miércoles, 8 de enero de 2014

DOS RELATOS DE LA TERTULIA BODEGA ADOLFO.

Bueno, pues ya hemos empezado el año. Yo sigo peleando por publicar mi libro "ALICANTE, biografía de una ciudad", aunque las instancias oficiales me dicen que tienen dificultades económicas por eso de la Crisis. Será verdad, no quiero pensar mal. Pero ese libro tiene que salir, porque hace falta para que la gente de aquí conozca su propia biografía colectiva, y porque este momento de transición hacia no sabemos dónde es el más indicado para hacer una buena recapitulación de nuestra historia local; no sea que alguien sienta la tentación de predicarnos el "borrón y cuenta nueva". Que la memoria nos hace mucha falta para que no nos tomen el pelo por enésima vez, ¿verdad?
Ahora os voy a poner la última narración que he presentado en la Tertulia de la Bodega Adolfo que, por cierto, ya no celebramos en la Bodega Adolfo sino en el Hotel Aba Centrum.
Este de ayer es un cuento un tanto desvergonzado que nos presenta dos mundos, el de encima de la mesa de un banquete muy convencional, y el de debajo de la mesa, donde se desatan las pasiones. Es una crítica a la hipocresía y la doble moral.
A ver si os gusta... y no os escandaliza demasiado.



UN VOLCÁN BAJO LA MESA.
            El sabor añejo del Oporto y del Fondillón de Alicante era el único placer no británico que se permitía sobre los manteles en los banquetes que lord Mordecay Leavit-Brunswick de la Rivera daba ocasionalmente en su mansión campestre. Solían ser las cenas que seguían a los agitados días de la caza del zorro, a las que acudía lo más granado de la sociedad de Nottingham. Clérigos de alta alcurnia, militares distinguidos, aristócratas de sangre tan añeja como los vinos del postre y algún  nuevo rico de la industria, devenido vizconde o barón mediante la compra del título a alguna familia venida a menos, se diputaban la gloria de ser los más británicos de todos los británicos presentes. La flema, las buenas maneras a la vez relajadas y severas en un alarde exquisito de equilibrio, las frases ingeniosas más insinuantes que explícitas, los chistes ingeniosos y la cortesía y finura más extremas revoloteaban sobre los manteles inmaculados y las cuberterías y vajillas colocadas en perfecto orden geométrico.
            Smith, el mayordomo, controlaba a los sirvientes con la maestría de un director de orquesta, con su inalterable sonrisa artificialmente amable, en cuyas comisuras un observador muy avisado quizá hubiera podido adivinar un cierto aire cáustico, quizá de rechazo irónico. Y es que Smith lo sabía todo, absolutamente todo; aunque su profesionalidad y su proverbial discreción hacían que se guardase para él solo todos los secretos que, como bestias salvajes, se agazapaban bajo la mesa.
            Smith sabía muy bien que, si fingía agacharse a recoger alguna pieza de cubertería caída accidentalmente al suelo alfombrado, podría haber sorprendido en plena acción a las pantorrillas del obispo Pibody y de milady Leavit-Brunswick de la Rivera frotándose frenéticamente e, incluso, enroscándose la una a la otra en un acto de desesperada lujuria. Junto a ellos, el coronel Mc Robert sufriría una dolorosa erección en su ajustado pantalón militar cada vez que cruzara su mirada con miss Tolkien-Brauning, hija del marqués de Tolkien-Brauning, que se ruborizaba al recordar el revolcón que tras unos setos se había dado con el militar unas horas antes; y más aún si hacía planes para la tórrida noche que iba a disfrutar si el aguerrido jefe de húsares se colaba en su habitación y en su cama en cuanto acabase el ágape.  Las hermanas Braun de la Belle Maisón, hijas de mister Braun etcétera, nuevo rico de la industria minera de Cornualles y Vizconde de la Belle Maisón por adquisición reciente – buenas libras que le había costado -, estaban sentadas a ambos lados de lord Westley, un jovencísimo poeta y hermosísismo efebo de lacias greñas rubias estratégicamente despeinadas. El rostro del joven se congestionaba por momentos, aunque se esforzaba por mantener la compostura, mientras sus dos jóvenes acompañantes lo masturbaban disimuladamente, por turnos, deseosas de celebrar con él otro trío erótico como el que habían culminado la noche anterior. En cuanto al jovencito Jeremy Blaiton, futuro Barón de Chitpunkake, que había venido en representación de su anciano padre, prefería dirigir su atención a las sirvientas, todas ellas mozas robustas y, seguramente, complacientes, con el fin de indicarle al mayordomo Smith cuál de ellas prefería para que pasara después a sus aposentos, donde pensaba compartirla con algún criado igualmente fornido y complaciente. Hizo una disimulada indicación con la vista y el solícito mayordomo asintió con un gesto apenas perceptible, cerrando el trato.

Sobre el mantel, la alta sociedad victoriana se mostraba en todo su esplendor, con sus maneras comedidas y elegantes, mientras bajo la mesa anidaba un volcán a punto de estallar con sus vapores piroplásticos. Más les hubiera valido a los comensales echar la mesa por el gran ventanal con vistas al jardín, quedarse todos en pelota e iniciar de inmediato la orgía salvaje que todos anhelaban. Pero eso, por supuesto, no era lo indicado. Así que, de momento, el sabor añejo del Oporto y del Fondillón era el único placer reconocido en la cena de lord Mordekay.                    Miguel Ángel Pérez Oca.

Por cierto, que el mes pasado me olvidé de poneros mi relato anterior, que se llama "El huevo indivisile a la luz de una vela" (el tema era : "La luz de las velas") y trata de lo que podéis leer a continuación:


EL HUEVO INDIVISIBLE, A LA LUZ DE UNA VELA.
            La luz temblorosa de una única vela cubría de confusas luces y sombras las desconchadas paredes del cuchitril. En su centro, una desvencijada mesa servía de peana a un único plato ocupado por un huevo frito y a unos mendrugos de pan oscuro. A su alrededor, la mujer prematuramente envejecida, que un día fuera hermosa y optimista, y dos niñas rubias de pelo crespo y rostros pecosos y pálidos, miraban con pesadumbre la que iba a ser su magra cena. No había ningún hombre en casa, se había marchado  tiempo atrás, cuando comenzaron los tiempos de la infamia que muchos llaman crisis.
            -No hay nada más para cenar esta noche – decía la madre en voz baja, avergonzada de sentirse responsable de la desgracia -. He perdido todo el día buscando trabajo y no he tenido tiempo ni dinero para comprar comida. Mañana iré a Cáritas, a ver si os puedo traer algo – y suspiró -. Comeos el huevo entre las dos. Yo me conformo con un mendrugo.
            -No, mami – dijo la mayor de las niñas, con resolución –, lo dividiremos en tres partes… Porque si tú te pones enferma, ¿quién cuidará de nosotras?
            -Pero… - intentó argumentar la mujer – un huevo frito no se puede partir en tres pedazos, porque la yema es líquida y se desparrama… Un huevo frito es indivisible.
            -Sí que se puede repartir, mami, si vamos mojando el pan en la yema, una detrás de otra, hasta terminarla y, después, la clara, que es sólida, se corta en tres partes.
            Y así lo hicieron, hasta terminar con el huevo y con el pan.
            -Ahora, vamos a dormir, hijas mías, que mañana será otro día.
            -Oye, mami, ¿por qué han dejado de darnos el almuerzo en el colegio?
            -Porque los políticos necesitan el dinero que cuesta vuestra comida para dárselo a los banqueros.
            En las palabras de la madre – que no percibía subsidio de paro ni ayuda social de ninguna clase -, se evidenciaba un rencor infinito a ciertos altos ejecutivos, de esos que se retiran con pensiones millonarias después de haber arruinado los negocios de los demás en arriesgadas operaciones especulativas, cegados por la ambición y la incompetencia.
            -¡Malditos cabrones! – fue su oración de buenas noches.
            Y así podríamos afirmar que un huevo frito solo se puede compartir cuando hay mucha confianza y cariño entre los comensales; pero que eso no es posible ni conveniente en un banquete formal, de los que celebra la gente elegante.
            A pocos kilómetros del cuchitril, en un moderno hotel, se celebraba la cena conmemorativa del tercer aniversario de una sofisticada tertulia literaria. Las mesas formaban un cuadro alrededor de un centro repleto de velas encendidas, que no estaban allí para iluminar el comedor minimalista, sino como elemento decorativo. Entre los sabrosos manjares que se servían antes del plato fuerte, en bandejas para el picoteo colectivo, había unas cuantas de patatas con jamón, coronadas, cada una, por un huevo frito. Los que ignoran el secreto del plato llamado “huevos rotos” no saben que, antes de consumirlo, hay que destrozar el huevo y desparramar la yema sobre las patatas y el jamón. Así que, ¿quién de esos ignorantes gastronómicos – tal como yo - se atrevería a cometer la descortesía de apropiarse de la yema, en perjuicio de sus compañeros?
            Cuando los camareros retiraron las bandejas de los entrantes, una desconsolada yema ocupaba el centro de alguna de ellas. La cosa habría sido distinta si cada fuente hubiera estado coronada por tres o cuatro pequeños huevos de codorniz; pero entonces el plato ya no sería de “huevos rotos”, si no de minúsculos huevos individuales.

            Lo dicho, que un huevo frito, salvo casos muy excepcionales en cuanto a los comensales o a alguna original receta gastronómica, es indivisible, por mucho que esté iluminado por una o por varias velas.                                      Miguel Ángel Pérez Oca.                                                       

1 comentario:

Eusebio Pérez Oca dijo...

Es curioso como la historia se repite. Cuando escribiste el libro sobre el Bombardeo del 25 de mayo el Gil Albert te negó el publicarlo. Sin embargo publicó el infame libro de Luis Capdepon. Lo presentó el conocido Miguel Valor. Ahora pretendes sacar un libro sobre la historia de Alicante y surge el tal Santo Matas, conocido destrozador del Gil Albert en su día y asesor cultural del PP de Alperi, con una conferencia sobre devenires históricos e la Ciudad de Alicante. ¿Mucha casualidad, no?.

Eusebiet el Malpensao.