domingo, 17 de julio de 2022

HUMO.

 


           Olía a humo y no había humo. Olían a humo la plaza, las calles, la casa, los sueños de Honoria. Olía a humo, al humo fosfórico y acre de las bombas, al humo espeso de las maderas rotas e incendiadas, al humo repugnante de los restos humanos. Olía a humo, aunque solo Honoria era testigo de esa percepción. Porque los otros, en aquella soleada mañana, solo sentían el olor de las flores en los puestos cercanos y, en todo caso, el omnipresente tufillo de los gases de los tubos de escape de automóviles y autobuses que transitaban por la vecina calle de Calderón de la Barca. Pero la pituitaria de Honoria guardaba un indeleble olor a humo en su memoria orgánica. El olor a humo le había acompañado siempre desde aquel 25 de mayo de hacía ya 72 años. Y allí, en el lugar del crimen horrendo, el recuerdo se acentuaba, se magnificaba, se volvía nauseabundo e insufrible. Allí mismo, en la desembocadura de la calle de Velázquez con la Plaza de la Verdura había caído la bomba más asesina, la que causó más muertos, la que decapitó a más personas, la que mató al frutero Baltasar Ortiz, a la vendedora de huevos, a los parroquianos del bar vecino, a tantas mujeres jóvenes con sus niños en brazos. Allí fue donde su amiga Asunción rescató un bebé todavía asido al destrozado pecho de una madre que creyeron muerta. Se fueron a las faldas del Benacantil con el niñito en brazos, y al bajar, horas después, se enteraron de que la madre vivía y le estaban suturando la tremenda herida del pecho, mientras lloraba la supuesta muerte de su hijo. Cuando lo vio vivo, dio por buena la herida y los dolores y las angustias. En la puerta del hospital, un médico con la bata blanca manchada de sangre separaba los muertos de los heridos y, a falta de espacio, los camilleros los depositaban en el suelo, a uno u otro lado, los unos para ser llevados al cementerio, los otros para intentar salvarles la vida...

De todos los recuerdos que quedaron grabados a fuego en la mente y en el cuerpo de la jovencita Honoria, fue ese olor a humo persistente, terco, inevitable que inundaba Alicante el que quedó para siempre como señal de su espanto, como cicatriz imborrable en su alma. Con el tiempo se le fueron olvidando las escenas horribles de miembros y cabezas cercenadas, los gritos de angustia, dolor y agonía, el sonido maldito de los aviones agresores, las sirenas que sonaron con retraso, los llantos y las maldiciones. Todo se fue diluyendo bajo capas de buenos recuerdos, bajo un sedimento de dichas sobrevenidas. Honoria había tenido una vida dulce y provechosa, un bello y largo matrimonio, unos hijos buenos y cariñosos, nietecitos graciosos, vecinos amables, buenas comidas y reuniones, ocasiones afortunadas… y sin embargo, toda su vida estuvo oliendo a humo, al humo sulfuroso de las bombas, al espeso de la madera quemada, al repugnante de las vísceras humanas carbonizadas… El humo…

Le habían dicho que, al fin, el Ayuntamiento había accedido a las peticiones de algunas asociaciones ciudadanas y había colocado en la Plaza de la Verdura una placa con la leyenda: “Plaza del 25 de Mayo”. Había bajado a verla. Ya se sentía muy mayor y la caminata, aunque corta desde su cercana casa de toda la vida, se resentía en las articulaciones de sus castigadas piernas.  Llegó al recinto abierto, tan diferente al de entonces, sin el tejado de uralita que aquel día saltaba hecho añicos, sin los viejos puestos de madera pitada de gris, sin las columnas de hierro cubiertas de remaches. Ahora la plaza, limpia y aireada, albergaba puestos de flores, dos bares con terraza y una estatua de Gastón Castelló sentado en un banco. Se acercó a la fachada del edificio principal del Mercado, el mismo de siempre, y pudo leer: “Plaza del 25 de Mayo”.

Y se giró hacia Gastón con el sentimiento agridulce de que no era suficiente. “300 muertos se merecen algo más”, le dijo al pintor broncíneo e inmóvil, y se marchó a casa, acompañada de su eterno, íntimo y exclusivo olor a humo.

Miguel Ángel Pérez Oca.

viernes, 8 de julio de 2022

HEROES DE LA PAZ

 Este texto pertenece a una carta al Director que ha sido publicada en el Diario Información de Alicante el día 6-7-2022.



           


HÉROES DE LA PAZ

 

            Hay héroes de la guerra y héroes de la paz. Hay héroes de la muerte y héroes de la vida. A mí los héroes de la guerra -la guerra  que sea, pasada, presente o futura- no me importan en absoluto. A mí los que me conmueven son los héroes de la vida, los sanitarios, los bomberos, los educadores, los investigadores. Esos son mis héroes. Y más, mucho más desde que he seguido un tratamiento de radioterapia que me ha devuelto la salud y la esperanza. Les aseguro a ustedes que nunca voy a renegar de esa enfermedad innombrable que los médicos y médicas con sus colaboradores, enfermeros y enfermeras, operadores y demás personal de Oncología Radioterápica del Hospital de Sant Joan d’Alacant me han curado con la más avanzada de las tecnologías actuales; esa tecnología que otros héroes oscuros utilizan para matar. En ese Hospital he conocido gente tan estupenda, abnegada, amable y profesional que ahora tengo la dicha y la certeza de que he conocido a la mejor parte de la Humanidad, a los más maravillosos héroes y heroínas de la paz y de la vida. A los héroes de la violencia se les conceden medallas por matar presuntos enemigos; mis héroes y heroínas solo reciben el agradecimiento de aquellas personas a las que salvan la vida. Gracias, gracias, gracias…

 

Miguel Ángel Pérez Oca.

 

Publicado en el Diario Información de Alicante el día 6-7-2022


miércoles, 6 de julio de 2022

ARQUEÓPTERIX


 Ponía huevos en su nido construido en las ramas de los árboles, y tenía plumas, pero no era propiamente un pájaro, sino más bien un animal trepador que vivía en una selva de coníferas, rodeado de gigantescos dinosaurios y pequeños roedores vivíparos. Sus largos brazos acabados en garras se abrían desplegando abanicos de plumas azuladas cuando quería saltar de un árbol a otro y planeaba así en busca de comida o para huir de algún enemigo peligroso; pero eso no era volar. En su mundo no había flores, la Naturaleza aún no las había inventado, y sin embargo los helechos frondosos, las enormes secuoyas y las cascadas que se despeñaban sobre el mar desde lo alto de los acantilados constituían un mundo que a nosotros nos hubiera resultado hermoso y fascinante.

A ella no le impresionaba nada tanta belleza. Su pequeño cerebro instintivo no hubiera sabido moverse en otro ambiente que en ese en el que su especie se había desenvuelto durante miles de generaciones. Pero aquel día…

Allí estaba la criatura diabólica, algo más grande que ella, cubierta de una pelambrera fea y rala, con su larga cola desnuda y sus afiladas garras y dientes. Su mirada era malvada y astuta, muy inteligente. Se acercaba trepando rápida y silenciosa por la rama en cuya punta ella descansaba. Cuando advirtió su presencia ya era tarde para defenderse. Hubiera debido lanzarse, planeando, hacia otro árbol vecino a donde no pudiera alcanzarla; pero su árbol era el último sobre el acantilado. Si se lanzaba al vacío descendería a velocidad creciente sobre el mar, donde moriría ahogada o devorada por algún monstruo nadador. Dudó unos instantes. El diabólico ser peludo ya se abalanzaba sobre ella y no le quedó más remedio que saltar hacia atrás.

Si la comparamos con la mayoría de sus congéneres, era una hembra robusta, de poderosa musculatura pectoral que la convertía en la más audaz y poderosa saltadora de su clan. Pero de eso a ser capaz de realizar un verdadero vuelo y regresar a la costa describiendo un amplio círculo en el aire, había un trecho que le parecía insalvable e insólito para el férreo instinto que guiaba todos sus actos. Abrió sus brazos y desplegó sus plumas en un acto de instintiva supervivencia y comenzó a planear sobre las aguas turbulentas. Atrás había quedado la criatura asesina, frustrada en su empeño de convertirla en su almuerzo. El mar se acercaba peligrosamente y ella, haciendo un esfuerzo para el que no estaba acostumbrada, batió sus rudimentarias alas en un intento desesperado. El resultado fue un vuelo horizontal que la sorprendió gratamente.

Parecía que allí, tan cerca de los acantilados, las corrientes de aire ascendente iban a ser sus aliadas. Y de pronto, una brisa poderosa la lanzó hacia arriba, sobre los acantilados, sobre los enormes árboles, incluso sobre las montañas, cerniéndose así sobre un paisaje que nunca había imaginado. De vez en cuando batía las alas y dominaba el vuelo cada vez con mayor seguridad en sus movimientos. A sus pies, el mundo jurásico desarrollaba su drama: Un carnívoro gigante perseguía a los grandes herbívoros, los pequeños roedores se disputaban los frutos duros de las coníferas, un lejano volcán esparcía su cabellera de gases amarillentos contra el cielo azul donde reinaba una Luna mucho más grande y cercana que la actual. Realmente, era la dueña del mundo, un verdadero pájaro volador, y la supervivencia de su especie estaba asegurada. Los polluelos que la esperaban en el nido tenían futuro.

Ciento cincuenta millones de años más tarde, un descendiente de la abominable criatura peluda, que ahora camina erguido y cubierto de trapos, portando sobre los hombros una gran cabeza dotada de aquellos mismos ojos malvados e inteligentes, ha decidido que el ave primera se llamó Arqueopterix, que quiere decir “Ala Antigua”. A ella, mientras volaba sobre la selva jurásica, aquel nombre no le hubiera dicho nada.

CRIMEN PASIONAL



 No la puedo soportar. Se pasa el día mirando a mi chico y, lo que es peor, mi chico le corresponde. No puedo sufrir cómo la acaricia y como ella se agita conmovida por sus carantoñas. Siempre están juntos, en el sofá ante la tele, en la terraza, en verano, o en la alfombra frente a la chimenea, en invierno. Y yo me tengo que resignar y callarme, por miedo a que él se ría de mí y me acuse de celosa y de absurda. Cuando él se levanta y se va a la cocina o a su despacho, a ella le falta tiempo para acompañarlo y participar en sus correrías por la nevera o en sus aventuras informáticas.

Qué más quisiera yo que él me dedicara a mí la mitad de deferencias que a ella. Cómo la odio, cómo la desprecio. Además, ella me ignora olímpicamente, como si no existiera, como si yo no fuera la señora de la casa. Nunca me ha tenido en cuenta ni me ha mostrado el más mínimo interés. Para ella, solo él habita en la casa, y a él dedica todo su cariño. No la puedo aguantar. En lo más profundo de mi interior va creciendo, poco a poco, un impulso asesino, un ansia de destruir a quien me arrebata el cariño de mi pareja. Y no sé si seré capaz de contenerme y no hacer una barbaridad…

Ahora estamos las dos solas en la casa. Él se ha marchado a sus cosas y yo intento leer para pasar el rato. Ella ni siquiera se ha fijado en mí. Si al menos intentase alguna clase de acercamiento, un gesto amable, pero nada, ni se molesta en mirarme con displicencia. Me ha dado la espalda y se asoma a la ventana abierta a la calle. Por lo visto, lo que ocurre fuera es más interesante que yo.

Parece como si el diablo que todos llevamos dentro me tentase con palabras elocuentes:

-Esta es tu oportunidad, tonta, él no está y ella se encuentra distraída. Empújala ahora, y que se rompa la crisma contra las baldosas de la acera. Ahora puedes librarte de ella para siempre.

Me levanto con mucha cautela, tratando de no hacer ruido. Ella sigue asomada a la ventana, confiada en su impunidad, quizá anhelando el retorno de él, para que la acaricie y la llene de mimos. Sé que si la toco, se apartará, desdeñosa, rehuyendo mi presencia. Así que el empellón ha de ser repentino, inesperado. Y así lo hago, la empujo sin compasión y con todas  mis fuerzas, y la veo caer a la calle desde la mortal altura de un tercer piso. La veo retorcerse en el aire, lanzar un alarido de terror…

Pero, al llegar al suelo, sus cuatro nervudas patitas han sabido aminorar el impacto como si fueran cuatro resortes de acero, ha rebotado como una pelota y ha salido corriendo callejón arriba, bufando y mirándome desde abajo con un odio infinito. Así que no he conseguido acabar con ella. Ya se sabe que los gatos tienen siete vidas.

EL DOLOR DE LOS MUERTOS


     Alicante ha sido escenario de muchas historias, unas cómicas, otras trágicas. Ahora hace 80 años que murió el gran poeta Miguel Hernández en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Y yo te ofrezco este testimonio imaginario de uno de sus compañeros de cautiverio y desgracia:

 

“Me duele el pie derecho, me duele mucho, sobre todo en las noches húmedas y frías de esta enfermería destartalada y triste. Me duele, inexplicablemente, un pie que no tengo, que debería estar dos palmos más abajo de un muñón cubierto de vendas roñosas. Se me congeló este invierno en la inhumana cárcel de Palencia y, por falta de atenciones médicas, acabó gangrenándose y hubo que amputarme la pierna por la rodilla. Y sin embargo me sigue doliendo. ¿Cómo puede doler algo que no existe? ¿Cómo puede dolerme un miembro que ahora debe estar descomponiéndose bajo tierra desde hace ya más de un mes? Pues me duele, me duele de manera insoportable… como le dolían los “cojones del alma” al pobre Miguel, el poeta moribundo que yace en la cama de al lado.

A él no se le congelaron los pies en Palencia, pero la tisis le come los pulmones desde entonces y su respiración se hace cada vez más penosa. Ni siquiera se queja, no por falta de dolor, sino por falta de fuerzas. Y sus ojos claros y saltones permanecen abiertos aunque duerma. Dicen que es a causa de una afección en la glándula tiroides. Qué de enfermedades sórdidas y extrañas no adquiriremos en estas prisiones terribles.

A Miguel, cuando la guerra, le dolían los cojones del alma, según pude leer en su poema dedicado a los cobardes; y en su “Elegía a Ramón Sijé” también decía de su pena por la muerte del amigo: “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”. Y es que la poesía de Miguel siempre salió de sus entrañas, de lo más hondo de su ser físico o, si acaso, de una sorprendente alma visceral y orgánica.

Pobre Miguel, que se muere sin remedio, abandonado por sus carceleros y por esos curas hipócritas que querían forzarlo a que volviera al redil de la Santa Madre Iglesia, como condición indispensable para su adecuado tratamiento en un sanatorio antituberculoso. Pobre Miguel, que ha preferido una muerte horrorosa a la ignominia de renunciar a sus ideas; como hemos hecho otros, menos valientes, a cambio de un trato más humano, más caritativo, de ese odioso cura, nuestro capellán inmisericorde de la sonrisa burlona. El muy canalla se ríe de nosotros hasta cuando nos da la extremaunción.

El dolor aumenta conforme se aproxima el filo helado de la madrugada y, a mi alrededor, apagados ronquidos y lamentos perturban mi leve dormitar. Los tuberculosos tosen bajito, mientras los febriles tiritan y murmuran sus pesadillas disparatadas; pero aquí no hay nadie que acuda en socorro de un enfermo que se agrava o agoniza. Los enfermeros, presos como todos nosotros, son llevados por la noche a sus celdas, y nos dejan solos y a oscuras en medio de un dolor inmenso que flota fantasmagóricamente sobre nuestra enfermería, sobre nuestra cárcel, sobre nuestra triste y aplastada España.

Hace rato que no oigo respirar a Miguel. A lo mejor se ha muerto y ya no sufre. Si es así, lo envidio. Aunque, ¿quién me dice a mí que aún después de muertos no sentiremos dolor, como yo siento dolor en mi pie muerto?

No, no respira. Así que ya se ha ido para siempre. Esta mañana vendrán los carceleros y los sanitarios, con el médico y el capellán que han de certificar su defunción y rezarle un falsario responso, y llevarán su cuerpo a las duchas, envuelto en sábanas sucias de pus y sangre, lo dejarán desnudo sobre las losas, lo lavarán con un sucinto chorro de manguera y esperarán a que su familia traiga alguna ropa decente para amortajarlo.

Le tengo que pedir a su amigo Eusebio, el dibujante, que le haga un retrato póstumo para la Historia, porque algún día este país, tan lleno hoy de odio y de miseria, reconocerá la genialidad del poeta al que le dolían los cojones del alma; como a mí me duele el pie que no tengo, como a todos los que aquí languidecemos nos duele la libertad perdida, doblemente perdida en la guerra y en la cárcel.

Cómo me duele este maldito pie invisible. Cómo me duele…”