domingo, 9 de octubre de 2022

 

Persianas vivas

“Historias del abuelo Miguel” por Miguel Ángel Pérez Oca.

            No, el pueblo no está desierto, de ninguna manera. Las calles aparecen silenciosas y vacías, pero… pero las persianas están vivas, muy vivas. Detrás de cada persiana, levemente levantada por uno de sus lados, palpita la atenta mirada y los no menos atentos oídos de multitud de viejas, y no tan viejas, comadres chismosas.

-Es que se aburren, con el marido en el bar, y por eso se pasan las horas fisgando en las vidas ajenas – me había dicho Lola cuando le comuniqué mis sospechas.

Lola y yo estamos liados, gloriosa y placenteramente liados. Se trata de sexo puro, no nos engañemos, del sano, del bueno, del que no produce traumas ni complejos, ni exige compromisos ni responsabilidades, del que no tiene nada de exclusivo, de posesivo ni de celoso. Ella tiene su vida y yo la mía, y una vez al mes, más o menos, voy a visitarla al pueblo, a su casita rural, como ella la llama; y allí, lejos del mundanal ruido, aislados del asfalto y las premuras, nos entregamos al frenesí de los placeres de la carne. Ahora me doy cuenta de que los alaridos gozosos de Lola deben haber hecho las delicias de las viejas chismosas que acechan tras las persianas y me espían cuando dejo el coche en la plaza del pueblo y me dirijo por la estrecha Calle de la Tahona, camino de la casa de mi… bueno, ahora se dice “follamiga”.

Todas la conocen desde que era una niña, cuando vivía aquí con sus padres, pero no regresó al pueblo hasta que la vida de la ciudad llegó a atosigarla, y algún desengaño amoroso, de esos que esconden pretensiones institucionales, la empujó al exilio en su mundo del pasado de inocencia infantil. Ella prefiere bajar todos los días a su trabajo de la ciudad, pero descansar luego en su casa campestre. En cambio sus padres se mudaron a la capital hace años y no quieren para nada regresar a la aldea que les parece triste y agobiante; pero Lola quiso recorrer el camino inverso y se instaló aquí, con sus traumas y su afán de libertad.

Un día me confesó su tristeza por lo vacío de su vida, y yo la convencí con muy poco esfuerzo de que la solución a sus cuitas estaba en agenciarse un amante sin complejos ni compromisos que le diera gusto a su cuerpo y no le atormentase el alma.

-Sí, pero, ¿dónde encuentro yo un chollo así? Todos los hombres sois posesivos y celosos…

-Yo no, Lola, yo no. Y también me hace falta un desahogo en libertad de vez en cuando.

Y a ella le pareció de perlas, y desde entonces, todos los meses, la armábamos en la casita del pueblo.

Sin embargo, hoy, cuando llegué, Lola estaba furiosa y se sentía acosada.

-Mis padres están recibiendo anónimos sobre lo nuestro. Debe mandarlos alguna de esas brujas que nos espían desde detrás de las persianas.

-Bueno - le dije -, pues nos buscaremos otro refugio más discreto. ¿Qué te parece mi casa de la ciudad? Allí a nadie le importa la vida de los demás.

Pero el caso es que la dichosa casita le resulta tan entrañable, tan apropiada para nuestros devaneos carnales, que no sé si Lola se encontrará a gusto en otro sitio.

He salido a la calle enfurruñado, cabreado con las brujas de las persianas. De momento, hoy, Lola y yo hemos decidido no pasar a la acción erótica, por aquello de sentirnos espiados y con nuestra intimidad violada. Porque Lola si no grita no disfruta, y no le apetece gritar sabiendo que los oídos tensos nos rodean.

Me he parado en medio de la calle solitaria, me he bajado los pantalones y, con el culo al aire, me he tirado un sonoro y terrible pedo, brutal, telúrico, mientras voceaba:

- ¡Brujas asquerosas, que os den por el culo!

Y, al unísono, cien persianas, a lo largo de toda la calle, han recuperado su verticalidad con un ligero rumor de maderitas entrechocadas.

domingo, 2 de octubre de 2022

EL VIEJO DESERTOR.


Lloviznaba sobre el puerto de Alicante. Miles de republicanos cansados, sucios, vencidos, esperaban en vano los barcos del exilio bajo los tinglados castigados por las bombas. De vez en cuando se oía un tiro de pistola, y un hombre caía al suelo con la sien perforada en medio de la indiferencia abstraída de sus vecinos de infortunio.

Tres camaradas se acurrucaban alrededor de una pobre hoguera hecha con maderas de un cajón roto. En una marmita asentada sobre dos ladrillos, comenzaba a hervir el agua de un café; y uno de ellos, el capitán, removía el líquido negro con su navaja suiza de mil usos. Otro, comisario político, embutido en su raída cazadora de cuero, miraba a hurtadillas a su alrededor por debajo de la visera de su gorra ladeada.

-No vendrán los barcos. No vendrán. Me lo ha dicho el comandante Etelvino Vega. Los últimos fueron el Stanbrook y el Maririme… Y el próximo será de Franco y nos freirá a cañonazos. Para colmo, el capitán del Marírime solo admitió 30 pasajeros.

El tercero era un sargento que había sido miliciano anarquista de la Columna Maroto, antes de ser encuadrado a la fuerza en el Ejército Popular.

-Ya lo sé – dijo con voz ausente -. Lo sabemos todos. ¿Por qué te crees que se han suicidado todos ésos? Ya no hay nada que hacer sino prepararse para la prisión y la muerte. Los italianos nos esperan ahí fuera y mañana nos obligarán a escoger entre rendirnos o morir acribillados. La República ha muerto, la guerra se ha perdido…

-La guerra se perdió en la retaguardia – destiló el comisario con rabia – por culpa de los imbéciles que querían hacer la revolución antes que ganar la guerra.

-Cómo yo, ¿verdad? – preguntó con sorna el anarquista, mientras el otro asentía en silencio con gesto despectivo, y se volvió hacia lo alto del faro metálico de la bocana, donde un loco gritaba obscenidades antes de lanzarse al vacío.

- ¿Os acordáis del viejo desertor? – dijo de pronto el capitán, saliendo de su mutismo. Se le había derramado el café, apagando la triste hoguera.

-Si, me acuerdo de él como si estuviera aún delante de nosotros – decía el sargento anarquista, mirando acusadoramente al comisario -. No debimos fusilar a aquel pobre hombre.

- ¡Pues, sí! ¡Había que fusilarlo! – protestó el comisario – Había que mantener la disciplina. Si el capitán no lo hubiera mandado fusilar, todos los reclutas lo habrían imitado huyendo en desbandada. ¡Había que ganar la guerra a los fascistas!

-Pues, ya ves, la hemos perdido – le reprochó el sargento – y nadie le devolverá la vida al viejo infeliz. ¿Os acordáis? Lo trajo la patrulla, abrazado al saquito donde guardaba sus pobres pertenencias. Era un cabrero analfabeto, ni siquiera sabía de qué iba esta guerra. Solo quería volver a su pueblo, con su familia y sus cabras. Murió sin saber qué pasaba, con los ojos desorbitados de miedo y de sorpresa…

-Y yo le di el tiro de gracia en la sien, y sus ojos se me quedaron clavados en el alma para siempre – acabó el capitán, dando el tema por zanjado.

-No me rendiré. No, señor – dijo el sargento como para sí -. En cuanto oscurezca me tiraré al agua, a ver si consigo escapar nadando hasta la playa de San Gabriel.

-El coronel Burillo – afirmó el comisario - nos ha recomendado que nos quitemos las insignias e intentemos pasar por soldados rasos, pero yo no voy a renunciar a mi uniforme. Me fusilarán, lo sé. Soy un comisario comunista y me fusilarán, pero mi deber es morir con dignidad – y poniéndose en pie se dirigió a la entrada del puerto.

El capitán también se levantó y se acercó a las rocas de la escollera.

-Te lo debo, viejo desertor – dijo para sus adentros, y sacó la pistola para apoyarla en su sien. Era la misma pistola con la que un día había rematado al fugitivo.

Cuando sonó el disparo, nadie se movió bajo la llovizna en el puerto de Alicante.

                                                                                    Miguel Ángel Pérez Oca.