domingo, 8 de noviembre de 2009

CUANDO CAEN LOS MUROS


Hace veinte años que cayó el Muro de Berlín. La eliminación de esa frontera antinatural significaba el triunfo de la libertad para muchos berlineses del este y para muchos alemanes; también para muchas personas bienintencionadas de todo el mundo. Aunque tras esa primera impresión también se escondiera el triunfo ideológico de un modelo económico, el triunfo del capitalismo sobre el mal llamado comunismo. Después de sesenta y tantos años de un gobierno voluntarista de presunta izquierda, de una dictadura fundamentada en el marxismo, pero no consecuente con las ideas de Marx, la construcción artificial creada en Rusia por el visionario Lenin y el déspota Stalin, mantenida en equilibrio a duras penas por el ilusionista Kroustchef y agonizante y ya sin sentido bajo Breznief y los viejecitos de la Nomenclatura, era inevitable que el muro de Berlín se viniera abajo él solito, con la coreografía de los ilusionados berlineses que aspiraban a vivir mejor. Pero al otro lado del escaparate capitalista, en el Berlín occidental, lo que se mostraba como señuelo también era un espejismo injusto y desproporcionado. El capitalismo moderado y contenido ante la amenaza de la revolución de izquierdas y el enfrentamiento con la Unión Soviética se vio al fin libre de cortapisas para llevar a cabo, sin complejos, todos sus abusos tradicionales; había triunfado y los Estados Unidos eran ya la única superpotencia. Y el liberalismo prudente se convirtió en liberalismo salvaje. Era pecado el intervencionismo estatal, había que privatizarlo todo, el mercado debía ser quien se autorregulase. El Tercer Mundo se vería esquilmado como nunca, hasta la axfisia, los derechos sindicales deberían disminuirse, Reagan, la Tatcher y compañía eran los iconos políticos. Hasta nuestro Felipe González se rodeó de "beautiful people", con economistas derechizantes como Boyer y Solchaga, el apostol del enriquecimiento rápido. Y el caballo del mal llamado liberalismo marchó desbocado hasta que los pelotazos, la especulación y el descontrol produjeron el derrumbamiento de la economía capitalista en la crisis más terrible de los últimos tiempos. Es curioso que Wall Street, el epicentro del capitalismo, se llame como se llama: "la calle del muro". Era el otro muro, el de los dividendos, los contratos blindados y el despido libre, que también se estaba derrumbando. Curiosamente, en cuanto se vieron con dificultades, los apóstoles de la no intervención estatal pidieron ayuda a los estados. Se les vio el plumero...

Pero hay otros muros que derribar, algunos tan físicos y tan evidentes como el muro de Begín en Palestina, o las alambradas de Ceuta y Melilla, o las de la frontera mexicano-estadounidense; y otros tan simbólicos como la falta de protección médica a los americanos pobres, el hambre en el Tercer Mundo... y tantos otros que, por no significar el derrumbamiento de un sistema rival no son tan aireados por la prensa. Pero están ahí, esperando su caída. En América están ocurriendo grandes cambios, los gobiernos de populistas de izquierda y socialdemócratas en América del Sur le plantan cara a los Estados Unidos; y en los mismos Estados Unidos, un negro reformista ha alcanzado la presidencia. Los paises emergentes, China, India, Brasil, se disponen a disputar la supremacía mundial. Y en el Mundo Islámico, que parece marchar al revés, como los cangrejos, los fundamentalismos se empecinan en remar contra corriente del progreso y sumen a una gran parte del mundo en el atraso y la parálisis cultural... aunque, por otro lado, se valen de la ciencia occidental que tanto desprecian para fabricar armas nucleares.

Los muros caen, pero no cuando los líderes de opinión quieren, sino cuando la situación está madura. Si esa idea marxista hubiera sido comprendida a tiempo por el voluntarista Lenin el mundo se hubiera ahorrado millones de muertos.

Los muros caen, pero hay que saltar al otro lado justo a tiempo, hay que aprovechar la ocasión de su caída para construir una nueva sociedad, más justa y democrática, antes de que vengan los poderosos a repararlos.

Los muros caen, pero también las torres. En Nueva York lo saben muy bien. Y cuando caen las torres a manos de un suicida convencido de que Dios quiere la masacre y el asesinato, hay que echarse a temblar.

Uno se pregunta, a la vista de como se presenta este siglo XXI, quién va a ganar al final, los que derriban muros o los que destruyen torres.

Ojalá los que destruyen torres llenas de trabajadores no amenacen demasiado a los que defienden los muros de sus mansiones de lujo y poder. Porque las economías de guerra siempre favorecen a los poderosos insolidarios que se esconden tras las banderas, los uniformes, los himnos... y los muros.

Qué miedo, señor, qué dificil es interpretar la Historia.



Miguel Ángel Pérez Oca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido amigo, que razón tienes,
al final como los sanscoulottes franceses.Creemos que ganamos la libertad,y la clase burguesa se frota las manos. Un abrazo, Julia Diáz