oposiciones, había escrito cartas de amor, alguna poesía, y hasta dos o tres novelas de ciencia ficción que jamás di a la imprenta. Me sirvió bien durante muchos años, hasta que un ordenador ruidoso y exacto la sustituyó. Los textos de las impresoras de hoy día son perfectos e impersonales. Las letras resultan como de imprenta, impecables, y hasta un programa de corrección del ordenador nos enmienda las faltas de ortogrtafía y equivocaciones involuntarias. Pero, ¿qué queréis? yo añoro aquellos textos de letras estampadas con un característico ímpetu desigual, aquella rebelde “m” que quedaba un poco alta porque se había soltado la soldadura de su pieza y había que empujarla hacia abajo de vez en cuando para que recobrase la compostura. Nunca la llevé a arreglar, seguramente porque me gustaba ese rasgo de imperfección que la volvía humana.
Observé la cinta entintada y comprobé que todavía manchaba mis dedos. Si en un rasgo de romanticismo quisiera volver a usar mi vieja máquina, no podría reponer la cinta una vez que se hubiera gastado del todo, porque ya no hay carretes de tinta de máquina de escribir en el mercado; ni máquinas de escribir tampoco, ni siquiera de aquellas electrónicas, de los últimos tiempos, dotadas de un rudimentario ordenador, con su memoria y su programa de corrección. El otro día leí en la prensa que se ha cerrado la última fábrica de máquinas de escribir que quedaba en el mundo.
Cogí mi vieja máquina y la bajé al despacho. La puse sobre la mesa e intruduje un papel en el rodillo, tras desplegar la palanca de retroceso. Respiré hondo y traté de inspirarme. Después, mis dedos recorrieron el teclado, incapaces al principio de darle con la fuerza suficiente para que las letras comenzaran a aparecer sobre la superficie blanca. Estoy ya demasiado aconstumbrado a pulsar teclas que no necesitan de ningún esfuerzo. Y cuando la línea llegó a su final, el inesperado y sorprendente sonido de la campanilla asaltó la estancia, llenándola de ecos mágicos.
¡Qué hermoso era escribir a máquina! ¿Verdad? Todavía mejor que hacerlo a mano, aunque fuese con una pluma de ganso. Escribir a máquina era como conducir una de aquellas viejas locomotoras de vapor, con su chimenea humeante y sus escandalosos silbidos.
Saqué la hoja del rodillo y leí lo que había escrito. Era un relato sobre mi hallazgo, era este mismo relato que ahora estás leyendo, impreso con letras irregulares, deliciosamente imperfectas, con su “m” levantada sobre sus compañeras y un tono desvaído y azulado de tinta reseca.
Mi máquina de escribir fue el único trasto del desván que se libró de la basura. La puse en lo alto de una estantería, presidiendo mis libros, convertida en un elemento decorativo, inútil y entrañable, como todas las cosas verdaderamente valiosas.



Miguel Ángel Pérez Oca.

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