"Giordano Bruno, el loco de las estrellas" fue la primera novela publicada por mí, en el año 2000. Desde entonces he hecho muchas cosas, que os ofrezco, porque la vida sin compartir no es nada.
jueves, 22 de diciembre de 2022
martes, 1 de noviembre de 2022
QUEL DELICATESE
Quel delicatesse

“Historias del abuelo Miguel” por Miguel Ángel Pérez Oca.
No tiene una clara traducción al castellano. ¿Delicadeza, finura… detalle elegante? Eso, quizá “detalle”, en el sentido de complemento de buen gusto, edulcorante, quizá el colofón o la guinda de un pastel que puede no ser tan dulce como sería de desear. Ese detalle que “hace bonito”, tan francés, tan glamoroso… como, por ejemplo:
Al condenado a muerte se le ofreció una opípara última cena y un impoluto pañuelo para taparse los ojos ante el pelotón de fusilamiento. ¡Quel delicatesse!
El director del banco, después de anunciar al desahuciado que a pesar de entregar su piso en pago de la hipoteca, tendría que seguir abonando la diferencia entre el valor actual de la finca devaluada y el precio original en el momento de la tasación, le dio la mano y unas palmaditas en la espalda, y le dijo con voz compungida. “Lo siento”. ¡Quel delicatesse!
El ministro anunció que iba a modificar la ley del aborto, endureciéndola, porque estimaba que consentir la libertad de aborto es un acto de “violencia de género” contra la mujer. ¡Quel delicatesse!
El inquisidor dio a besar un crucifijo al hereje con la promesa de que, si se arrepentía sinceramente de sus errores teológicos nauseabundos, sería estrangulado antes de proceder a su incineración en la hoguera, con lo que se ahorraría terribles sufrimientos. ¡Quel delicatesse!
El exterior del búnker estaba cubierto con una capa de dos dedos de cemento que ocultaban la débil estructura interior de adobes. El dinero del presupuesto para el cemento armado se lo había embolsado alguien, pero, para compensar, habían colocado a la puerta de la frágil fortaleza un cartel, destinado a los sufridos soldaditos, que decía: “Defenderás esta posición hasta derramar la última gota de tu sangre”. ¡Quel delicatesse!
El jefe invitó a comer y obsequió con un ramo de flores a su empleada para anunciarle a los postres que estaba despedida. ¡Quel delicatesse!
El general, después de la solemne ceremonia fúnebre, entregó a la madre del soldado muerto una banderita y una medalla. ¡Quel delicatesse!
“Entre, por favor” le dijo el carcelero al preso, abriendo la puerta de su celda. ¡Quel delicatesse!
Chu Lin ya llevaba dos años en España y entendía bastante el castellano. Así que, mientras trabajaba sus 16 horas diarias en el taller clandestino instalado en un sótano, escuchaba su pequeño transistor, eso sí, con auriculares, para no molestar a sus doscientos compañeros. Y oía la voz del presidente de Mercadona que respondía a las preguntas de un entrevistador radiofónico al que decía que a los trabajadores españoles, lo que les hacía falta para salir de la crisis era tener la “cultura del esfuerzo” de los chinos. Chu Lin bostezó y apagó el aparato. ¡Quel delicatesse!
El presidente de la Caja de Ahorros le dijo a su secretaria por el interfono: “Rosario, entre usted a recoger el documento en el que aprobamos la venta de nuestra Obra Social para poder superar la quiebra técnica. Ya lo he firmado. En cuanto a la subida de mi pensión vitalicia en 12.000 euros más al mes… la firmaré mañana. Hoy no me apetece, ¿sabe? Me parecería de mal gusto. ¡Quel delicatesse!
El Papa, después de bendecir los cañones que Mussolini mandaba a Abisinia, le dijo a su camarlengo: “Tenemos que celebrar una misa por la conversión al catolicismo de todos los africanos”. ¡Quel delicatesse!
Dios hizo el Universo y lo contempló complacido. “Ahora crearé al ser humano a mi imagen y semejanza”, se dijo. Y construyó el Infierno. ¡Quel delicatesse!
domingo, 9 de octubre de 2022
Persianas vivas

“Historias del abuelo Miguel” por Miguel Ángel Pérez Oca.
No, el pueblo no está desierto, de ninguna manera. Las calles aparecen silenciosas y vacías, pero… pero las persianas están vivas, muy vivas. Detrás de cada persiana, levemente levantada por uno de sus lados, palpita la atenta mirada y los no menos atentos oídos de multitud de viejas, y no tan viejas, comadres chismosas.
-Es que se aburren, con el marido en el bar, y por eso se pasan las horas fisgando en las vidas ajenas – me había dicho Lola cuando le comuniqué mis sospechas.
Lola y yo estamos liados, gloriosa y placenteramente liados. Se trata de sexo puro, no nos engañemos, del sano, del bueno, del que no produce traumas ni complejos, ni exige compromisos ni responsabilidades, del que no tiene nada de exclusivo, de posesivo ni de celoso. Ella tiene su vida y yo la mía, y una vez al mes, más o menos, voy a visitarla al pueblo, a su casita rural, como ella la llama; y allí, lejos del mundanal ruido, aislados del asfalto y las premuras, nos entregamos al frenesí de los placeres de la carne. Ahora me doy cuenta de que los alaridos gozosos de Lola deben haber hecho las delicias de las viejas chismosas que acechan tras las persianas y me espían cuando dejo el coche en la plaza del pueblo y me dirijo por la estrecha Calle de la Tahona, camino de la casa de mi… bueno, ahora se dice “follamiga”.
Todas la conocen desde que era una niña, cuando vivía aquí con sus padres, pero no regresó al pueblo hasta que la vida de la ciudad llegó a atosigarla, y algún desengaño amoroso, de esos que esconden pretensiones institucionales, la empujó al exilio en su mundo del pasado de inocencia infantil. Ella prefiere bajar todos los días a su trabajo de la ciudad, pero descansar luego en su casa campestre. En cambio sus padres se mudaron a la capital hace años y no quieren para nada regresar a la aldea que les parece triste y agobiante; pero Lola quiso recorrer el camino inverso y se instaló aquí, con sus traumas y su afán de libertad.
Un día me confesó su tristeza por lo vacío de su vida, y yo la convencí con muy poco esfuerzo de que la solución a sus cuitas estaba en agenciarse un amante sin complejos ni compromisos que le diera gusto a su cuerpo y no le atormentase el alma.
-Sí, pero, ¿dónde encuentro yo un chollo así? Todos los hombres sois posesivos y celosos…
-Yo no, Lola, yo no. Y también me hace falta un desahogo en libertad de vez en cuando.
Y a ella le pareció de perlas, y desde entonces, todos los meses, la armábamos en la casita del pueblo.
Sin embargo, hoy, cuando llegué, Lola estaba furiosa y se sentía acosada.
-Mis padres están recibiendo anónimos sobre lo nuestro. Debe mandarlos alguna de esas brujas que nos espían desde detrás de las persianas.
-Bueno - le dije -, pues nos buscaremos otro refugio más discreto. ¿Qué te parece mi casa de la ciudad? Allí a nadie le importa la vida de los demás.
Pero el caso es que la dichosa casita le resulta tan entrañable, tan apropiada para nuestros devaneos carnales, que no sé si Lola se encontrará a gusto en otro sitio.
He salido a la calle enfurruñado, cabreado con las brujas de las persianas. De momento, hoy, Lola y yo hemos decidido no pasar a la acción erótica, por aquello de sentirnos espiados y con nuestra intimidad violada. Porque Lola si no grita no disfruta, y no le apetece gritar sabiendo que los oídos tensos nos rodean.
Me he parado en medio de la calle solitaria, me he bajado los pantalones y, con el culo al aire, me he tirado un sonoro y terrible pedo, brutal, telúrico, mientras voceaba:
- ¡Brujas asquerosas, que os den por el culo!
Y, al unísono, cien persianas, a lo largo de toda la calle, han recuperado su verticalidad con un ligero rumor de maderitas entrechocadas.
domingo, 2 de octubre de 2022
EL VIEJO DESERTOR.
Lloviznaba sobre el puerto de Alicante. Miles de republicanos cansados, sucios, vencidos, esperaban en vano los barcos del exilio bajo los tinglados castigados por las bombas. De vez en cuando se oía un tiro de pistola, y un hombre caía al suelo con la sien perforada en medio de la indiferencia abstraída de sus vecinos de infortunio.
Tres camaradas se acurrucaban alrededor de una pobre hoguera hecha con maderas de un cajón roto. En una marmita asentada sobre dos ladrillos, comenzaba a hervir el agua de un café; y uno de ellos, el capitán, removía el líquido negro con su navaja suiza de mil usos. Otro, comisario político, embutido en su raída cazadora de cuero, miraba a hurtadillas a su alrededor por debajo de la visera de su gorra ladeada.
-No vendrán los barcos. No vendrán. Me lo ha dicho el comandante Etelvino Vega. Los últimos fueron el Stanbrook y el Maririme… Y el próximo será de Franco y nos freirá a cañonazos. Para colmo, el capitán del Marírime solo admitió 30 pasajeros.
El tercero era un sargento que había sido miliciano anarquista de la Columna Maroto, antes de ser encuadrado a la fuerza en el Ejército Popular.
-Ya lo sé – dijo con voz ausente -. Lo sabemos todos. ¿Por qué te crees que se han suicidado todos ésos? Ya no hay nada que hacer sino prepararse para la prisión y la muerte. Los italianos nos esperan ahí fuera y mañana nos obligarán a escoger entre rendirnos o morir acribillados. La República ha muerto, la guerra se ha perdido…
-La guerra se perdió en la retaguardia – destiló el comisario con rabia – por culpa de los imbéciles que querían hacer la revolución antes que ganar la guerra.
-Cómo yo, ¿verdad? – preguntó con sorna el anarquista, mientras el otro asentía en silencio con gesto despectivo, y se volvió hacia lo alto del faro metálico de la bocana, donde un loco gritaba obscenidades antes de lanzarse al vacío.
- ¿Os acordáis del viejo desertor? – dijo de pronto el capitán, saliendo de su mutismo. Se le había derramado el café, apagando la triste hoguera.
-Si, me acuerdo de él como si estuviera aún delante de nosotros – decía el sargento anarquista, mirando acusadoramente al comisario -. No debimos fusilar a aquel pobre hombre.
- ¡Pues, sí! ¡Había que fusilarlo! – protestó el comisario – Había que mantener la disciplina. Si el capitán no lo hubiera mandado fusilar, todos los reclutas lo habrían imitado huyendo en desbandada. ¡Había que ganar la guerra a los fascistas!
-Pues, ya ves, la hemos perdido – le reprochó el sargento – y nadie le devolverá la vida al viejo infeliz. ¿Os acordáis? Lo trajo la patrulla, abrazado al saquito donde guardaba sus pobres pertenencias. Era un cabrero analfabeto, ni siquiera sabía de qué iba esta guerra. Solo quería volver a su pueblo, con su familia y sus cabras. Murió sin saber qué pasaba, con los ojos desorbitados de miedo y de sorpresa…
-Y yo le di el tiro de gracia en la sien, y sus ojos se me quedaron clavados en el alma para siempre – acabó el capitán, dando el tema por zanjado.
-No me rendiré. No, señor – dijo el sargento como para sí -. En cuanto oscurezca me tiraré al agua, a ver si consigo escapar nadando hasta la playa de San Gabriel.
-El coronel Burillo – afirmó el comisario - nos ha recomendado que nos quitemos las insignias e intentemos pasar por soldados rasos, pero yo no voy a renunciar a mi uniforme. Me fusilarán, lo sé. Soy un comisario comunista y me fusilarán, pero mi deber es morir con dignidad – y poniéndose en pie se dirigió a la entrada del puerto.
El capitán también se levantó y se acercó a las rocas de la escollera.
-Te lo debo, viejo desertor – dijo para sus adentros, y sacó la pistola para apoyarla en su sien. Era la misma pistola con la que un día había rematado al fugitivo.
Cuando sonó el disparo, nadie se movió bajo la llovizna en el puerto de Alicante.
Miguel Ángel Pérez Oca.
jueves, 15 de septiembre de 2022
¡QUÉ MIEDO!
EL HOMBRE DEL RINCÓN.
“María,
hermana… ¿Estas ahí, María?... Bueno, espero que cuando vuelvas a casa escuches
este mensaje que te dejo en el contestador. Me está pasando algo muy extraño,
¿sabes?… ¿Te acuerdas que te dije que me iba una semana a descansar a la casita
de la playa? Pues el sábado, cuando llegué, me encontré a todo el pueblo
invadido por una plaga de mariposas negras… No sabría decirte a qué especie
pertenecen esos insectos. Son como polillas negras y tienen una picadura muy
molesta… En el pueblo se decía que aparecieron después de que un meteorito muy
brillante cayera en el mar en la noche del jueves. Pero creo que la gente tiene
mucha fantasía y que los dichosos bichitos no eran más que una de esas plagas
que provoca el cambio climático… En fin, que cerré todo y me fui con el coche a
ver si encontraba un lugar más cómodo. En ningún otro pueblo de la costa había
mariposas negras; pero me fastidiaba que unos insectos estúpidos me
condicionasen las vacaciones. Así que esta mañana he decidido dejar el hotel
donde me hospedaba y volver al pueblo. Ya no hay en él mariposas negras, pero
sus calles están desiertas, demasiado tranquilas… Y cuando he entrado en la casita… ¡He visto
al hombre del rincón! Entre la chimenea y la ventana hay un hombre de espaldas,
como empotrado en el rincón, con la cabeza baja y los hombros encogidos. Le he
gritado, he intentado tirar de él con todas mis fuerzas, pero parece estar
pegado a las pareces. Respira, pero no se mueve ni reacciona a mis gritos y
golpes. He salido despavorido a coger mi pistola de la guantera del coche, sin
la que no me habría atrevido a entrar de nuevo en casa para llamar a la
policía. Me han dicho que “llegarán enseguida”........... ¡María! El hombre se
ha movido, ha levantado la cabeza… Al separarse del rincón han surgido muchas
mariposas negras que ahora vuelan por toda la estancia. Se está girando y
vuelve su rostro hacia mí… ¡Dios mío!¡El hombre del rincón es papá! Ya sé que
murió hace años, pero está aquí y se me acerca con lágrimas en los ojos y un
insoportable gesto de reproche en su pálido rostro... La casa está llena de
mariposas negras... Me cuesta mucho
pensar…...... María....” (piiiiiiiiiiiiii..........).
Miguel
Ángel Pérez Oca.
lunes, 12 de septiembre de 2022
LOS VIAJES DEL PADRE PINZÓN.
ACONTECIMIENTO 500 AÑOS
viernes, 9 de septiembre de 2022
EL VIEJO BARRIO.
UN BARRIO EN EL CIELO.
En
el barrio todos nos conocíamos. Yo era allí un niño feliz. Jugaba en la plaza
con otros muchachos, a la sombra de unos árboles frondosos bajo los que se
amparaban los bancos de hierro y madera donde los viejos se contaban batallitas
de una guerra lejana. A su alrededor, los comercios, modestos y fiables,
acompañaban a la pequeña iglesita blanca coronada por una espadaña con su
campanita de agudos sones. Don Fadrique era el párroco, amigo de todos, fueran
o no sus feligreses. Enfrente estaba la sucursal de la Caja de Ahorros, con sus
estirados empleados que venían a trabajar desde el centro, y se marchaban en el
autobús azul, sin mirar ni saludar a nadie. Eran los únicos extraños que
acudían al barrio a trabajar. Los vecinos, por el contrario, solían marchar
fuera de él a sus quehaceres cotidianos; los hombres a la cercana fábrica
de repuestos industriales y las mujeres,
en el autobús, a servir a algunos señoritos de la ciudad, como chachas o cocineras,
o a las fábricas de tejidos. La escuela de niños y la contigua de niñas eran
regentadas por don Rosendo y doña Finita, que estaban casados y ocupaban la
modesta vivienda del piso superior del inmueble, detrás de la iglesia. La
frutería de la señora Pepita, gorda, chistosa y amable, era parada obligatoria
de la pandilla a la que la dueña obsequiaba con alguna manzana, melocotón o
cualquier otra fruta y unos caramelos. En el taller de Tancredo “el Manitas”,
donde se reparaban muebles, aparatos eléctricos y utensilios de cualquier clase,
nos abastecíamos de listones y clavos con los que nos fabricábamos espadas y
fusiles para nuestras imaginarias batallas en lo que llamábamos “El Campo”,
unos solares abandonados, poblados de malas yerbas, que separaban el barrio de
la ciudad, lejana y misteriosa.
Un
día vinieron unos obreros con picos, palas y una espectacular maquinaria pesada
con la que empezaron a excavar un enorme agujero en el centro de la plaza, que
fue nuestra distracción por unos meses. Don Rosendo nos informó, orgulloso, que
el barrio iba a tener parada de metro. Y a partir de entonces, los empleados de
la Caja y las mujeres que trabajaban en la ciudad ya no utilizaron más el
autobús azul, sino que bajaban las misteriosas escaleras, por las que los
domingos descendíamos también nosotros, con nuestros padres y hermanos, en
busca de emociones capitalinas.
Poco
a poco, la ciudad fue acercándose al barrio y las torres de cemento y cristal
nos arrebataron el campo de nuestros belicosos juegos. Más tarde, se inauguró
muy cerca un centro comercial y la señora Pepita cerró su frutería. La gente
compró coches y televisores, y se
acostumbró a tirar las cosas viejas, y Tancredo se marchó a trabajar a otra
ciudad. Don Fadrique se murió y don Rosendo y doña Finita se jubilaron, y la
iglesia, la escuela y otras casas del barrio, fueron derribadas para construir
unos enormes bloques de viviendas en cuyos bajos se instaló un nuevo y moderno
templo, que solo abría los domingos, cuando venía a decir misa un cura joven
que tocaba la guitarra. Yo ya me había hecho mayor, me había casado con la
mujer de mis sueños y tenía dos hijos varones. Y el barrio fue cambiando
conmigo hasta hacernos irreconocibles, el barrio y yo. Pasó mi vida, como un
tren a toda velocidad por un andén desierto. Mi amadísima mujer falleció y mis
hijos se fueron a Barcelona, y yo me quedé solo y jubilado, con los restos de
mi barrio donde ya no conocía a casi nadie.
Hoy
la plaza ya no tiene árboles, sino marquesinas metálicas, y en su centro han
puesto un adefesio abstracto de hierro oxidado que nadie sabe qué representa.
Mi vieja casa de planta baja sobrevive sola entre torres de cemento llenas de
gente extraña. No quise venderla a la constructora, aunque me ofrecían una
fortuna, y ha quedado como último testimonio de un barrio del que solo queda el
nombre en su parada de metro.
Los domingos acudo a la nueva iglesia y le rezo a un Dios que no sé si existe, y le pido que, si hay un cielo para la buena gente, me devuelva allí mi viejo barrio para que pueda vivir en él, con los míos, por toda la Eternidad.
Miguel Ángel Pérez Oca.
miércoles, 17 de agosto de 2022
UN PENSAMIENTO QUIZÁ... ¿INGÉNUO?
Si cada soldado tirara sus armas.
Si cada ciudadano se negara a ser movilizado.
Si cada pueblo depusiera a sus gobernantes cuando declaran
la guerra.
Si a cada niño se le enseñara que la violencia es repugnante.
Si a cada mujer se le reconociera el derecho a negar sus
hijos a la guerra.
Si fabricar y vender armas se considerara un delito capital.
Entonces, quizá, llegaríamos a ser lo que creemos ser.
Leído
(o soñado) no sé dónde.
jueves, 11 de agosto de 2022
GALICIA MÁGICA.
CORREO PARA UNA MUJER GALLEGA
Ay, Deva, que me he enamorado de
Galicia. Ese paisaje brumoso donde la neblina difumina los perfiles de las
cosas y las vuelve irreales, misteriosas y dulces, sin una línea recta del
horizonte que nos recuerde que vivimos en la superficie de una esfera, sin unos
campos yermos que nos digan que la vida puede rendirse bajo el sol y la sed,
tal como en mi tierra rigurosa e intransigente. Todo verde y todo suave. Y la
gente, dulce, suave y firme a la vez, cariñosa, trabajadora, con un punto de
superstición y con la cautela de quien vive cerca del bosque y de las olas
bravas. Celtas de los poblados de granito y paja en los altos de Santa
Trega, con la desembocadura del Miño a los pies en un raro día de sol.
Pontevedra y sus callejas de granito, sus soportales, y una amable y fuerte
gallega que nos prepara un pulpo con pimentón junto a un bar que nos sirve un
vasito de Alvariño y un pan jugoso como no los hay ya por estos lares.
La Coruña con sus galerías blancas frente al mar y María Pita en su
estatua, matando al inglés. Combarro con sus hórreos junto al mar, lejano en
marea baja y amenazador cuando crece por influjo de la luna. Santiago, con el
santo que hay que abrazar, aunque yo lo saludé en voz baja, y le dije:
"Hola, viejo Prisciliano, siempre habrá quien no te olvide, camarada
revolucionario. Tú eres tú y aquel palestino, discípulo de Cristo, que murió en
Tierra Santa, usurpó tu fama, pero no lo consiguió del todo, ¿verdad?" y
el misterio, tan gallego él, continuó presidiendo el magnífico templo románico
enmascarado tras una inoportuna fachada barroca. Qué bella debió ser la
catedral cuando el Pórtico de la Gloria lucía desnudo en su frontispicio de
arcos de medio punto, antes de Trento y sus truculencias y
recargamientos. No he visto panorama más impresionante que el que se
divisa desde la Torre de Hércules, al son de una gaita tocada con maestría por
un celta que no era precisamente gallego, sino irlandés (cosas de la vida y de
la globalización), ni escultura más inquietante que la del "Cuerpo
Danone" al comienzo del camino que conduce al faro eterno. Y Baiona, con
su réplica de la Pinta y sus mariscadoras de brazos hercúleos, estampa viva de
la fuerza de las mujeres gallegas. La guía nos hablaba de las féminas de estas
tierras, de su energía, de su férrea voluntad y de su dulzura. Recordó los
gigantescos restos de una mujer celta de más de dos metros de altura,
encontrada en unas excavaciones de la catedral de Santiago, de María Pita, de
la Bella Otero, de doña Emilia Pardo Bazán, y de la inigualable Rosalía de
Castro:
"Adiós, ríos, adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos;
Non sei cando nos veremos..."
Es la morriña, la nostalgia, tan gallega ella, hecha poesía, y sobre todo la
galleguidad, auténtica y retunda. Ah, Rosalía, cómo del dolor puede surgir
tanta belleza. Si además es cantada por Amancio Prada, uno se puede morir de
dulce tristeza.
Y el paladar también participa con la poesía gastronómica de un plato de percebes,
o de berberechos, o de gambas tiernas y jugosas como la niebla, o de mejillones
al vapor degustados en plena ría de Arousa, a bordo de una barca del Grove. Las
gaviotas, tan listas como el hambre, se acercan y planean sobre nosotros y
capturan las mollas de mejillón de la punta de nuestros dedos. Después, ahítos
de marisco y alvariño, bailamos una muñeira en una de las mejores tardes de mi
vida, acompañados de los gritos exigentes de las gaviotas, entre bateas y
risas. Qué momentos tan magníficos.
Por vivir unos días en Galicia y entrar en su espíritu, vale la pena aguantar
un viaje de 14 horas en autobús y acabar con los pies hinchados como botas.
"Adiós groria, adiós contento.
Deixo a casa onde nacín,
deixo a aldea que conozco
por un mundo que non vin.
Deixo amigos por extraños,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero...
¡Quen pudera non deixar!"
Tienes suerte, mucha suerte, de ser gallega, y mujer, y sabia...
Besiños.
Migueliño el
antípoda.
domingo, 7 de agosto de 2022
LOS VIAJES DEL PADRE PIZÓN.
Con motivo de cumplirse el próximo septiembre el quinto centenario de la culminación de la vuelta al mundo de la nao Victoria al mando de Juan Sebastián Elcano, he vuelto a publicar, esta vez en AMAZON, mi novela LOS VIAJES DEL PADRE PINZÓN.
El enlace para hacer pedidos en libro de papel, tapa blanda, o electrónico es:
https://www.amazon.com/dp/B0B8RP7QYM?ref_=pe_3052080_397514860
sábado, 6 de agosto de 2022
EL PATRIARCA.
LA FAMILIA DEL PATRIARCA.
La mansión dominaba el valle abancalado hasta la cima de sus colinas. Viñedos y árboles frutales sufrían los envites del viento y la lluvia en aquella noche tormentosa, aunque los ocupantes de la estancia no se preocupaban demasiado por ello. Allí estaba reunida toda la familia. A la cabecera de la mesa, con el anguloso rostro iluminado en ocasiones por los relámpagos, el patriarca, don Zósimo de Arrarte y Moa, se atusaba los blanquísimos y enormes bigotes, mientras daba cuenta del café, a las postrimerías de una opípara cena. Frente a él, sus hijos y respectivas esposas aguardaban sus palabras: El mayor, su duplicado exacto, tanto en el nombre como en sus bigotes hirsutos, aunque todavía oscuros. A su lado, su esposa Tirsa, de mirada altiva. El segundo de los hijos, Pancracio, que de llevar mostacho hubiera resultado una segunda copia del padre. Su esposa, Lilí, pizpireta y gentil. El tercer hijo, Paco, pelirrojo y fornido, junto a su mujer, Pepa, grande y fuerte como él y de aspecto más bien simple. Y al fondo de la mesa, el menor, con hábito de fraile teatino y un gesto pío y solemne bajo el cráneo tonsurado.
-Y así, sintiéndome ya cerca de la muerte, he decidido hacer testamento y legar mis bienes a mis herederos, con el siguiente reparto – decía el viejo -: A mi primogénito, Zósimo, dejaré la responsabilidad de mantener productiva esta finca solariega de los Arrarte y sus campos que abarcan todo el valle. A Pancracio le dejaré las casas de Madrid y Zaragoza, cuyas rentas le darán para vivir holgadamente. Legaré a Francisco el astillero de Cartagena, que ya en la actualidad dirige con diligencia. Y a mi santo hijo Amador, todos los valores, acciones y rentas bancarias que según me tiene dicho cederá a su orden, pues el voto de pobreza le impide disfrutarlas personalmente…
Todos inclinaron la cabeza y se besaron unos a otros con cariño antes de marchar a sus aposentos. No hubo ninguna objeción a las sabias decisiones del patriarca, pues aquella era una familia ejemplar, cristianísima y obediente.
Pero, a la madrugada, el fraile despertó a sus hermanos con gritos desgarrados.
-¡Venid a la habitación de padre, que ha ocurrido una desgracia!
Y todos, todavía en ropa de dormir, se apresuraron a entrar en el dormitorio del anciano, al que encontraron tendido sobre el lecho, vestido con su uniforme de Caballero de la Orden de Malta y con las manos cruzadas sobre el vientre.
-Esta noche, el mayordomo lo ha encontrado muerto – decía el religioso, disimulando una mirada maligna – Ya nadie podrá objetar su voluntad; aunque quizá alguno hubiera deseado impugnar las particiones, tras hablarlo con su esposa...
El mayor carraspeó fuertemente, antes de atreverse a hablar en presencia, si bien póstuma, del padre.
-Pues, veréis… Según las leyes y normas seculares de nuestra estirpe, me correspondía a mí el mayorazgo y todos los bienes de la familia. Yo me hubiera ocupado de vosotros, naturalmente, pero la propiedad debería ser mía e indivisible.
-¡Y una mierda! – gritó Paco, fuera de sí –¿Para eso me he roto yo los cuernos en ese astillero? Y, además, ¿por qué las cuentas bancarias para el cura, si es bastardo?
-Anda, como tú, “hermanito” - dijo Lilí, abandonando su habitual simpatía -, que te pareces más al capataz Rigoberto, que en gloria esté, que a tu presunto padre.
-Los dos hijos fraudulentos de papá y mamá no deberían heredar nada – remató Pancracio – Nosotros no tenemos la culpa de que nuestros padres fueran unos viciosos.
Y entonces el Patriarca se alzó de la cama, dándoles a todos un susto de muerte. De pie sobre las sábanas de raso granate, los fue señalando con índice acusador.
-¡Malditos seáis, egoístas despreciables! Ya me lo temía yo: He criado una manada de hienas. Así que... ¡Os desheredo a todos! ¡Fuera de mi vista! ¡Pendejos!
Y antes de morir despilfarró su fortuna en juergas de vino y putas.
Miguel Ángel Pérez Oca.
martes, 2 de agosto de 2022
LA TORMENTA PERFECTA.
Fotografía de Antonio Soler.
Si
me preguntáis cuál es el mejor recuerdo de mi vida, os describiré una estancia
con paredes de madera, suelo de cerámica y una chimenea de piedra donde arden
unos troncos; a la derecha, unos amplios ventanales muestran un paisaje tormentoso,
con el mar embravecido que embiste tozudo contra unos vertiginosos acantilados,
bajo un cielo plomizo, casi negro a pesar de que es tarde temprana, que se
ilumina y se platea con relámpagos
intermitentes de una tempestad en retirada que se aleja hacia el horizonte; de
lo alto viene un rumor impreciso, como el ronroneo de un gato gigantesco,
mientras una lluvia terca y torrencial azota de vez en cuando los cristales; en
el suelo hay una alfombra blanca y mullida sobre la que descansan dos cuerpos desnudos.
Ella tiene unos treinta y cinco años y el cuerpo más fascinante que podáis
imaginar; su rostro es hermoso y sereno, con unos ojos azules de mirada sabia,
enmarcado por una larga melena con rizos de color oro viejo. La otra persona
soy yo, hace muchos años, apenas un hombre joven, casi un muchacho, que observa
a la mujer con arrobo e incredulidad. Ella habla relajada y convincente de
temas sorprendentes y profundos; yo la escucho y afirmo con la cabeza; y apenas
me permito interrumpirla. Hablamos y disfrutamos de la calma después de haber
estado tres horas haciendo el amor como dos animales salvajes, enajenados por
la tormenta que se cernía sobre nosotros.
Habíamos
comido en un restaurante cercano, en lo alto de los cantiles, y ella me señaló
la casita, casi oculta entre los pinos, bajo unas nubes que presagiaban
tormenta.
-Mira,
aquel es mi refugio – me dijo -. Desde allí se ve un paisaje maravilloso.
En
eso, un relámpago cegador nos sobresaltó, acompañado de un trueno tan poderoso
que me pareció un desgarro cósmico por el que las aguas celestes comenzaron a
caer en tromba, al otro lado de los cristales. Llamé al camarero para pedirle
la cuenta, pero me dijo que ya había sido abonada por la señora.
-En
los viajes de trabajo, paga siempre el jefe – afirmó ella, mientras se
levantaba y sacaba del bolso las llaves de su todo terreno.
La
seguí como un corderito y accedí al coche que, afortunadamente, esperaba
aparcado bajo la marquesina a resguardo del diluvio.
Condujo
con maestría por entre los árboles y los fulgores del chubasco hasta detenerse
en la pequeña explanada, delante de su cabaña. Los tres pasos que había entre
el coche y la puerta fueron suficientes para que al entrar ya estuviéramos
empapados.
-Dale
a ese botón – me dijo mientras se dirigía a la chimenea y encendía la leña.
Al
apretar el resorte, se levantó una gruesa persiana metálica, dejando a la vista
el dramático panorama: Los rayos caían sobre las olas embravecidas, los
acantilados brillaban cual si fueran de cristal de roca, el vendaval golpeaba
el vidrio y lo rociaba de gotas que después describían caminitos de agua casi
horizontales. Cuando me giré hacia ella, estaba desnuda y había extendido su
vestido rojo cereza ante la chimenea.
-Vas
todo mojado. Quítate la ropa y ponla a secar – me ordenó.
Siempre
he tenido dificultades para recordar con detalle los momentos demasiado
intensos. Solo os diré que los relámpagos, los gemidos de placer, los orgasmos
y los truenos se sucedieron sobre la alfombra en una vorágine enloquecida.
Cuando
los cuerpos se rindieron y la tormenta inició su decadencia, nos quedamos un
rato mirándonos intensamente al fondo de los ojos, ella con un gesto de sabia
placidez en su hermosísimo semblante, yo, seguramente, con una mueca de
incredulidad o de tímido, contenido y agradecido triunfo.
-¿Has
leído algún libro de Alan Watts? – me preguntó, y empezó a hablarme de la
filosofía Zen, mientras llenaba dos vasos de Oporto en el cercano mueble bar.
Y
entonces, ya con todas las ansias colmadas y todos los placeres satisfechos,
nos entregamos a la conversación, y fue lo mejor de la tarde. Miguel Ángel Pérez Oca.
LA CALLE.
LA CALLE
Yo
vivo en la calle. Duermo en el zaguán de un banco, junto a los cajeros
automáticos, enrollado en la misma manta sobre la que, ahora, pongo a la venta
mis DVD falsificados. A veces, mis
pesadillas me devuelven a la patera, a la tempestad durante la cual cayeron al
agua y se ahogaron algunos de mis compañeros, a las rocas que rasgaron mi piel,
a los cañaverales donde me escondí mientras las linternas de la Guardia Civil
seguían el rastro de mi sangre. Otras veces sueño con mi pasado esplendoroso, con
mis estudios de Filología Hispánica en Cambridge, con el lujo de mi casa en
Senegal, con la cálida presencia de mi esposa y las niñas. Pero estos sueños
también acaban en pesadilla, en el terror de la huída y la clandestinidad
cuando mi padre cayó en desgracia y tuve que esconderme con mis abuelos y otros
miembros de mi clan en las espesuras de la selva de Gambia. Las amenazas de
nuestros enemigos, la miseria y el
hambre de los míos me empujaron a la patera y a los abusos de la mafia de los
emigrantes. Y ahora puedo mandar un giro a casa de vez en cuando, mientras economizo
todo lo que puedo, comiendo de los contenedores y durmiendo en los cajeros.
Vivo en la calle, “en la puta calle”, como dicen los blancos pobres de aquí.
Vivo
en la calle, como muchos otros de mis hermanos. Y me paso la vida huyendo de
los policías que si me pillan me requisan la mercancía y me amenazan con
deportarme a mi tierra. Mi tierra. Allí duraría bien poco. Allí descansa mi
padre fusilado, al que no tardaría en hacer compañía. Aquí sobrevivo y ayudo a
mi familia, mientras espero mejores tiempos. Aquí soy un negro que vende discos
falsificados y vive en la calle, nada más.
Dicen
que la frase “me voy a la calle” solo tiene sentido para los meridionales, para
la gente que vive a orillas del Mediterráneo, o más al sur todavía. La calle
para los anglosajones y nórdicos es solo un medio para trasladarse a las casas
de los amigos, o a los comercios y espectáculos. Ellos solo salen a la calle
para ir a algún sitio. Los meridionales, en cambio, hacen de la calle su ágora,
su lugar de encuentro y de conversación. A mí antes me gustaba la calle, disfrutaba
de las angostas medinas de mi tierra musulmana, donde la sombra de los muros
alberga a menudo animadas charlas con amigos y parientes; aunque ahora la sufro
con toda su crudeza y la habito como una rata de alcantarilla, como un
animalito en su pringosa jungla de cemento. Estas calles europeas, anchas,
rectas, sucias y frías me agobian con sus geometrías implacables, con los
reflejos de sus paredes de vidrio, con el estruendo de sus automóviles, con la
prisa neurótica de sus peatones ensimismados. Cuando regrese, si algún día
regreso y recupero lo que era mío, me compraré una casa muy grande, con un
patio lleno de flores olorosas que perfumen mis noches, con habitaciones que se
abran alrededor del jardín, desde las que se pueda escuchar los sonidos
misteriosos de la selva, el rugido lejano de las fieras, la risa y los aullidos
de hienas y chacales, el canto de las aves nocturnas, bajo la luz de la Luna
que aquí apenas veo en un cielo sucio y brumoso entre bloques de cemento y
cristal. Cuando regrese y recupere a mi esposa y a mis hijas, habitaremos felices
de nuevo en ese hogar grande, hermoso y aislado de una calle a donde nunca más volveré.
Viviré para siempre en mis salones frescos, abiertos al patio, a la sombra de
mis árboles, junto a mi estanque, y lejos, muy lejos de la calle. Y no saldré
jamás de casa, nunca volveré a pisar la calle. Odio la calle.
Un
compañero, desde la esquina, ha silbado. “Se acerca la pasma”, me está diciendo
en nuestro lenguaje secreto de los proscritos. Recojo la manta y salgo
corriendo calle arriba, no vayan a detenerme o a requisarme la mercancía.
Maldita calle.
Miguel Ángel Pérez Oca.
domingo, 17 de julio de 2022
HUMO.
Olía a humo y no había humo. Olían a humo la plaza, las calles, la casa, los sueños de Honoria. Olía a humo, al humo fosfórico y acre de las bombas, al humo espeso de las maderas rotas e incendiadas, al humo repugnante de los restos humanos. Olía a humo, aunque solo Honoria era testigo de esa percepción. Porque los otros, en aquella soleada mañana, solo sentían el olor de las flores en los puestos cercanos y, en todo caso, el omnipresente tufillo de los gases de los tubos de escape de automóviles y autobuses que transitaban por la vecina calle de Calderón de la Barca. Pero la pituitaria de Honoria guardaba un indeleble olor a humo en su memoria orgánica. El olor a humo le había acompañado siempre desde aquel 25 de mayo de hacía ya 72 años. Y allí, en el lugar del crimen horrendo, el recuerdo se acentuaba, se magnificaba, se volvía nauseabundo e insufrible. Allí mismo, en la desembocadura de la calle de Velázquez con la Plaza de la Verdura había caído la bomba más asesina, la que causó más muertos, la que decapitó a más personas, la que mató al frutero Baltasar Ortiz, a la vendedora de huevos, a los parroquianos del bar vecino, a tantas mujeres jóvenes con sus niños en brazos. Allí fue donde su amiga Asunción rescató un bebé todavía asido al destrozado pecho de una madre que creyeron muerta. Se fueron a las faldas del Benacantil con el niñito en brazos, y al bajar, horas después, se enteraron de que la madre vivía y le estaban suturando la tremenda herida del pecho, mientras lloraba la supuesta muerte de su hijo. Cuando lo vio vivo, dio por buena la herida y los dolores y las angustias. En la puerta del hospital, un médico con la bata blanca manchada de sangre separaba los muertos de los heridos y, a falta de espacio, los camilleros los depositaban en el suelo, a uno u otro lado, los unos para ser llevados al cementerio, los otros para intentar salvarles la vida...
De todos los
recuerdos que quedaron grabados a fuego en la mente y en el cuerpo de la
jovencita Honoria, fue ese olor a humo persistente, terco, inevitable que
inundaba Alicante el que quedó para siempre como señal de su espanto, como
cicatriz imborrable en su alma. Con el tiempo se le fueron olvidando las
escenas horribles de miembros y cabezas cercenadas, los gritos de angustia,
dolor y agonía, el sonido maldito de los aviones agresores, las sirenas que
sonaron con retraso, los llantos y las maldiciones. Todo se fue diluyendo bajo
capas de buenos recuerdos, bajo un sedimento de dichas sobrevenidas. Honoria
había tenido una vida dulce y provechosa, un bello y largo matrimonio, unos
hijos buenos y cariñosos, nietecitos graciosos, vecinos amables, buenas comidas
y reuniones, ocasiones afortunadas… y sin embargo, toda su vida estuvo oliendo
a humo, al humo sulfuroso de las bombas, al espeso de la madera quemada, al
repugnante de las vísceras humanas carbonizadas… El humo…
Le habían
dicho que, al fin, el Ayuntamiento había accedido a las peticiones de algunas
asociaciones ciudadanas y había colocado en la Plaza de la Verdura una placa
con la leyenda: “Plaza del 25 de Mayo”. Había bajado a verla. Ya se sentía muy
mayor y la caminata, aunque corta desde su cercana casa de toda la vida, se
resentía en las articulaciones de sus castigadas piernas. Llegó al recinto abierto, tan diferente al de
entonces, sin el tejado de uralita que aquel día saltaba hecho añicos, sin los
viejos puestos de madera pitada de gris, sin las columnas de hierro cubiertas
de remaches. Ahora la plaza, limpia y aireada, albergaba puestos de flores, dos
bares con terraza y una estatua de Gastón Castelló sentado en un banco. Se
acercó a la fachada del edificio principal del Mercado, el mismo de siempre, y
pudo leer: “Plaza del 25 de Mayo”.
Y se giró
hacia Gastón con el sentimiento agridulce de que no era suficiente. “300
muertos se merecen algo más”, le dijo al pintor broncíneo e inmóvil, y se
marchó a casa, acompañada de su eterno, íntimo y exclusivo olor a humo.
Miguel Ángel Pérez Oca.
viernes, 8 de julio de 2022
HEROES DE LA PAZ
Este texto pertenece a una carta al Director que ha sido publicada en el Diario Información de Alicante el día 6-7-2022.
HÉROES DE LA PAZ
Hay
héroes de la guerra y héroes de la paz. Hay héroes de la muerte y héroes de la
vida. A mí los héroes de la guerra -la guerra que sea, pasada, presente o futura- no me
importan en absoluto. A mí los que me conmueven son los héroes de la vida, los
sanitarios, los bomberos, los educadores, los investigadores. Esos son mis
héroes. Y más, mucho más desde que he seguido un tratamiento de radioterapia
que me ha devuelto la salud y la esperanza. Les aseguro a ustedes que nunca voy
a renegar de esa enfermedad innombrable que los médicos y médicas con sus colaboradores,
enfermeros y enfermeras, operadores y demás personal de Oncología Radioterápica
del Hospital de Sant Joan d’Alacant me han curado con la más avanzada de las tecnologías
actuales; esa tecnología que otros héroes oscuros utilizan para matar. En ese
Hospital he conocido gente tan estupenda, abnegada, amable y profesional que
ahora tengo la dicha y la certeza de que he conocido a la mejor parte de la
Humanidad, a los más maravillosos héroes y heroínas de la paz y de la vida. A
los héroes de la violencia se les conceden medallas por matar presuntos
enemigos; mis héroes y heroínas solo reciben el agradecimiento de aquellas
personas a las que salvan la vida. Gracias, gracias, gracias…
Miguel Ángel Pérez Oca.
Publicado en el Diario
Información de Alicante el día 6-7-2022
miércoles, 6 de julio de 2022
ARQUEÓPTERIX
Ponía huevos en su nido construido en las ramas de los árboles, y tenía plumas, pero no era propiamente un pájaro, sino más bien un animal trepador que vivía en una selva de coníferas, rodeado de gigantescos dinosaurios y pequeños roedores vivíparos. Sus largos brazos acabados en garras se abrían desplegando abanicos de plumas azuladas cuando quería saltar de un árbol a otro y planeaba así en busca de comida o para huir de algún enemigo peligroso; pero eso no era volar. En su mundo no había flores, la Naturaleza aún no las había inventado, y sin embargo los helechos frondosos, las enormes secuoyas y las cascadas que se despeñaban sobre el mar desde lo alto de los acantilados constituían un mundo que a nosotros nos hubiera resultado hermoso y fascinante.
A ella no le impresionaba nada tanta belleza. Su pequeño cerebro instintivo no hubiera sabido moverse en otro ambiente que en ese en el que su especie se había desenvuelto durante miles de generaciones. Pero aquel día…
Allí estaba la criatura diabólica, algo más grande que ella, cubierta de una pelambrera fea y rala, con su larga cola desnuda y sus afiladas garras y dientes. Su mirada era malvada y astuta, muy inteligente. Se acercaba trepando rápida y silenciosa por la rama en cuya punta ella descansaba. Cuando advirtió su presencia ya era tarde para defenderse. Hubiera debido lanzarse, planeando, hacia otro árbol vecino a donde no pudiera alcanzarla; pero su árbol era el último sobre el acantilado. Si se lanzaba al vacío descendería a velocidad creciente sobre el mar, donde moriría ahogada o devorada por algún monstruo nadador. Dudó unos instantes. El diabólico ser peludo ya se abalanzaba sobre ella y no le quedó más remedio que saltar hacia atrás.
Si la comparamos con la mayoría de sus congéneres, era una hembra robusta, de poderosa musculatura pectoral que la convertía en la más audaz y poderosa saltadora de su clan. Pero de eso a ser capaz de realizar un verdadero vuelo y regresar a la costa describiendo un amplio círculo en el aire, había un trecho que le parecía insalvable e insólito para el férreo instinto que guiaba todos sus actos. Abrió sus brazos y desplegó sus plumas en un acto de instintiva supervivencia y comenzó a planear sobre las aguas turbulentas. Atrás había quedado la criatura asesina, frustrada en su empeño de convertirla en su almuerzo. El mar se acercaba peligrosamente y ella, haciendo un esfuerzo para el que no estaba acostumbrada, batió sus rudimentarias alas en un intento desesperado. El resultado fue un vuelo horizontal que la sorprendió gratamente.
Parecía que allí, tan cerca de los acantilados, las corrientes de aire ascendente iban a ser sus aliadas. Y de pronto, una brisa poderosa la lanzó hacia arriba, sobre los acantilados, sobre los enormes árboles, incluso sobre las montañas, cerniéndose así sobre un paisaje que nunca había imaginado. De vez en cuando batía las alas y dominaba el vuelo cada vez con mayor seguridad en sus movimientos. A sus pies, el mundo jurásico desarrollaba su drama: Un carnívoro gigante perseguía a los grandes herbívoros, los pequeños roedores se disputaban los frutos duros de las coníferas, un lejano volcán esparcía su cabellera de gases amarillentos contra el cielo azul donde reinaba una Luna mucho más grande y cercana que la actual. Realmente, era la dueña del mundo, un verdadero pájaro volador, y la supervivencia de su especie estaba asegurada. Los polluelos que la esperaban en el nido tenían futuro.
Ciento cincuenta millones de años más tarde, un descendiente de la abominable criatura peluda, que ahora camina erguido y cubierto de trapos, portando sobre los hombros una gran cabeza dotada de aquellos mismos ojos malvados e inteligentes, ha decidido que el ave primera se llamó Arqueopterix, que quiere decir “Ala Antigua”. A ella, mientras volaba sobre la selva jurásica, aquel nombre no le hubiera dicho nada.
CRIMEN PASIONAL
No la puedo soportar. Se pasa el día mirando a mi chico y, lo que es peor, mi chico le corresponde. No puedo sufrir cómo la acaricia y como ella se agita conmovida por sus carantoñas. Siempre están juntos, en el sofá ante la tele, en la terraza, en verano, o en la alfombra frente a la chimenea, en invierno. Y yo me tengo que resignar y callarme, por miedo a que él se ría de mí y me acuse de celosa y de absurda. Cuando él se levanta y se va a la cocina o a su despacho, a ella le falta tiempo para acompañarlo y participar en sus correrías por la nevera o en sus aventuras informáticas.
Qué más quisiera yo que él me dedicara a mí la mitad de deferencias que a ella. Cómo la odio, cómo la desprecio. Además, ella me ignora olímpicamente, como si no existiera, como si yo no fuera la señora de la casa. Nunca me ha tenido en cuenta ni me ha mostrado el más mínimo interés. Para ella, solo él habita en la casa, y a él dedica todo su cariño. No la puedo aguantar. En lo más profundo de mi interior va creciendo, poco a poco, un impulso asesino, un ansia de destruir a quien me arrebata el cariño de mi pareja. Y no sé si seré capaz de contenerme y no hacer una barbaridad…
Ahora estamos las dos solas en la casa. Él se ha marchado a sus cosas y yo intento leer para pasar el rato. Ella ni siquiera se ha fijado en mí. Si al menos intentase alguna clase de acercamiento, un gesto amable, pero nada, ni se molesta en mirarme con displicencia. Me ha dado la espalda y se asoma a la ventana abierta a la calle. Por lo visto, lo que ocurre fuera es más interesante que yo.
Parece como si el diablo que todos llevamos dentro me tentase con palabras elocuentes:
-Esta es tu oportunidad, tonta, él no está y ella se encuentra distraída. Empújala ahora, y que se rompa la crisma contra las baldosas de la acera. Ahora puedes librarte de ella para siempre.
Me levanto con mucha cautela, tratando de no hacer ruido. Ella sigue asomada a la ventana, confiada en su impunidad, quizá anhelando el retorno de él, para que la acaricie y la llene de mimos. Sé que si la toco, se apartará, desdeñosa, rehuyendo mi presencia. Así que el empellón ha de ser repentino, inesperado. Y así lo hago, la empujo sin compasión y con todas mis fuerzas, y la veo caer a la calle desde la mortal altura de un tercer piso. La veo retorcerse en el aire, lanzar un alarido de terror…
Pero, al llegar al suelo, sus cuatro nervudas patitas han sabido aminorar el impacto como si fueran cuatro resortes de acero, ha rebotado como una pelota y ha salido corriendo callejón arriba, bufando y mirándome desde abajo con un odio infinito. Así que no he conseguido acabar con ella. Ya se sabe que los gatos tienen siete vidas.
EL DOLOR DE LOS MUERTOS
Alicante ha sido escenario de muchas historias, unas cómicas, otras trágicas. Ahora hace 80 años que murió el gran poeta Miguel Hernández en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Y yo te ofrezco este testimonio imaginario de uno de sus compañeros de cautiverio y desgracia:
“Me duele el pie derecho, me duele mucho, sobre todo en las noches húmedas y frías de esta enfermería destartalada y triste. Me duele, inexplicablemente, un pie que no tengo, que debería estar dos palmos más abajo de un muñón cubierto de vendas roñosas. Se me congeló este invierno en la inhumana cárcel de Palencia y, por falta de atenciones médicas, acabó gangrenándose y hubo que amputarme la pierna por la rodilla. Y sin embargo me sigue doliendo. ¿Cómo puede doler algo que no existe? ¿Cómo puede dolerme un miembro que ahora debe estar descomponiéndose bajo tierra desde hace ya más de un mes? Pues me duele, me duele de manera insoportable… como le dolían los “cojones del alma” al pobre Miguel, el poeta moribundo que yace en la cama de al lado.
A él no se le congelaron los pies en Palencia, pero la tisis le come los pulmones desde entonces y su respiración se hace cada vez más penosa. Ni siquiera se queja, no por falta de dolor, sino por falta de fuerzas. Y sus ojos claros y saltones permanecen abiertos aunque duerma. Dicen que es a causa de una afección en la glándula tiroides. Qué de enfermedades sórdidas y extrañas no adquiriremos en estas prisiones terribles.
A Miguel, cuando la guerra, le dolían los cojones del alma, según pude leer en su poema dedicado a los cobardes; y en su “Elegía a Ramón Sijé” también decía de su pena por la muerte del amigo: “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”. Y es que la poesía de Miguel siempre salió de sus entrañas, de lo más hondo de su ser físico o, si acaso, de una sorprendente alma visceral y orgánica.
Pobre Miguel, que se muere sin remedio, abandonado por sus carceleros y por esos curas hipócritas que querían forzarlo a que volviera al redil de la Santa Madre Iglesia, como condición indispensable para su adecuado tratamiento en un sanatorio antituberculoso. Pobre Miguel, que ha preferido una muerte horrorosa a la ignominia de renunciar a sus ideas; como hemos hecho otros, menos valientes, a cambio de un trato más humano, más caritativo, de ese odioso cura, nuestro capellán inmisericorde de la sonrisa burlona. El muy canalla se ríe de nosotros hasta cuando nos da la extremaunción.
El dolor aumenta conforme se aproxima el filo helado de la madrugada y, a mi alrededor, apagados ronquidos y lamentos perturban mi leve dormitar. Los tuberculosos tosen bajito, mientras los febriles tiritan y murmuran sus pesadillas disparatadas; pero aquí no hay nadie que acuda en socorro de un enfermo que se agrava o agoniza. Los enfermeros, presos como todos nosotros, son llevados por la noche a sus celdas, y nos dejan solos y a oscuras en medio de un dolor inmenso que flota fantasmagóricamente sobre nuestra enfermería, sobre nuestra cárcel, sobre nuestra triste y aplastada España.
Hace rato que no oigo respirar a Miguel. A lo mejor se ha muerto y ya no sufre. Si es así, lo envidio. Aunque, ¿quién me dice a mí que aún después de muertos no sentiremos dolor, como yo siento dolor en mi pie muerto?
No, no respira. Así que ya se ha ido para siempre. Esta mañana vendrán los carceleros y los sanitarios, con el médico y el capellán que han de certificar su defunción y rezarle un falsario responso, y llevarán su cuerpo a las duchas, envuelto en sábanas sucias de pus y sangre, lo dejarán desnudo sobre las losas, lo lavarán con un sucinto chorro de manguera y esperarán a que su familia traiga alguna ropa decente para amortajarlo.
Le tengo que pedir a su amigo Eusebio, el dibujante, que le haga un retrato póstumo para la Historia, porque algún día este país, tan lleno hoy de odio y de miseria, reconocerá la genialidad del poeta al que le dolían los cojones del alma; como a mí me duele el pie que no tengo, como a todos los que aquí languidecemos nos duele la libertad perdida, doblemente perdida en la guerra y en la cárcel.
Cómo me duele este maldito pie invisible. Cómo me duele…”