El tema para la reunión de ayer de la Tertulia de la Bodega Adolfo era el incesto. Mi escrito fue el siguiente, que os pongo a continuación. Creo que a pesar de que desde entonces han pasado 3000 años, el asunto no ha perdido actualidad:
LOS DIOSES IDIOTAS.
El
joven Tutankhamon agonizaba en su dormitorio, rodeado de médicos y sacerdotes,
mientras en la antesala de columnas labradas esperaban los cortesanos. El
general Horemheb y el Gran Sacerdote de Amón estaban sentados en uno de los bancos
de madera de sándalo. Hablaban en voz baja, como si no quisieran ser oídos por
la cercana esposa y hermana del Faraón, que ocupaba un trono de alabastro, tan
hierática e inexpresiva como sus retratos en bajo relieve del cercano muro de mármol
negro. A los pies del sacerdote, un escriba de la Orden de Amón tomaba nota de cuanto
éste decía.
Sinuhé,
el médico real, salió del dormitorio para unirse a los dos hombres.
-No
podemos hacer nada por él – se lamentó -. El pobre muchacho está aquejado de
todas las enfermedades hereditarias conocidas. Es un idiota deforme, con huesos
de cristal y vísceras atrofiadas, una pobre víctima del incesto secular de la
familia real.
-Su
padre y su madre estaban locos y enfermos – apuntó el general - y eran
hermanos, como su abuelo y su abuela, su bisabuelo y su bisabuela, y así hasta
infinitas generaciones de faraones incestuosos. El incesto no es sano…
-Sin
embargo, así lo manda la ley – sentenció el Gran Sacerdote, mientras su escriba
garabateaba letras demóticas en un rollo de papiro -. La sangre real es sangre
de dioses y no debe mezclarse con la de los mortales… a menos que sea imprescindible.
-Pero
ved como su padre, el demente Akhenaton – insistía Horemheb -, estuvo a punto
de llevar nuestro país al desastre con sus locas ocurrencias, y con aquella absurda
religión de culto al Sol que quiso imponer a sus súbditos. ¡Una religión de un
solo dios!
-Afortunadamente
– dijo el Gran Sacerdote, adulador -, te teníamos de nuestra parte, amado general
Horemheb. Y dominaste la situación con mano firme, y restauraste el culto a los
dioses tras el suicidio del pobre Akhenaton. Ahora, cuando muera su hijo Tutankhamon,
tú, Horemheb, deberás ser nuestro nuevo Faraón, fuerte e inteligente…
-Pero
nuestro amigo Horemheb no tiene sangre real, no es un dios – objetó, irónico,
Sinuhé, ante un vehemente y peligroso gesto de contenida rabia del militar -.
-Lo
será – afirmó el Sumo Sacerdote – cuando una su sangre a la de la hermana y
viuda de nuestro desgraciado Faraón, que hoy va a reunirse con los dioses.
La
hermana y aún esposa de Tutankhamon había oído la última frase, pero no hizo
ningún ademán que revelara su opinión. Seguía de perfil, como un bajo relieve.
-Ella
también es idiota…– insistió el médico, incomodando a sus interlocutores.
-Sí,
pero la sangre nueva de Horemheb prevalecerá, y tendrá con ella muchos hijos e
hijas, entre los que podremos escoger a los más sanos como pareja heredera. No
tenemos otra opción. No queda en todo Egipto ninguna otra persona de sangre
real.
-Ya
se ocupó Horemheb de eso – murmuró Sinuhé para sí -… Pero, ¿y Moisés?
-Al
príncipe Moisés hicimos muy bien en desterrarlo con todos sus esclavos judíos.
Él también adoraba al Sol, como su hermano Akhenaton y, en su locura enfermiza,
proclamó que su dios único se le manifestaba en forma de zarza ardiente.
El
mayordomo real, tras dar unas palmadas, llamó a todos los presentes a los
aposentos del moribundo, para que pudieran despedirse de él. Pero el Gran
Sacerdote se demoró unos instantes, mientras miraba significativamente a su
escriba y discípulo.
-Te
preguntarás, querido Ptah, por qué imponemos el incesto a la familia real,
mientras lo prohibimos al pueblo, ¿verdad? – y el escriba asintió en silencio
-. El pueblo ha de ser fuerte y sano para cultivar los campos y construir
templos a los dioses, pero los faraones… - y se puso en pie para seguir a los
demás hacia el dormitorio real – Has de saber que la paz y la prosperidad de
este reino dependen de una sola circunstancia: Durante miles de años hemos sido
gobernados por idiotas y administrados por sabios. Los faraones fuertes e inteligentes son muy peligrosos… Pero
esto no lo escribas.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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