El otro día viajé a Madrid, ir y volver en el mismo día, con el solo propósito de visitar la exposición de Sorolla en el Mueseo del Prado. Todavía me siento conmocionado. Para mi, Sorolla es el pintor figurativo más grande de todos los tiempos; muy por encima de los autodenominados impresionistas franceses o del artífice del claro oscuro, Rembrandt. Ellos también jugaban con el color y la luz, pero no conocían la luz de la costa valenciana, les faltaba el medio donde desarrollar la sensibilidad suprema de Sorolla a la luz. En Rembrandt, la luz y la oscuridad se enfrentan de forma violenta, en los impresionistas la luz colorea los objetos previamente observados por la vista analítica de estos creadores de "ismos" y teorías. Sorolla es intuitivo, para él sobran las teorías y las teorizaciones. Él capta la luz y nos la muestra a pinceladas a la vez espontáneas y precisas, brillantes e imprescindibles. Es luz, solo luz, sin protagonistas, sin objetos en un entorno. Nos muestra un espacio de luz de diferentes tonalidades, trasparencias, reflejos y sombras siempre luminosas. En Sorolla la luz no se enfrenta a la sombra ni, mucho menos, a la oscuridad. Todo es luz de diferentes intensidades, sol mediterráneo, penumbras donde la luz del sol entra a raudales a través de cortinas o más allá de puertas y ventanas. Las personas son también luz, y las cosas, y los paisajes. Sorolla no hace distingos, no establece jerarquías. Es el espectador quien distingue, si quiere, a los protagonistas, que no siempre son los niños, o las damas de blanco, o los pescadores, ni siquiera los bueyes y las barcas. El único protagonista es la luz; y en eso va más lejos de su maestro Velázquez, otro impresionista "avant la lettre", que evitaba el paisaje y lo oscurecía para destacar a la persona retratada. Sorolla es una especie de Velázquez evolucionado, llevado al extremo, al no va más. Es el mejor, aupado como Newton "a hombros de gigantes": Velazquez, Goya... el genio español de la pintura luminosa y eterna. No hace falta constatar la muerte del figurativo, desplazado por la fotografía, para crear "ismos" intelectualoides. No hace falta inventarse algo tan artificial como el cubismo o el abstracto; porque el retrato de la luz no ha alcanzado aún la cúspide, no la había alcanzado aún, hasta que llegó Sorolla, el insuperable.
Lo que más me asombra de Sorolla es cómo sabía, o intuía, dónde colocar cada pincelada, cada brochazo de luz. Hay un cuadro con dos damas paseando por la playa, una de ellas lleva el sombrero en la mano. Es un sombrero blanco, con unas flores alrededor de la breve copa. Pero si uno se acerca, las flores solo son unos pocos brochazos de color. Y sin embargo, visto desde unos metros de distancia, las manchas de color, tan pocas y aparentemente tan informes, se convierten en flores, y el sombrero, que de cerca no es más que una mancha redonda y blanca, se convierte en una fina y elegante pamela que refleja sutilmente la luz de la playa y las olas, los amarillos y pardos de la arena y los azules y blancos del agua revuelta. ¿Cómo sabe Sorolla dónde tiene que colocar la pincelada para que de lejos nos produzca esas sensaciones luminosas? En la espalda de uno de los niños tumbados boca abajo a la orilla, hay una mancha morada. Pero si nos alejamos, la mancha forma parte de los reflejos de su espalda mojada y ya no es una mancha, sino un complemento imprescindible de la figura brillante, cubierta de pequeñas gotas...
Asombroso Sorolla, increíble Sorolla, fue sin duda el mejor de todos, aunque en su tiempo, las teorías y los "ismos" los crearan otros que no le llegaban ni a la suela del zapato... pero eran franceses, y entonces la cultura, como los bebés, venía de París.
Los enormes paneles de Nueva York son impresionantes. Fueron pintados en la época de madurez de Sorolla, ya próximos a su muerte por apoplegía. Murió en su momento más brillante, sin darle tiempo al tiempo para mostrarnos decadencia alguna.
Todavía quedan unos días para que cierre la exposición. Si no la han visto aún, no se la pierdan. Aunque tengan que ir a Madrid en un solo día de ida y vuelta.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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