martes, 29 de abril de 2014

LOS VIEJOS ZAPATOS DEL CAMINO DE SANTIAGO.



Ayer fue la reunión de la Tertulia de la Bodega Adolfo, pero yo no pude asistir porque estoy con una conjuntivitis a los dos ojos que me trae por la calle de la amargura. De todos modos, había hecho los deberes y mandé mi colaboración por Internet para que mis compañeros la pudieran leer. El tema era: "Zapatos", y de eso va... entre otras cosas.

 LOS ZAPATOS DEL CAMINO.
            Aún no ha salido el sol, pero yo ya me he vestido, me he lavado la cara y ahora me pongo mis viejos zapatos deportivos, tan gastados, tan deteriorados después de cientos de kilómetros de marcha. Anudo sus cordones sucios de barro seco, me coloco la mochila a la espalda, salgo del albergue y me interno en la senda. Delante de mí va la muchacha polaca, y detrás el sol ya insinúa su claridad tras el quebrado horizonte.
            Paso por una plantación de eucaliptos intrusos, cuyas raíces letales están acabando con la flora local para mayor gloria de la industria papelera. El progreso incontrolado, pienso, está acabando con el viejo Camino. Afortunadamente, un bosque de coníferas me espera al otro lado de la carretera, y sobre mi cabeza puedo oír el canto de los pájaros y el murmullo de la brisa que se alza al amanecer. El Camino vuelve a ser lo que siempre ha sido: una ruta hacia el dudoso sepulcro de un apóstol que murió en Palestina; pero también mucho más, porque puede guiarnos por un camino interior, que se recorre por los vericuetos del alma. Para unos significa una búsqueda de perfección mística; para otros un periodo de soledad y reflexión profunda. Es mi caso. Yo no soy creyente, pero hace años que necesitaba un paréntesis filosófico en mi vida rutinaria.
            Más allá de las copas de los árboles, el cielo comienza a azulear, y a la vuelta de un recodo me tropiezo, de improviso, con una maravillosa y diminuta iglesuela románica, rodeada de viejas tumbas con lápidas de granito. “Bon Camiño”, me desea un lugareño, acostumbrado a repetir ese saludo como una salmodia. Yo le contesto con una inclinación de cabeza. Me detengo ante una fuente y lleno mi cantimplora, entre el vuelo zumbón de moscardas y libélulas. En el abrevadero, serpentean los renacuajos.
Reanudo la marcha. La muchacha polaca continúa delante de mí, con su paso elástico y su enorme mochila sobre su aparentemente frágil espalda. Por encima de la lona gris del macuto destaca su dorado, casi albino, cabello largo y libre al viento. Me gusta esa chica, con toda su determinación, su independencia y su profunda mirada azul. Podría alcanzarla, pero prefiero adaptar mi paso al suyo y llevarla un trecho por delante, y contemplar así su graciosa figura. Por ella, suspiro una honda bocanada de aire puro.
            Ahora medito sobre mi propia soledad. En realidad, no me siento aquí más solo que cuando estoy con mi familia y mis amigos en la ciudad. Todos, a fin de cuentas, estamos solos, presos de la caverna, desde la que solo vislumbramos las sombras que de una presunta realidad externa nos transmiten los sentidos, tan limitados, tan nuestros y tan alejados, seguramente, del verdadero mundo de fuera. Aquí dentro, todo lo que percibo, todo lo que veo, oigo, huelo, toco o intuyo, está en mí, es solo mío, y sé que nunca podré salir al exterior. El mundo auténtico está a años luz de mi mente confusa.
            La muchacha se ha sentado frente a una mesa rústica, a la puerta de un mesón del Camino. Ha pedido un café con leche y saca de su mochila una barra de pan y algo de embutido. Me acerco y le pido permiso para sentarme con ella. Accede con una encantadora sonrisa y se queda mirándome. Y yo me turbo, me estremezco. Me enfrento a sus azulísimos ojos y me sobrecogen sus pupilas, porque adivino en su fondo una mente viva, despierta, encerrada, ella también, en su caverna de células grises. ¿Solo somos eso?, me pregunto. Y entonces ocurre el prodigio: Me he asomado a su interior y ella se ha asomado al mío. Es como si hubiéramos abierto un túnel entre dos mazmorras, y establecido un contacto tan íntimo, tan profundo, como ningún otro, carnal o espiritual, podría realizarse. No sé cuánto tiempo hemos estado mirándonos a los ojos, pero los dos sabemos que ésta ha sido una ocasión única, porque por una vez, por una sola vez en toda la Eternidad, ambos hemos salido de nuestras cavernas.
            Cuando a la noche, en el hostal de peregrinos, me quite los zapatos y compruebe lo gastados, rotos y sucios que están, pensaré que el Camino ha valido la pena.
Miguel Ángel Pérez Oca.

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