martes, 22 de noviembre de 2016

EN LA SELVA BOLIVIANA.



El tema de la tertulia de ayer era "Selva" y yo recordé mi estancia en la selva boliviana y escribí el trabajo que ahora os pongo en este blog. Espero que os guste.

EL REY DE LA SELVA.

Una vez fui a Bolivia y recorrí la selva del Mamoré, subafluente del Amazonas en la región del Beni. Los ríos, las charcas y la jungla forman allí un laberinto de vida y de muerte. Las pirañas y los caimanes son los depredadores que se nutren de peces y de mamíferos que se acercan a beber a las orillas. Las capibaras -especie de ratas gigantes-los delfines ciegos de color rosa, los monos de cola prensil, los papagayos y otros extraños bichos más o menos peligrosos pululan por todas partes, en medio de la intrincada masa forestal por donde discurren hormigas bravas, de dolorosa picadura, bajo un cielo que, al atardecer, se cubre de mosquitos sedientos de sangre. A un amigo, un pequeño insecto volador le arrancó un bocado de pantorrilla de donde salía la sangre a borbotones; y a nuestro guía, un minúsculo pero bien armado pececillo le atravesó el dedo pulgar, desde la yema hasta la uña, mientras se lavaba las manos. Esa es la selva.     
En medio de tanta espesura, rodeado de árboles gigantescos, se alza, soberbio, un palacio inesperado. Hoy es la Academia de Guardiamarinas de Bolivia, país que no tiene costa, pero cuya intrincada red de ríos selváticos justifica una marina de guerra compuesta por patrulleras que guardan sus fronteras con los estados vecinos.
El origen de esa mansión descabellada tiene una historia tremebunda que nuestro guía nativo nos contó en voz baja, como temeroso de que los espectros de los allí asesinados pudieran castigar su indiscreción.
            El palacio, traído piedra a piedra de los lejanos Andes, fue la residencia del amo Pacheco, llamado “el Rey del Beni”, un terrateniente riquísimo, señor de una finca tan grande como una provincia europea, donde incluso se acuñaba moneda de oro a su nombre. Necesitado de mano de obra en sus plantaciones de caucho, y una vez que hubo  explotado hasta la extenuación a las tribus locales, marchaba de vez en cuando a Santa Cruz de la Sierra, ciudad populosa del llano fértil del sur del país, y allí despilfarraba sus monedas de oro, prometiendo grandes ganancias a quien se fuera con él a sus tierras. Pero, una vez que la caravana llegaba al Beni, los capataces sometían a los recién llegados y los convertían en esclavos. Las enfermedades, el agotamiento y los castigos inhumanos iban diezmando a aquella desgraciada población, cuyas defunciones eran suplidas por nuevos incautos que el amo traía de las tabernas de Santa Cruz de la Sierra.
            Pacheco estaba casado con una señora europea muy digna y elegante, que le había dado un hijo en cuya adolescencia ya empezaba a emular a su padre en crueldad y despotismo. Y aunque era hijo único, tenía más de 50 hermanos, puesto que el amo se llevaba a su lecho a todas las indias hermosas que capturaba en sus correrías. Después, cuando se hacían viejas o dejaban de satisfacerle, las abandonaba en la selva, y si osaban volver a la mansión las echaba a los caimanes o las pirañas para que las devorasen. Y ese fue el fin de muchas de ellas. En cuanto a los hijos mestizos del amo, no recibían ningún trato de favor, sino que pasaban a engrosar la nómina esclava.
            Este régimen insoportable se prolongó durante años, hasta que los bastardos fueron tantos que pudieron coaligarse contra el amo y, en una noche sangrienta, dieron muerte a los capataces, capturaron a Pacheco, a su remilgada esposa y a su hijo despótico y los acuchillaron en brazos y piernas, para que sangrasen antes de echarlos a las pirañas. Después, cada cual se marchó a su tribu, al fin liberada, mientras los cautivos santacruceños regresaban a su ciudad, tras saquear la finca que quedó abandonada hasta que el Estado la convirtió en Academia Naval.
            Al pasar por el río ante el sombrío palacio, sentí el repeluzno de un fugaz y helado contacto en mi espalda, tal como si los fantasmas de los masacrados en aquella tierra maldita quisieran reclamar mi atención, para que no olvidase nunca la tiranía y los crímenes que un día tiñeron de rojo las aguas del Mamoré, en el corazón del Beni.

                                                 Miguel Ángel Pérez Oca.                                                                          

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