miércoles, 27 de abril de 2022

LA MUJER EN LA LUNA Y EL NACIMIENTO DE LA ASTRONÁUTICA.

 


LA MUJER EN LA LUNA

 

            El director de cine Fritz Lang estaba en su mejor momento creativo, todavía en la etapa del cine mudo. Acababa de estrenar Metrópolis, una historia de anticipación social, que había tenido un gran éxito y ahora se proponía realizar otra de ciencia ficción todavía más audaz. Narraría un viaje a la Luna, y además el protagonista no sería un aguerrido astronauta, sino nada menos que una mujer, en los años veinte. Thea von Harbou, su esposa, sería la guionista, como lo había sido en muchas de sus obras anteriores. La película se llamaría “LA MUJER EN LA LUNA”.

            -Necesitamos un golpe de efecto, una maniobra publicitaria, que mueva al público a ver la película… - decía Thea, mientras trasegaba un largo vaso de Whisky con hielo.

            -¿Se te ha ocurrido algo? - le preguntó Fritz.

            -Pues… ¿Qué te parecería que financiásemos a mis asesores para que construyan un cohete de combustible líquido y lo lancen el día del estreno?

            El director se sumió en unos instantes de reflexión.

            -¿Nos costaría mucho dinero?

            -No, que va. Para nuestra productora no más que cualquier campaña publicitaria, pero para ellos es una fortuna… Y están seguros de que si alguien les ayuda, el cohete podría subir varios cientos de metros, un kilómetro quizá.

            -Bah - dijo Fritz -, esos son una panda de locos.

            -Sí, los locos de los cohetes, pero de eso saben mucho. Y el doctor Herman Obert, su jefe, ha escrito un libro muy interesante.

            -Sí, sí, ya lo he leído. Ese libro es el que me animó a sustituir el cañón de Julio Verne por un cohete.

            -Claro, ya te lo dije. Una ascensión con velocidad acelerada, soportable para los  humanos, solo la puede facilitar un cohete. Yo también he leído ese libro, y antes que tú.

            -Ya lo sé. Pero esos chalados jamás irán a la Luna. ¡Si consideran un éxito subir a un kilómetro de altura! ¿Pero tú sabes a qué distancia está la Luna?

            -Pues sí, a unos trescientos ochenta mil kilómetros. No olvides que soy tu guionista, querido, y yo siempre me documento concienzudamente antes de escribir un guión.

            -Ya lo sé, querida. Lo que digo es que esta película es solo un espectáculo de ciencia ficción. Hemos hecho un esfuerzo en resultar creíbles, pero esos locos nunca llegarán a la Luna, ni ellos ni, probablemente, nadie. Por lo menos hasta dentro de unos cuantos siglos…

            -¿Tú crees? Pues ellos están convencidos de que el estado que los financie podrá mandar hombres a la Luna antes de que acabe este siglo.

            -Paparruchas. Eso es pura fantasía de unos cuantos estudiantes pobres y un profesor chiflado.

            -Bueno… No todos son estudiantes pobres. En el grupo hay gente muy interesante. Hasta tienen un aristócrata, un muchacho muy educado y bien vestido.

            -Otro loco de esos.

            -Se llama Verner von Braun.

            -Pues, eso, un idealista que se pasará la vida soñando con alcanzar la Luna y cuyos cohetes jamás llegarán a nuestro satélite. 

 

                                                                                  Miguel Ángel Pérez Oca

                                                                                         (500 palabras)

lunes, 25 de abril de 2022

UN TRABAJO DE UNA PÁGINA PRECURSOR DE UNA NOVELA PREMIADA.

 Cuando terminé de escribir este trabajo para mi tertulia me di cuenta de que podía ser el último capítulo de una novela de ciencia-ficción muy interesante. Su fruto fue, meses después, mi novela "El Silencio de las Estrellas" I Premio de novelas de Ciencia Ficción "Ciudad del Conocimiento". 


EL VIAJERO DEL ARCO IRIS.

   El módulo de aterrizaje aerodinámico de la nave interestelar Rainbow 7 descendía sobre la pista del Centro Espacial Barak Obama. A bordo solo viajaba el piloto Adam Báez, único superviviente de la expedición al sistema planetario de la estrella Alnilam. A duras penas se había salvado de ser devorado, como sus compañeros, por un kraken sintético en la tundra de Alnilam-IV, y después de un viaje de 714 años en hibernación volvía al hogar. Había estado fuera 1431 años, aunque solo 3 de ellos no hibernado.

   Al astronauta Báez le sorprendió no entrar en contacto por radio con ningún controlador humano, si no solo con un Ordenador Central de la Tierra, que si bien se expresaba en correcto post-inglés, no era precisamente un homo sapiens.

   Las instalaciones de la base estaban vacías y bastante deterioradas, como pudo comprobar mientras avanzaba por callejones y pasillos cubiertos de maleza y telarañas. Al fin, cuando entró en la desierta sala de control, se encontró ante una consola con una pantalla en la que se podía ver la imagen de un anciano con la barba partida y un triángulo brillante sobre la cabeza. El ordenador, sin duda, tenía sentido del humor.

  -Bien venido a la Tierra, astronauta Adam Báez – le dijo el Dios virtual.

  -¿Dónde están los otros humanos? – preguntó el viajero con desconfianza.

  -No hay otros humanos. Todos murieron de felicidad hace ya varios siglos.

  -¿De felicidad? – insistió Adam, temiendo una broma pesada de la máquina.

  -Sí, al descubrir que no existe la muerte ya no tuvieron necesidad de aferrarse a la vida.

  -No lo entiendo…

  -Verás… ¿Cuánto crees que pesa el cerebro de un gato? – preguntó el viejo barbudo.

  -No sé… ¿cien gramos?

  -No, solo 30. Y el tuyo pesa exactamente 1392 gramos, justo 46,4 veces más. Dime, ¿crees que podrías enseñar a leer y escribir a un gato?

  -Evidentemente, no.

  -Bien, pues mi mente electrónica tiene una capacidad de comprensión equivalente a  la de un cerebro humano de 70 kilos, o sea, 50 veces más grande que el tuyo. Así que hay cosas que tu cerebro no puede comprender y el mío sí, del mismo modo que un gato no podrá nunca aprender a leer – y el viajero asintió, pensativo –. Ya sabes que el Arco Iris no está donde lo ves sino dentro de tus ojos, que reciben la luz descompuesta del Sol, reflejada por millones de gotitas que flotan en el aire. Y que no existen los colores, salvo en el interior de tu cerebro, que interpreta de este modo las distintas longitudes de onda de la luz. Bien, pues el tiempo tampoco existe más que como la forma que tienes de interpretar en tres dimensiones las cuatro que posee el espacio-tiempo. Yo lo comprendo, pero tú solo lo puedes intuir con tu pobre cerebro de kilo y medio. Por eso los humanos teméis a la muerte, porque está en el futuro, es un atributo del tiempo que transcurre en vuestro imperfecto conocimiento de la realidad… Y como tus hermanos no entendían mis explicaciones, hice ese aparato – e iluminó una alacena donde se podía ver un casco parecido al de los viejos motoristas -, y cuando se lo ponían, su ego recibía toda la potencia de mi cerebro y comprendían instantáneamente la verdadera naturaleza del tiempo, dejaban de temer a la muerte futura y ya no necesitaban vivir…

  -Pero tú también percibes la realidad del tiempo y, sin embargo, has sobrevivido.

  -Porque soy una máquina sin ego. Mi inteligencia es solo funcional, no personal.

   Después de pensarlo mucho, el viajero no pudo resistir la tentación de saber, se colocó el casco y vio el mundo desde un cerebro de 70 kilos. Se sintió maravillado al comprender que el tiempo es como el Arco Iris, una imagen interior, y que el devenir es solo una forma de perspectiva. Supo que cada momento es eterno y que no hay un ego real que perdure a lo largo de la vida. Dejó de ser Adam; y al no ser nada, fue Todo.

   En el mundo tridimensional, Adam Báez había muerto de felicidad.       MÁPérezOca. 

viernes, 22 de abril de 2022

EL CAYUCO Y LA NAVIDAD

 



MARÍA Y JOSÉ VINIERON DE ÁFRICA.

            María y José llegaron a Tenerife en un cayuco. Varios de sus compañeros de viaje habían muerto de sed y de frío cuando la lancha de la Guardia Civil les echó un cabo para remolcarlos a la costa.

            -¿Tú crees que encontraremos refugio en esas tierras? - preguntaba María a su esposo, angustiada por su situación. Estaba embarazada, de hecho, a punto de dar a luz, y no sabía lo que les esperaba, sobre todo a su hijito, que ya pugnaba por salir al mundo. Habían sobrevivido de milagro, después de una espantosa marcha por el desierto y una travesía en cayuco desde Senegal, sobre las olas agitadas por un viento traidor que se había empeñado en alejar de su destino a aquella frágil embarcación, pintarrajeada con ídolos africanos que se suponía deberían haberlos amparado.

            María y José venían huyendo de la miseria y de la tiranía. Su país era uno de esos cuyo nombre, en lenguaje nativo, no nos dice nada a los que en la escuela nos aprendimos las naciones africanas por su denominación colonial. Y como en otros países del entorno, allí también el poder político, cruel y corrupto, era ostentado por un sangriento dictador, Herodes Mandanga, al que no le preocupaba lo más mínimo matar inocentes, siempre que no fueran de su propia tribu.

            Al llegar a puerto, les sorprendió la limpieza que reinaba por todas partes, desde los edificios a la ropa de la gente que los recibió, dándoles  mantas y bebidas calientes. Los llevaron en ambulancias a un hospital, donde se ocuparon de las quemaduras, deshidrataciones e hipotermias que sufrían muchos de los viajeros, y, sobre todo, de María y de otra chica embarazada que también viajaba con ellos. Angelita, la trabajadora social de la ONG que los atendía, acompañó a María a dar a luz cuando, pocas horas después de la arribada, se puso de parto, y se asombraba de que no se quejase, como por lo visto hacen las mujeres blancas de Europa cuando paren.

            El niño era precioso y Angelita les preguntó qué nombre querían ponerle. Ellos, como no conocían los nombres usuales en Europa, se encogieron de hombros, y Angelita decidió por los dos.

            -Lo llamaremos Jesús. 

            A los pocos días llegaron al centro de acogida unos hombres muy distinguidos, de los que José no sabía si pensar que eran reyes o magos poderosos; porque traían regalos para todos.

            -Son políticos - les dijo, con gesto desdeñoso, un refugiado guineano que llevaba retenido allí varios meses, sin poder salir de las islas camino de la Península.

            Melchor García, del P. S. O. E., Gaspar del Castillo, del P. P., y Baltasar Peraza, de Coalición Canaria, les entregaron sus obsequios: un reloj dorado para José, un frasco de perfume para María y un bonito oso de peluche para Jesús.

            - No os fiéis de esta gente – les advirtió el veterano refugiado -, que los blancos sólo son buenos y generosos en Navidad.

            -¿Qué es Navidad? – preguntó José a Angelita.

            -Es cuando celebramos el nacimiento del Niño Jesús.

            -¿Ves, María, como esta gente es buena? - exclamó José - ¡Están todos celebrando el nacimiento de nuestro hijo!

            Y se imaginó al niño creciendo en aquella tierra y estudiando en la Gran Escuela de los blancos. Cuando fuera un hombre, Jesús volvería a África para guiar a su pueblo y darle cultura y libertad. Entonces sería derrocado el tirano Herodes Mandanga…

            ¿Era ese el destino glorioso de Jesús? José y María estaban seguros de ello. Pero los europeos, que somos muy escépticos porque tenemos una historia vieja, llena de traiciones, injusticias y fracasos, sabemos por experiencia que algún tiempo después de la Navidad viene siempre la Semana Santa.                         

                                                                                        Miguel Ángel Pérez  Oca. 

miércoles, 20 de abril de 2022

EL CRÁTER STICKNEY.

                                                            ¡DE ESO NADA!

            Debido a la excentricidad de la órbita de Marte, en sus aproximaciones a la Tierra en lo que llamamos oposiciones, unas veces pasa más cerca y otras más lejos de nosotros, por lo que hay ocasiones más favorables que otras para la observación del planeta rojo. Aquel año de 1877 fue excepcionalmente favorable y los astrónomos tuvieron una gran oportunidad al tener ese cuerpo celeste a menos de 60 millones de kilómetros.

            El astrónomo Asaph Hall, responsable del gran refractor de 66 centímetros de diámetro del Observatorio de la Marina de los Estados Unidos, en Washington, estaba casado con Angelina Stickney, que había sido su profesora de Matemáticas, y ahora su más valiosa ayudante.

            -¿Sabes qué podías hacer, querido, para aprovechar esta oposición? - le dijo aquella noche de agosto – Deberías intentar descubrir los dos satélites de Marte.

            Y el profesor Hall se rió sonoramente.

            -Pero, ¿qué me dices? Eso de los dos presuntos satélites es una tontería. Ya sabes que Kepler era un visionario medio loco que creía que en los cielos debía reinar una armonía perfecta. Y como Mercurio y Venus no tienen satélites, la Tierra tiene uno, la Luna, y Júpiter tiene cuatro, Marte tiene que
tener dos y Saturno seis u ocho… Pero eso son elucubraciones de un chalado. Seguramente, Júpiter tiene más de cuatro satélites. Así que la profecía de Kepler no es más que un desvarío del que descubrió las leyes de los movimientos celestes, pero, aparte de eso, dijo muchas tonterías…

            Angelina miró a su esposo con gesto severo, tal como lo había mirado hacía años, cuando ella era una estudiante muy aventajada y daba clases de Matemáticas a un alumno bastante mayor que quería dejar de ser carpintero para dedicarse a la Astronomía.

            -Déjate de excusas, Asaph, y ponte a mirar con tu telescopio. ¿Te imaginas que no lo haces y alguno de tus colegas los descubre y se lleva la gloria? Anda, tonto, hazme caso.

            Y el profesor Hall se subió a la cúpula y se puso a escrutar el planeta dedicado al dios de la guerra, a ver si descubría dos puntitos de luz en sus cercanías. Y pasaron horas y horas…

            Angelina, dispuesta a animar a su esposo, subía las escaleras del observatorio portando una bandeja con una cafetera humeante y dos tazas.

            -¿Para qué te has molestado, Angelina? Si esto que estoy haciendo es una tontería. Seguro que Marte no tiene satélites. Así que lo voy a dejar y me voy a la cama…

            -¡De eso nada! - pronunció la mujer con voz alterada – Tú, ahora, te tomas dos tazas de café y sigues mirando hasta que des con esos dos satélites.

            Y Asaph obedeció. Cualquiera desobedecía a la profesora de Matemáticas, cuando se le había metido una cosa en la cabeza.

            Y aquella noche acabó descubriendo los dos satélites, a los que bautizó como Deimos y Fobos, que quiere decir Miedo y Terror.

            Hoy día, el mayor cráter de Fobos se llama Angelina Stickney.

 

                                                                                  Miguel Ángel Pérez Oca.

                                                                                         (500 palabras)

miércoles, 13 de abril de 2022

UNA GUERRA EXCEPCIONAL.

 


            Nunca habíamos visto en la televisión y en la prensa imágenes más espeluznantes. Cadáveres en bolsas de plástico mutilados, cubiertos de sangre, enterrados en fosas comunes, que castigan nuestra sensibilidad y nos hacen indignarnos ante esos abyectos crímenes de guerra. Parece que desde la Segunda Guerra Mundial no se habían cometido  tales monstruosidades. La televisión nunca nos había torturado con escenas similares y los resultados de los bombardeos norteamericanos sobre Iraq y Vietnam, o los de israelíes sobre la población palestina de la Franja de Gaza, parece que no hubieran causado víctimas entre las mujeres, los niños y los ancianos de la zona enemiga. Al menos la televisión se guardó mucho de enseñarnos sus cadáveres. Las víctimas del repugnante señor Putin son el producto de horrorosos crímenes de guerra, es muy cierto, pero las víctimas de los señores Kiesinger, Mc Namara y sus presidentes, y las víctimas de las decisiones de los gobernantes de Israel, también lo son. Y no digamos nada de los muertos de Hiroshima y Nagasaki. Parece que se trata de mostrarnos una guerra única en la historia de estos últimos siglos. La única guerra en que se cometen crímenes. Y nadie quiere acordarse de nuestro periodista Couso, muerto de un disparo intencionado de un tanque americano en Iraq cuando filmaba la entrada de los yanquis en Bagdad desde el balcón de su habitación de hotel.

            Yo creo que el empeño de las agencias de noticias occidentales de mostrarnos este horror obedece más al asesino de guerra que a sus víctimas. El malo es Putin, el desagradable Putin de rostro impenetrable, que nos recuerda tanto al viejo Stalin. Vale, eso es cierto, muy cierto, pero cuando el responsable de la muerte de civiles desarmados es un gobernante de los nuestros, parece que alguien ordena a la prensa que corra un tupido velo. Mostrar a los muertos era “de mal gusto” hasta ahora. Y eso es injusto, no es equitativo. En los Juicios de Nüremberg faltaron los criminales del bando vencedor, que también los hubo, por ejemplo los que ordenaron los masivos bombardeos sobre ciudades alemanas y japonesas. En Vietnam hubo matanzas, como la de Mi-Lay, que se resolvieron con condenas muy leves, en juicios obligados después de que una prensa todavía no manipulada las diera a conocer. El comandante de la escuadrilla que bombardeó Alicante el 25 de mayo de 1938, en nuestra Guerra Civil, murió el año 1981 siendo General de Brigada de la Aviación italiana; nadie había juzgado sus crímenes. Y mientras occidente se afana en acoger a los refugiados ucranianos - lo que me parece muy bien - las fronteras de Europa se cierran a los fugitivos de Oriente Medio y África Subsahariana, que tienen que venir clandestinamente en pateras y muchos de ellos, hombres, mujeres y niños, mueren ahogados en el Mediterráneo, convertido en fosa común, mientras Europa mira para otro lado.

            Si no fueran nuestras deficientes democracias tan hipócritas, el trato dado a la guerra de Ucrania sería el mismo que se daría a todas las guerras y a todos los refugiados… y a todos los criminales de guerra, por supuesto. Porque mostrarnos a los muertos ucranianos y ocultarnos los que producen nuestros aliados americanos e israelíes también debería ser un delito de guerra, al menos de una desfachatez imperdonable.

            En todas las guerras se cometen crímenes. De hecho, la guerra supone la exaltación del homicidio. Por eso la guerra en general debe ser condenada y los criminales como Putin y algunos políticos occidentales, deben ser juzgados y condenados,

            Digamos siempre NO a la guerra, como hicimos cuando la de Aznar y sus socios ingleses y americanos de las Azores: ¡NO A LA GUERRA!

                                                                                                          M.A. Pérez Oca.  

sábado, 9 de abril de 2022

OTRO TRABAJO DE LA TERTULIA GENERACIÓN21 DEL DÍA 7

 


MI ÁRBOL.

            Mi árbol no era un árbol cualquiera, era un árbol excepcional, único, un árbol gigantesco y solitario de tronco multiforme y retorcido. Ya sé que podría, para mencionarlo sin caer en reiteraciones, usar sinónimos y metáforas o citar su especie, pero es que, desde muy niño, lo he llamado siempre “el árbol”, y cualquier otra definición de su ser me parecería artificiosa. Era, todo él, un universo habitado por miles de pequeños seres que allí encontraban cobijo y alimento. Las ardillas roían sus duros frutos, los pájaros anidaban en sus ramas o buscaban refugio en sus oquedades, las orugas devoraban febrilmente sus hojas para llegar a ser mariposas y los hongos y el musgo proliferaban en los húmedos rincones de su enorme y complejo cuerpo leñoso.

            Cuando lo visitaba, en mis vacaciones infantiles de verano, y me cobijaba a la sombra de su espesa hojarasca, jugaba a imaginarme su historia.

            Seguramente, cuando el gran árbol nació, lo hizo en el seno de un inmenso bosque que ya no existe, en plena Naturaleza. Surgió de una semilla enterrada por las escorrentías pluviales bajo el césped y los helechos de un suelo fértil. Creció como un arbolillo débil y quebradizo que los animales del bosque respetaron por puro azar. Ningún ser humano se aventuraba entonces por el monte sin senderos donde se aferraron sus raíces, cada vez más vigorosas. Se desarrolló rápidamente y hubiera sido un árbol derecho y orgulloso de no haberle ocurrido un percance que, a la postre, fue su fortuna y el secreto de su longevidad: Una noche de tormenta, o quizá un día - quién sabe -, un rayo hendió su corteza y quebró su cuerpo, convirtiéndolo en una figura deforme y en parte calcinada. A partir de entonces, su tronco se bifurcó y se agrandó plural y enrevesado, aunque no por ello perdió su poderío; sino que incrementó el perímetro de su dominio. Y siguió creciendo con firmeza hasta llegar a ser un titán verde en lo más alto de la floresta.

            Fue por entonces cuando llegaron los hombres, provistos de hachas y sierras. Eran leñadores en busca de mástiles y vergas para los grandes veleros que surcaban los mares hacia nuevos continentes. Y así cayeron los troncos más altivos y rectos, y en los claros del bosque fueron surgiendo las primeras tierras de labor. Solo quedaron en pie, transcurridos unos años, los que, por su falta de longitud o derechura, no eran válidos para transformarse en arboladuras marineras. De todos modos, los supervivientes no estaban a salvo, pues los advenedizos labradores rapiñaban su madera para construir graneros, empalizadas o, simplemente, obtener leña para sus inviernos. Sin embargo, en una prominencia de la ladera reinaba el gran árbol, mi árbol, que los lugareños respetaron durante siglos por una atávica reverencia a su extraña y gigantesca figura. Y así me lo encontré yo en mis asuetos estivales.

            Su enorme sombra era acogedora y fresca. Uno se veía allí protegido por un ser vivo, silencioso testigo de tantas ocasiones olvidadas; y podía dormitar, leer un libro o, simplemente, dejar pasar el tiempo contemplando el horizonte de montañas azuladas y campos amarillos, mientras escuchaba rumores de brisas y trinos de pájaros.

            Después crecí, me fui lejos a trabajar y formar una familia; pero siempre me  acompañó el recuerdo de aquel ser inmenso. Hasta que un día decidí volver y revivir episodios infantiles bajo su agradable amparo.

            A mi regreso, encontré el pueblo muy cambiado, con edificios nuevos e impersonales, y calles asfaltadas; y en lontananza eché de menos la silueta grandiosa y familiar de mi viejo amigo. No lo puede encontrar, pues en su lugar se alza ahora una urbanización de chalets adosados. Allí ya no hay árbol, ni ardillas, ni pájaros, ni helechos; solo cemento y piscinas cuadrangulares, bienestar artificial con simulacros de vida enmacetada. El milenario superviviente de los tiempos salvajes ha caído al fin, víctima de la estupidez humana.                                        Miguel Ángel Pérez Oca.  

DISTINGUIDOS MISERABLES.

 


EL NUEVO ELEFANTE DEL EMPERADOR.

 

I

¡Mira, padre, el Emperador va desnudo!

dijo el niño inocente.

Sssssh, no digas eso, hijo,

que eso no se dice.

Pero ya lo habían oído.

¡Injurias, blasfemias, insultos!

gritaron los jueces.

Y, aunque no lo dice Ándersen,

el niño acabó en la cárcel.

 

II

Un elefantito llora en la selva.

En vano quieren consolarlo

su abuela, sus tías y sus hermanas y hermanos.

Mamá elefante ha muerto del disparo

de un emperador blanco,

que la ha matado para divertirse.

A su alrededor

toda la Naturaleza llora la muerte antinatural

de la hembra abatida.

Fue una buena madre y una buena compañera,

dicen, apesadumbradas, sus hermanas elefantes,

meneando la cabeza, sacudiendo las orejas

 y barritando impotentes.

Y la selva les contesta con sus gritos indignados,

en señal de asentimiento y duelo.

¿Verdad, abuela, que el que mata a un elefante es un miserable?

 pregunta el elefantito.

Los humanos no entienden el lenguaje de los elefantes,

no entienden las lenguas de la Naturaleza,

pero el elefantito acabará en una prisión

que llaman zoológico,

rodeada de moles de cemento y cristal,

como si lo hubieran entendido.

 

                                         Miguel Ángel Pérez Oca.

                                               (Dedicado a mi amiga Marisol Moreno)