martes, 31 de mayo de 2016

A LA MUERTE DEL GENERAL DE PRATO.



Al viejo general le queda ya muy poco tiempo.
Repasa en su memoria las glorias vividas.
Honores y amores, hijos y medallas…
Pero desde lo más oscuro de su alma acude a mostrarse un recuerdo.
Es el mismo recuerdo de todas las noches.
El culpable de su habitual insomnio.
Y se ve joven, capitán, piloto de un bombardero sobre una ciudad indefensa.
Y recuerda el silbido espeluznante de las bombas, y los lejanos estruendos, allá abajo.
Y se imagina a los niños muertos, con su mirada muerta fija en su avión, fija en él.
Y las madres descuartizadas entre los puestos rotos de un mercado humeante.
Habían ido a comprar comida para sus hijos y ahora todos están muertos.
Las madres y los niños,
¡Muertos! ¡Muertos! ¡Muertos! ¡Trescientos muertos!
Y el viejo general se estremece.
¿Qué es él – le interroga su conciencia -, un héroe o un asesino?
“La culpa fue de la guerra”, se excusa.
Él solo quería volar, como las águilas.
Y convertirse en asesino fue el precio que pagó por cruzar los cielos.
Las miradas muertas de los muertos vuelven a acusarle.
¡Asesino, asesino, has matado a nuestra madre!
¡Asesino, asesino, has matado a mis hijos!
Y el general se agita, agonizante.
Él quisiera cerrar ya su vida, como se cierra un libro, y descansar en paz.
Son ya demasiados los años de remordimientos.
Pero los asesinos no se mueren en paz,
se mueren rabiando.


                                                   Miguel Ángel Pérez Oca.  

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